Silencio, por favor

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Silencio, por favor

“¡Silencio!, por favor”.

Esta indicación que encontramos en hospitales, bibliotecas, centros de culto, debería estar escrito en el interior de cada persona.

El hombre necesita silencio. Lo recordaba Pablo VI en su conocida homilía en Nazaret el 5 de enero de 1964: “Cuánto deseamos aprender la gran lección del silencio que nos ofrece siempre la escuela de Nazaret; cómo deseamos también que se renueve y fortalezca en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para todos nosotros, que estamos aturdidos por tantos ruidos y tumultos, tantas voces de nuestra ruidosa y, en extremo, agitada vida moderna”.

Ambiente anti-silencio

En efecto, el ambiente actual de baraúnda y ajetreo es, sin duda, obstáculo para el cultivo del silencio. La vida del hombre parece haber roto definitivamente los marcos tradicionales de la soledad comunitaria y del recogimiento religioso. Pero si ahondamos un poco con sagacidad o tacto, notaremos enseguida el ingente vacío interior que lleva consigo este modo de vivir. Vemos a los hombres gozar tanto con sus pasatiempos, lujos y riquezas, y quedar con el alma vacía, sin paz.

En el huracán de la vida moderna no está Dios. Hoy todo se realiza de una manera precipitada, sin calma, sin serenidad, sin equilibrio, sin silencio. El hombre cree que ha penetrado en el fondo de las cosas porque ha visto, ha viajado, ha oído… pero en realidad no ha penetrado nada; últimamente no ha sabido vivir en un clima de silencio que hiciera fructificar las experiencias tenidas.

El hombre moderno está ganando el mundo pero está perdiendo el alma. El hombre está enfermo, sufre el ruido de las calles, pero sobre todo padece por los ruidos que han penetrado dentro de sí mismo. Hoy, algunos consideran el silencio casi un lujo; a pesar de su inmenso valor, sin embargo, con mucha frecuencia, el ser humano no sabe hacer silencio, y cuando ya lo tiene, no sabe qué hacer con él: o se aburre, o huye de él, como de un estorbo inútil. Necesita el hombre espacios de encuentro consigo mismo, con los demás, con la naturaleza y, sobre todo, con Dios.

El amante del silencio

En cambio, el hombre en el silencio interior espera, está preparado, habituado a recibir las cosas con provecho; no es un tonel agujereado como el hombre deseoso de exterioridades. En este silencio fácilmente se haya Dios. Es lo que más necesitan los hombres de hoy: buscar a Dios con avidez, con avaricia, con el silencio de la propia interioridad. El mundo actual presentaría otro rostro, si todas las personas supieran observar esta virtud y palpar sus efectos positivos en el enriquecimiento progresivo de la propia interioridad. Pero no todos practican el silencio; más bien son reducidos los grupos de almas amantes del silencio.

Y entre esos grupos debemos encontrarnos nosotros, los hombres y mujeres que buscamos a Dios. Estamos llamados a ser personas amantes del silencio.

Nuestra ruta

Seguiremos este esquema: en los primeros capítulos profundizaremos lo que nos dice la Sagrada Escritura sobre el silencio para definir en los capítulos siguientes en qué consiste esta virtud y cuáles son sus principales enemigos y obstáculos. La mayor parte del libro será dedicado a la pedagogía del silencio, es decir, a cómo alcanzar esta virtud en cada una de las facultades y potencias de la persona. Por último ofreceremos algunas anotaciones sobre los ámbitos del silencio: con los demás, consigo mismo hasta llegar al abandono o silencio con Dios.

Pablo VI, el 15 de noviembre de 1963, decía: “El mensaje divino no se comunica automáticamente, no llega por los caminos de la expresión sensible. Mis ojos no sirven, el mundo externo puede, sí, expresarme un lenguaje superficial, pero de suyo, en su interior, permanece mudo, no transmite la palabra divina. ¿Qué hacer? ¿Nos habla el Señor en el silencio o en el ruido? Respondemos todos: en el silencio. Entonces, ¿por qué no nos ponemos a la escucha en cuanto se percibe un leve susurro de la voz divina junto a nosotros?”

