Salmo 8 : Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre!

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SALMO 8

2 Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!

Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.
3De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde.

4Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
5¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

6Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
7le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies:

8rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
9las aves del cielo, los peces del mar,
que trazan sendas por el mar.

10Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!

Catequesis de Juan Pablo II

26 de junio de 2002

Grandeza del origen y destino del hombre

1. «El hombre (…) se nos revela como el centro de esta empresa. Se nos revela gigante, se nos revela divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honremos al hombre, a su dignidad, su espíritu, su vida» (Ángelus del 13 de julio de 1969: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de julio de 1969, p. 2).

Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI entregaba a los astronautas norteamericanos a punto de partir hacia la luna el texto del salmo 8, que acaba de resonar aquí, para que entrara en los espacios cósmicos.

En efecto, este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una «caña» frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin embargo, se trata de una «caña pensante» que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo creado, «coronado» por Dios mismo (cf. Sal 8,6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (vv. 2 y 10).

La alabanza de Dios en el hombre y la creación

2. El cuerpo del canto parece suponer una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas encendidas en el cielo. La primera estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se les califica de «adversarios», «enemigos» y «rebeldes», porque creen erróneamente que con su razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13,1).

Inmediatamente después se abre el sugestivo escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito, surge la eterna pregunta: «¿Qué es el hombre?» (Sal 8,5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es «tuyo», «has creado» la luna y las estrellas, que son «obra de tus dedos» (cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común: «obra de tus manos» (cf. v. 7): Dios ha creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un recamado o de un cincel, con el toque leve de un arpista que desliza sus dedos entre las cuerdas.

Dios da dominio sobre la creación

3. Por eso, la primera reacción es de asombro: ¿cómo puede Dios «acordarse» y «cuidar» (cf. v. 5) de esta criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco inferior a un dios (cf. v. 6).

Entramos, así, en la segunda estrofa del Salmo (cf. vv. 6-10). El hombre es considerado como el lugarteniente regio del mismo Creador. En efecto, Dios lo ha «coronado» como un virrey, destinándolo a un señorío universal: «Todo lo sometiste bajo sus pies», y el adjetivo «todo» resuena mientras desfilan las diversas criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.

Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, «el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios» (n. 12).

La autoridad regia de Cristo

4. Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el hombre egoísta, que con frecuencia ha actuado más como un tirano loco que como un gobernador sabio e inteligente. El libro de la Sabiduría pone en guardia contra este tipo de desviaciones, cuando precisa que Dios «formó al hombre para que dominase sobre los seres creados (…) y administrase el mundo con santidad y justicia» (Sb 9,2-3). También Job, aunque en un contexto diverso, recurre a este salmo para recordar sobre todo la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: «¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que lo escrutes todas las mañanas?» (Jb 7,17-18). La historia documenta el mal que la libertad humana esparce en el mundo con las devastaciones ambientales y con las injusticias sociales más clamorosas.

A diferencia de los seres humanos que humillan a sus semejantes y la creación, Cristo se presenta como el hombre perfecto, «coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios experimentó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9). Reina sobre el universo con el dominio de paz y de amor que prepara el nuevo mundo, los nuevos cielos y la nueva tierra (cf. 2 Pe 3,13). Más aún, su autoridad regia -como sugiere el autor de la carta a los Hebreos aplicándole el salmo 8- se ejerce a través de la entrega suprema de sí en la muerte «para bien de todos».

Cristo no es un soberano que exige que le sirvan, sino que sirve y se consagra a los demás: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). De este modo, recapitula en sí «lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10). Desde esta perspectiva cristológica, el salmo 8 revela toda la fuerza de su mensaje y de su esperanza, invitándonos a ejercer nuestra soberanía sobre la creación no con el dominio, sino con el amor.

