Salmo 96: El Señor reina, la tierra goza

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SALMO 96

1 El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
2 Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono.

3 Delante de él avanza fuego,
abrasando en torno a los enemigos;
4 sus relámpagos deslumbran el orbe,
y, viéndolos, la tierra se estremece.

5 Los montes se derriten como cera
ante el dueño de toda la tierra;
6 los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria.

7 Los que adoran estatuas se sonrojan,
los que ponen su orgullo en los ídolos;
ante él se postran todos los dioses.

8 Lo oye Sión, y se alegra,
se regocijan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor;

9 porque tú eres, Señor,
altísimo sobre toda la tierra,
encumbrado sobre todos los dioses.

10 El Señor ama al que aborrece el mal,
protege la vida de sus fieles
y los libra de los malvados.

11 Amanece la luz para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
12 Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.

Catequesis de Juan Pablo II

El salmo 96 en el contexto Pascual

3 de abril de 2002

1. La luz, la alegría y la paz, que en el tiempo pascual inundan a la comunidad de los discípulos de Cristo y se difunden en la creación entera, impregnan este encuentro nuestro, que tiene lugar en el clima intenso de la octava de Pascua. En estos días celebramos el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Con su muerte y resurrección se instaura definitivamente el reino de justicia y amor querido por Dios.

Precisamente en torno al tema del reino de Dios gira esta catequesis, dedicada a la reflexión sobre el salmo 96. El Salmo comienza con una solemne proclamación: «El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables» y se puede definir una celebración del Rey divino, Señor del cosmos y de la historia. Así pues, podríamos decir que nos encontramos en presencia de un salmo «pascual».

Sabemos la importancia que tenía en la predicación de Jesús el anuncio del reino de Dios. No sólo es el reconocimiento de la dependencia del ser creado con respecto al Creador; también es la convicción de que dentro de la historia se insertan un proyecto, un designio, una trama de armonías y de bienes queridos por Dios. Todo ello se realizó plenamente en la Pascua de la muerte y la resurrección de Jesús.

Imágenes cósmicas que rodean al Señor

2. Recorramos ahora el texto de este salmo, que la liturgia nos propone en la celebración de las Laudes. Inmediatamente después de la aclamación al Señor rey, que resuena como un toque de trompeta, se presenta ante el orante una grandiosa epifanía divina. Recurriendo al uso de citas o alusiones a otros pasajes de los salmos o de los profetas, sobre todo de Isaías, el salmista describe cómo irrumpe en la escena del mundo el gran Rey, que aparece rodeado de una serie de ministros o asistentes cósmicos: las nubes, las tinieblas, el fuego, los relámpagos.

Además de estos, otra serie de ministros personifica su acción histórica: la justicia, el derecho, la gloria. Su entrada en escena hace que se estremezca toda la creación. La tierra exulta en todos los lugares, incluidas las islas, consideradas como el área más remota (cf. Sal 96,1). El mundo entero es iluminado por fulgores de luz y es sacudido por un terremoto (cf. v. 4). Los montes, que encarnan las realidades más antiguas y sólidas según la cosmología bíblica, se derriten como cera (cf. v. 5), como ya cantaba el profeta Miqueas: «He aquí que el Señor sale de su morada (…). Debajo de él los montes se derriten, y los valles se hienden, como la cera al fuego» (Mi 1,3-4). En los cielos resuenan himnos angélicos que exaltan la justicia, es decir, la obra de salvación realizada por el Señor en favor de los justos. Por último, la humanidad entera contempla la manifestación de la gloria divina, o sea, de la realidad misteriosa de Dios (cf. Sal 96,6), mientras los «enemigos», es decir, los malvados y los injustos, ceden ante la fuerza irresistible del juicio del Señor (cf. v. 3).