Dos motivos para vivir el silencio

De entre los diversos motivos que nos deben inducir a amar y vivir con plenitud la virtud del silencio, el párrafo leído nos presenta, quizá, los dos más importantes:

Vida interior

En primer lugar, el silencio es indispensable para la vida interior. En el ambiente de silencio, de atención serena, la sensibilidad se agudiza para la luz e inspiraciones del Espíritu Santo y es preparada para el influjo de la gracia. Guardar silencio es sumergirse en el vacío, es una acción y una plenitud. El silencio es el que prepara a los santos, el que los comienza, el que los continúa, el que los acaba y perfecciona.

Nuevamente Pablo VI: “¿Habla Dios al alma agitada o al alma en calma? Sabemos muy bien que, para escucharlo, debemos tener un poco de calma, de tranquilidad… es preciso aislarse un poco de toda preocupación y excitación acuciantes, y estar nosotros mismos, nosotros solos dentro de nosotros. El punto de cita no está fuera, sino en nuestro interior. La vida espiritual exige una verdadera y propia interioridad”.

Lo sabemos muy bien: Dios no habla en el tumulto de impresiones, ni en la disipación. Cuando el alma está en silencio interior y exterior, cuando el alma está recogida dentro de sí, entonces es cuando Dios habla y cuando el alma puede escucharlo. Muchas veces el Espíritu Santo está clamando con gemidos inenarrables, pero el alma no los oye porque se encuentra fuera de sí, atenta a lo que sucede fuera.

El hombre necesita de la vida interior, y por lo tanto del silencio, para vivir en plenitud nuestra relación con Dios. Así mismo, como religiosos que vivimos en una comunidad o seglares en una familia, debemos también esforzarnos por respetar la vida interior de aquellas personas con las que convivimos; más aún, tenemos que facilitársela con nuestro ejemplo, evitando todos los estorbos que pueden menoscabarla.

Compromiso apostólico

Un segundo motivo para cultivar la virtud del silencio se encuentra en nuestro compromiso apostólico y pastoral. En el testimonio y transmisión de la Palabra de Dios debemos ser hombres y mujeres de ponderación en el hablar. Es difícil hablar bien. La ponderación es una cualidad estimada pero exige un esfuerzo y una reflexión constantes. Más que el resultado de un trabajo puramente humano, es el fruto de una interioridad silenciosa y reposada. Pues sólo el ponderado en su espíritu es capaz de pensar antes de hablar, de consultar antes de exponer las propias opiniones. Solo él sabe discernir las circunstancias.

Las palabras, las decisiones del hombre que sabe guardar silencio en toda la amplitud del término, no caen en vacío al ser respaldadas por la ponderación, por la mesura y por la exactitud. Sus palabras no las provoca la improvisación, ni el egoísmo. Las suscita la rectitud y la caridad.

Como hombres y como apóstoles, necesitamos hablar bien, y, para alcanzar esta meta, nos es imprescindible el silencio. Para hablar bien se requiere antes pensar bien, y solo podemos pensar bien en un clima interno de silencio.

En resumen, el silencio es una virtud oculta pero grandiosa, necesaria para la santidad auténtica.

Los artículos de esta colección se encuentran en los siguientes enlaces:

  1. El silencio de Dios en la Biblia
  2. El silencio del hombre en la Biblia
  3. El silencio de Jesús (I)
  4. El silencio de Jesús (II)
  5. El silencio de los sentidos (I)
  6. El silencio de los sentidos (II)
  7. El silencio psicológico
  8. El silencio de la escucha (I)
  9. El silencio de la escucha (II)
  10. El silencio de la memoria
  11. El silencio de la imaginación
  12. El silencio de la mente
  13. El silencio de la voluntad
  14. El silencio del espíritu
  15. El silencio de uno mismo
  16. El silencio de Dios (I)
  17. El silencio de Dios (II)
  18. El silencio en la vida de oración (I)
  19. El silencio en la vida de oración (II)
  20. Silencio, llamado y vocación (I)
  21. Silencio, llamado y vocación (II)
  22. El silencio en comunidad
  23. El silencio en el apostolado (I)
  24. El silencio en el apostolado (II)
  25. Silencios malos y silencios buenos (I)
  26. Silencios malos y silencios buenos (II)
  27. El silencio del amor propio

Agradecemos esta aportación al P. Juan Carlos Ortega, L.C.

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