Santa Teresa amó a Dios como un niño querido ama a su padre, con demostraciones de ternura increíbles. «¡Oh, sí, el es en verdad mi ‘papá’! ¡Y qué dulce es para mí darle ese nombre!»
La esencia de su vida mística fue esta pasividad activa y viva que se desarrolla en una atmósfera de paz.
¡Oh, no, creo que no he estado nunca tres minutos sin pensar en Dios«
La oración de Teresa brotaba de dos fuentes: o bien nace en el seno de la prueba y del sufrimiento y es un grito de amor o de súplica; o nace en el seno de la alegría y es entonces una mirada al cielo, un grito de gozo y de agradecimiento.
Tiene esta agilidad inenarrable del hombre que prefiere el pensamiento de Dios al suyo. Por eso puede avanzar allí donde el camino está bloqueado: «Todo es posible al que cree»
«Es la confianza y nada más que la confianza lo que nos conduce al amor»
En ella, el Espíritu Santo, al hacer irrupción desde fuera, por los sacramentos de la Iglesia y la oración, encenderá el brasero del amor trinitario y lo llevará a un grado de incandescencia tal que consumirá todo su ser
«Pues bien: comenzaba mi Viacrucis, cuando de repente me sentí presa de un amor tan violento hacia Dios, que no lo puedo explicar, sino diciendo que parecía que me hubieran hundido toda entera en el fuego. ¡Oh, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo! Me abrasaba de amor, y sentí que un minuto más, un segundo más, y no podría soportar aquel ardor sin morir. Comprendí entonces lo que dicen los santos sobre estos estados que tan frecuentemente experimentaron. Yo no lo probé más que una vez y sólo un instante; luego volví a caer, enseguida, en mi sequedad habitual»
Teresa experimenta la ausencia aparente de Dios en la oración y esta experiencia es tan importante como la otra, porque en los dos casos, toca la realidad de Dios para responder o para callarse.
Lo primero que tenemos que hacer, al comienzo de la oración, es buscar el verdadero rostro de Dios, el único que se revela a nosotros.