 

24 de septiembre de 2003

La alabanza de Dios por la creación

1. Con la meditación del salmo 8, un admirable himno de alabanza, llegamos a la conclusión de nuestro largo itinerario a través de los salmos y cánticos que constituyen el alma orante de la Liturgia de Laudes. Durante estas catequesis, nuestra reflexión se ha centrado en 84 oraciones bíblicas, de las cuales hemos tratado de poner de relieve sobre todo su intensidad espiritual, sin descuidar su belleza poética.

En efecto, la Biblia nos invita a iniciar el camino de nuestra jornada con un canto que no sólo proclame las maravillas obradas por Dios y nuestra respuesta de fe, sino que además las celebre «con arte» (cf. Sal 46,8), es decir, de modo hermoso, luminoso, dulce y fuerte a la vez.

Espléndido entre todos es el salmo 8, en el que el hombre, inmerso en un fondo nocturno, cuando en la inmensidad del cielo brillan la luna y las estrellas (cf. v. 4), se siente como un granito en el infinito y en los espacios ilimitados que lo superan.

El hombre responsable de la creación

2. En efecto, en el salmo 8 se refleja una doble experiencia. Por una parte, la persona humana se siente atónita ante la grandiosidad de la creación, «obra de los dedos» divinos. Esa curiosa expresión sustituye la «obra de las manos» de Dios (cf. v. 7), como para indicar que el Creador ha trazado un plan o ha elaborado un bordado con los astros esplendorosos, situados en la inmensidad del cosmos.

Sin embargo, por otra parte, Dios se inclina hacia el hombre y lo corona como su virrey: «Lo coronaste de gloria y dignidad» (v. 6). Más aún, a esta criatura tan frágil le encomienda todo el universo, para que lo conozca y halle en él el sustento de su vida (cf. vv. 7-9).

El horizonte de la soberanía del hombre sobre las demás criaturas se especifica casi evocando la página inicial del Génesis: rebaños de ovejas y toros, bestias del campo, aves del cielo y peces del mar son encomendados al hombre para que, poniéndoles el nombre (cf. Gn 2,19-20), descubra su realidad profunda, la respete y la transforme mediante el trabajo, de forma que sea para él fuente de belleza y de vida. El salmo nos impulsa a tomar conciencia de nuestra grandeza, pero también de nuestra responsabilidad con respecto a la creación (cf. Sb 9,3).

Alusiones cristológicas en el salmo

3. El autor de la carta a los Hebreos, al releer el salmo 8, descubrió en él una visión más profunda del plan de Dios con respecto al hombre. La vocación del hombre no se puede limitar al actual mundo terreno. Cuando el salmista afirma que Dios lo sometió todo bajo los pies del hombre, quiere decir que le quiere someter también «el mundo futuro» (Hb 2,5), «un reino inconmovible» (Hb 12,28). En definitiva, la vocación del hombre es una «vocación celestial» (Hb 3,1). Dios quiere «llevar a la gloria» celestial a «muchos hijos» (Hb 2,10). Para que se cumpliera este designio divino, era necesario que la vida fuera trazada por un «pionero» (cf. Hb 2,10), en el que la vocación del hombre encontrara su primera realización perfecta. Ese pionero es Cristo.

El autor de la carta a los Hebreos observó, al respecto, que las expresiones del salmo se aplican a Cristo de modo privilegiado, es decir, de un modo más preciso que a los demás hombres. En efecto, el salmista utiliza el verbo «abajar», diciendo a Dios: «Abajaste al hombre un poco con respecto a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,6; Hb 2,7). Para los hombres en general este verbo es impropio, pues no han sido «abajados» con respecto a los ángeles, ya que nunca se han encontrado por encima de ellos. En cambio, para Cristo el verbo es exacto, porque, en cuanto Hijo de Dios, se encontraba por encima de los ángeles y fue abajado cuando se hizo hombre, pero luego fue coronado de gloria en su resurrección. Así Cristo cumplió plenamente la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, «para bien de todos» (Hb 2,9).