Los ídolos ante la verdadera religiosidad

3. Después de la teofanía del Señor del universo, este salmo describe dos tipos de reacción ante el gran Rey y su entrada en la historia. Por un lado, los idólatras y los ídolos caen por tierra, confundidos y derrotados; y, por otro, los fieles, reunidos en Sión para la celebración litúrgica en honor del Señor, cantan alegres un himno de alabanza. La escena de «los que adoran estatuas» (cf. vv. 7-9) es esencial: los ídolos se postran ante el único Dios y sus seguidores se cubren de vergüenza. Los justos asisten jubilosos al juicio divino que elimina la mentira y la falsa religiosidad, fuentes de miseria moral y de esclavitud. Entonan una profesión de fe luminosa: «Tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses» (v. 9).

Paz y serenidad en el reinado del Señor

4. Al cuadro que describe la victoria sobre los ídolos y sus adoradores se opone una escena que podríamos llamar la espléndida jornada de los fieles (cf. vv. 10-12). En efecto, se habla de una luz que amanece para el justo (cf. v. 11): es como si despuntara una aurora de alegría, de fiesta, de esperanza, entre otras razones porque, como se sabe, la luz es símbolo de Dios (cf. 1 Jn 1,5).

El profeta Malaquías declaraba: «Para vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia» (Ml 3,20). A la luz se asocia la felicidad: «Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre» (Sal 96,11-12).

El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas. Una comunidad judía contemporánea de Jesús cantaba: «La impiedad retrocede ante la justicia, como las tinieblas retroceden ante la luz; la impiedad se disipará para siempre, y la justicia, como el sol, se manifestará principio de orden del mundo» (Libro de los misterios de Qumrân: 1 Q 27, I, 5-7).

La plenitud del fiel

5. Antes de dejar el salmo 96, es importante volver a encontrar en él, además del rostro del Señor rey, también el del fiel. Está descrito con siete rasgos, signo de perfección y plenitud. Los que esperan la venida del gran Rey divino aborrecen el mal, aman al Señor, son los hasîdîm, es decir, los fieles (cf. v. 10), caminan por la senda de la justicia, son rectos de corazón (cf. v. 11), se alegran ante las obras de Dios y dan gracias al santo nombre del Señor (cf. v. 12). Pidamos al Señor que estos rasgos espirituales brillen también en nuestro rostro.

 

Comentario del Salmo 96

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Un salmo escatológico que respira el espíritu del postexilio por los cuatro costados. La majestuosa teofanía y el poder de Yahvé llega a los cuatro ángulos de la tierra. Las imágenes teofánicas de tempestad, volcán y terremoto se resuelven en los cielos, pregoneros de la justicia divina. Dios viene para juzgar. Así lo perciben las gentes. Para su pueblo, sin embargo, que ha permanecido fiel en la tierra, la venida de Dios señala un día de júbilo. Es un día festivo en Sión y en Judá por el Rey que viene. La gratitud de la muchedumbre se articula en expresiones gozosas, con las que se saluda el advenimiento del Reino, y cierran el salmo.

Como himno que es, el modo más adecuado de rezarlo será al unísono.

Si seguimos la división estrófica, sin olvidarnos de que es un himno, podemos seguir la siguiente salmodia:

Asamblea, Canto de entrada: «El Señor reina… las islas innumerables» (v. 1).

Coro 1.º, Dios, preparado para el juicio: «Tiniebla y nube lo rodean… y todos los pueblos contemplan su gloria» (vv. 2-6).

Asamblea, Canto de entrada: «El Señor reina… las islas innumerables» (v. 1).

Coro 2.º, La justicia de Dios: «Los que adoran estatuas… encumbrado sobre todos los dioses» (vv. 7-9).

Asamblea, Canto de entrada: «El Señor reina… las islas innumerables» (v. 1).

Coro 3.°, Bondad de Dios para con sus fieles: «El Señor ama… celebrad su santo nombre» (vv. 10-12).

¡Ven, Señor Jesús!