La corona que sigue la prueba

4. A esta luz, san Ambrosio comenta el salmo y lo aplica a nosotros. Toma como punto de partida la frase en donde se describe la «coronación» del hombre: «Lo coronaste de gloria y dignidad» (v. 6). Sin embargo, en aquella gloria ve el premio que el Señor nos reserva para cuando hayamos superado la prueba de la tentación.

He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia en su Exposición del evangelio según san Lucas: «El Señor coronó a su hijo predilecto también de gloria y dignidad. El mismo Dios que desea conceder coronas, proporciona las tentaciones; por eso, has de saber que, cuando eres tentado, se te prepara una corona. Si se eliminan las pruebas de los mártires, se eliminan también sus coronas; si se eliminan sus suplicios, se elimina también su bienaventuranza» (IV, 41: SAEMO 12, pp. 330-333).

Dios nos tiene preparada la «corona de la justicia» (2 Tm 4,8), con la que recompensará nuestra fidelidad a él, mantenida incluso en el tiempo de la tempestad, que agita nuestro corazón y nuestra mente. Pero él está atento, en todo tiempo, a su criatura predilecta y quisiera que en ella resplandeciera siempre la «imagen» divina (cf. Gn 1,26), para que sepa ser en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.

Comentario del Salmo 8

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

La relación entre este salmo y el relato sacerdotal de la creación es estrecha, sin que sepamos pronunciarnos por la anterioridad y dependencia concreta de uno y otro. El hombre ocupa en ambos un lugar céntrico. En él se dan cita lo creado y el Creador. El hombre es la letra del poema sinfónico de lo creado. Una letra capital, grande. La grandeza proviene de la acción de Dios, quien se acuerda del hombre y lo visita. De su visita surge un ser casi divino, con corona de gloria y de esplendor sobre sus sienes. De ahí que Dios le ceda el dominio sobre lo creado, simbolizado en los animales pequeños y grandes. El salmo, sin embargo, no es un canto al hombre, sino a Dios, Creador del hombre.

En el rezo comunitario, estaría bien que este himno pudiera ser cantado. Si se ignora la música, puede ser salmodiado al unísono. O bien, salmodiado a dos coros, con la participación final de la Asamblea:

Coro 1.°, La gloria de Dios, rey de los cielos: «Señor, dueño nuestro… al adversario y al rebelde» (vv. 2-3).

Coro 2.°, El hombre, coronado rey de lo creado: «Cuando contemplo el cielo… que trazan sendas por el mar» (vv. 4-9).

Asamblea, Conclusión: «Señor, dueño nuestro… en toda la tierra» (v. 10).

Dios es admirable

Dios glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas, desplegó la fuerza de su diestra tanto en el ámbito cósmico como en el histórico. El poder de Dios es tal que el hombre teme por su vida. Los componentes del pueblo de Dios, por el contrario, se admiran de la magnificencia divina, siempre benefactora. La admiración del creyente se exterioriza ante el Señor Jesús, a quien obedecen los vientos y el mar (Mt 8,27), a cuyo imperio se somete el demonio de la enfermedad (Mt 9,33); su palabra de condena surte efecto inmediato en la higuera infructuosa. Es tan sólo el preludio de una admiración mayor suscitada por la muerte y resurrección del Señor, continuada en los primeros días de la Iglesia naciente y culminada en la etapa final, cuando la multitud de los redimidos pueda contemplar qué admirable es el Señor en sus santos. Cantamos nuestra admiración por el Dios admirable. ¡Qué magnífico es tu nombre en toda la tierra!

¿Qué es el hombre?

Adán, quebradizo ser de barro, tiene una chispita divina, que le hace poco menos que un dios. La corona de gloria y esplendor, en efecto, es una diadema regia. Las fronteras del imperio humano son los límites del universo que debe conquistar y doblegar, lo cual vale ante todo para las indomables bestias del campo, símbolos del mal. El mal es una rebelde provincia del imperio humano. El Hijo del Hombre supo someter a Satanás y todo su imperio maligno. Por ello el Padre le coronó definitivamente de gloria y de esplendor. Si aún no se le ha sometido todo es porque continúa la batalla del hombre con la Bestia. Cuando el último y pertinaz enemigo sea doblegado, la diadema regia le será concedida al hombre en propiedad. Por el momento, ser hombre es una vocación a luchar y a vencer, con el canto de esperanza en la victoria que nos proporciona el presente salmo.

El recuerdo y el cuidado divino

Dios se revela en acciones históricas, no en ideas abstractas. La predicación del Deuteronomio, por ejemplo, será una invitación a escuchar, a recordar, a creer. Dios, por su parte, se acuerda de su alianza y de cuantos a través de la misma se vincularon con Él. Cuida de cada asociado como un padre de su hijo. La auténtica grandeza del hombre estriba en ser un recuerdo que Dios cuida. En los tiempos finales se acordó de su siervo Israel, recordó a la inerme doncella María, a quien visita, y sobre todo no olvidó a su siervo Jesús, rescatado del poder del Hades. Pedir a Jesús que nos recuerde cuando llegue a su reino es suplicar que seamos indeleblemente escritos en el recuerdo de Dios y a la vez reconocer que Cristo es el perfecto y último Adán, el hombre del que nosotros nos revestimos. Algo grande debe ser el hombre para que Dios se acuerde y cuide de él.

Resonancias en la vida religiosa

Pequeños ante la imponente magnitud de Dios: Cuando se tiene una profunda experiencia de Dios es justo preguntarse: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» Ante la grandeza, la inmensidad e infinitud de Dios, el hombre se siente minúsculo, insignificante. Humildad es andar en verdad, reconocer nuestra ridícula pequeñez ante la imponente e inimaginable magnitud de Dios.

Sin embargo, Dios se ha fijado en nosotros; nos ha creado a su imagen; por medio de Jesucristo nos declaró lo que para Él éramos: no siervos, sino amigos e hijos. ¿Qué es el hombre? Una insignificancia llamada por Dios al diálogo, a la alianza, a la relación de amor.

Nosotros, religiosos, lo hemos dejado todo para vivir plenamente nuestra filiación divina y constituir entre nosotros la fraternidad de los hijos e hijas de Dios. Así le damos melodía a este gran acompañamiento de toda la creación.

Oraciones sálmicas

Oración I: Oh Dios, admirable en tus obras, autor de prodigios; Tú has extendido sobre nosotros el cielo, admirable obra de tus dedos, y has desplegado tu acción en nuestra tierra para que tu majestad sea exaltada sobre los cielos; permítenos contemplar la admirable obra realizada en Cristo para que también nosotros te tributemos la alabanza y la gloria que mereces por los siglos de los siglos. Amén.

Oración II: Señor, dueño nuestro, que coronaste al hombre de dignidad y gloria para que dominara todo lo creado y sostuviste a tu Hijo, hecho poco inferior a los ángeles, para que fuera el invicto vencedor del mal; asiste a tu Iglesia en su batalla contra el mal, para que, cuando sea vencido el último de los enemigos, reciba de tus manos la corona inmarcesible del vencedor, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.

Oración III: Tu recuerdo, dueño nuestro, va de edad en edad, de generación en generación. Te damos gracias porque, recordando el juramento que juraste a nuestros padres, visitaste a María, tu esclava, y no permitiste que el Hijo de su seno experimentara la corrupción; que tu Hijo, Señor, se acuerde de nosotros en su reino, donde esperamos ser coronados de gloria y dignidad y alabar tu nombre admirable por los siglos de los siglos. Amén.