Las intervenciones de Dios en favor de su pueblo son el anclaje histórico de las venidas de Yahvé. El sol, las nubes, el trueno o las piedras celestes son imágenes que hablan del Dios presente, que aterroriza y aniquila a los enemigos. Es la imaginería a la que recurre el Nuevo Testamento para describir la venida del Señor. Si las nubes arroparon su partida, retornará envuelto en ellas con gran poder y majestad. Es el poder recibido en la mañana pascual. En el cuarto evangelio, la venida del Señor acontece ya «desde ahora», un «ahora» que coincide con la «hora» de la muerte y exaltación del Señor. La fe en Cristo actualiza su venida; lo que no obsta para que el cristiano siga clamando por la llegada del último día de la historia y plenitud de la misma. «¡Ven, Señor Jesús!», repetimos con la Iglesia orante de los primeros tiempos.

Vergüenza de los idólatras

El destierro babilónico es un verdadero duelo entre Dios y los dioses. Por un momento vencieron éstos. Pero el Dios derrotado de Israel se prepara una gran victoria: la victoria de Dios con los débiles y oprimidos confundirá a los idólatras. El Dios oculto, Dios salvador de Israel, tiene poder para infundir vida en los huesos secos. Es explicable la vergüenza de los idólatras, quienes estimaban que Yahvé era nulidad, cuando en realidad sus ídolos son vacuidad. El Dios crucificado, en el que no había apariencia humana, no permitirá reposar a los adoradores de la Bestia. La gloriosa aparición de ese Dios sembrará la vergüenza y la confusión entre sus perseguidores. Seamos perseverantes en la adoración del Dios verdadero, para que se avergüencen ellos, y no nosotros; se espanten ellos, y no nosotros.

La alegría eclesial

El salmo 96 rezuma una alegría sustantiva: Dios ha reconstruido a su pueblo. Es un motivo de gozo para Sión y para las ciudades de Judá. El Altísimo, encumbrado sobre los dioses, ha despertado la alegría en los rectos de corazón. El regocijo del pueblo es el mismo regocijo de Dios. Es una dicha transportable a la Iglesia por contar con un Señor que detenta el soberano poder. No es como el poder de los soberanos de nuestro mundo, aislados y engreídos en su grandeza, sino que nuestro Dios, como el Pastor, está cercano a cada uno. Si siente alguna debilidad es por los más necesitados. Es la Luz del caminante nocturno, que ha prometido acompañarnos en nuestra orfandad, hasta la consumación de los siglos. Este acontecer divino tiene la única finalidad de que Cristo se goce en nosotros y nuestro gozo sea cumplido. Alégrese Sión; regocíjense todas las ciudades de la Iglesia; salten de alegría los fieles, que el Señor es su tutela protectora.

Resonancias en la vida religiosa

La diafanía del Dios imponente: La paradójica manifestación de Dios en la pobreza, debilidad y humillación de Jesús de Nazaret, no puede impedirnos contemplar su revelación en lo portentoso y tremendo.

El hombre, zarandeado a veces por las fuerzas inconmensurables del universo, impotente para detener, contener y dominar tan destructoras energías, puede ver en ellas la diafanía del Dios imponente. Como el salmista, podemos confesar: «Tiniebla y nube lo rodean»; «delante de él avanza fuego abrasando en torno»; «sus relámpagos deslumbran el orbe». ¿Cómo reconciliar la imagen del Dios bueno y providente, del Dios amor, con el Dios que se revela en la incontenible fuerza destructora de la enfermedad, de los cataclismos naturales, de los dolorosos reajustes cósmicos?

En Jesús muerto y resucitado se efectúa esta paradójica reconciliación: debilidad y fuerza, pobreza y riqueza, humillación y exaltación. No son dos momentos antagónicos, sino dos momentos coherentemente sucesivos.

Dios no es catalogable. Nuestra comunidad «religiosa» tampoco debe ser catalogable; ha de vivir de la permanente adoración de este Dios que se nos revela y comunica pluriformemente. Nuestro Dios está sobre todo concepto, sobre toda forma religiosa, sobre toda experiencia. «Ante Él se postran todos los dioses». Adorar a Dios no es servilismo, sino superación de todo lo contingente. Una comunidad «religiosa» sólo vive de lo absoluto, que le da consistencia. «Amanece -en ella- la luz para el justo».