 

Comentario del Salmo 8

Por Maximiliano García Cordero

[La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Poder del nombre divino. Para Nácar-Colunga el título de este salmo es Bondad de Dios al someter al hombre toda la creación.–

El salmista contempla las maravillas de la creación: el cielo estrellado, el reflejo plateado de la luna, los animales al servicio del hombre, y las bocas de los tiernos infantes que, pendientes de los pechos de sus madres, proclaman la grandeza y providencia del Creador. Es como un comentario poético a la obra de la creación narrada en el cap. 1 del Génesis. El hombre es el representante de Dios en la obra de la creación. Todo ha sido creado al servicio del hombre, y éste al servicio de Dios, por estar hecho a «imagen y semejanza suya». El salmista, lejos de reconocer como divinidades a los astros y a la misteriosa transmisión de la vida, lo presenta todo como obra del único Dios del universo, que gobierna todas las cosas con «número, peso y medida» (Sab 11,21). El poeta, extasiado ante tanta grandeza cósmica, se admira de que el Creador omnipotente se preocupe de un ser tan insignificante como el hombre. Sin embargo, éste es el rey de la creación por llevar el sello de lo divino en su alma.

El himno se abre con una antífona (vv. 2-3), cantada sin duda por un coro general en los oficios litúrgicos: los cielos y la tierra proclaman la grandeza de su Ser personal. La gloria y magnificencia de Dios reflejada en los cielos y la tierra es tan manifiesta que hasta los mismos niños y aun los que mamanse dan cuenta de ello, dando así un argumento o prueba de su existencia a los adversarios y rebeldes que, confundidos ante este clamor universal, quedan reducidos al silencio. La expresión del salmista es hiperbólica, pero bien significativa para dar a entender la esplendorosa magnificencia de la obra de la creación, que a su vez es reflejo de la grandeza del Creador: hasta los niños de pecho se dan cuenta de ello. Fina ironía contra los esprits forts y autosuficientes de su tiempo, que cerraban los ojos a tanta grandeza. Jesús, al entrar triunfante en Jerusalén, recuerda este texto para confundir a los escribas y fariseos, que -obcecados por el orgullo y sus intereses personales- no sabían reconocer al Mesías, mientras lo proclamaban tal los niños de la calle (Mt 21,15-16).

En los vv. 4 y 5 el poeta se extasía ante la grandeza de los cielos en una noche estrellada, reflejo de la gloria y grandeza de Dios, que se asienta sobre los astros en los «cielos de los cielos», desde donde contempla a los hombres, pequeños como «langostas». Y, sin embargo, el Dios omnipotente, que dirige el curso de los astros como «Dios de los ejércitos» siderales, se acuerda del hombre, que es todo debilidad e inconsistencia.

Los vv. 6 y 7 cantan la grandeza del hombre frente al universo. A pesar de su pequeñez, Dios le ha asociado a su dominio sobre las criaturas, haciéndolo poco inferior a los ángeles. En Gén 1,26, el hagiógrafo pone en boca de Dios la siguiente afirmación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella». Dios, pues, creó al hombre como vicario suyo y representante por encima de todos los seres creados. En esto se funda su imagen y semejanza con el Creador, según la interpretación de los Padres griegos, aunque este poderío y semejanza con lo divino hay que buscarlo en su naturaleza racional, dotada de las facultades de dominio por excelencia, la inteligencia y la voluntad. Esta es la corona de gloria y dignidad por la que se acerca a lo divino. Como lugarteniente del mismo Dios en la creación, tiene el mando sobre todo lo creado, pues todo ha sido sometido bajo de sus pies. Esto indica la grandeza espiritual del hombre frente a todo, a pesar de su insignificancia corporal.

Los vv. 8 y 9 son una explicitación de la declaración anterior, una reiteración de la proclama solemne de Gén 1,28. Ante el despliegue grandioso de la Providencia divina sobre el hombre, rey de la creación, el salmista, en el v. 10, repite la antífona o estribillo con que se inició la composición.