Salmo 5: Señor, escucha mis palabras

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SALMO 5

2 Señor, escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos,
3 haz caso de mis gritos de auxilio,
Rey mío y Dios mío.

A ti te suplico, Señor;
4 por la mañana escucharás mi voz,
por la mañana te expongo mi causa,
y me quedo aguardando.

5 Tú no eres un Dios que ame la maldad,
ni el malvado es tu huésped,
6 ni el arrogante se mantiene en tu presencia.

Detestas a los malhechores,
7 destruyes a los mentirosos;
al hombre sanguinario y traicionero
lo aborrece el Señor.

8 Pero yo, por tu gran bondad,
entraré en tu casa,
me postraré ante tu templo santo
con toda reverencia.

9 Señor, guíame con tu justicia,
porque tengo enemigos;
alláname tu camino.

10 En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
mientras halagan con la lengua.

[11 Castígalos, oh Dios,
que fracasen sus planes;
expúlsalos por sus muchos crímenes,
porque se rebelan contra ti.]

12 Que se alegren los que se acogen a ti,
con júbilo eterno;
protégelos, para que se llenen de gozo
los que aman tu nombre.

13 Porque tú, Señor, bendices al justo,
y como un escudo lo rodea tu favor.

Catequesis de Juan Pablo II

30 de mayo de 2001

La confianza en nuestra heredad

1. «Por la mañana escucharás mi voz; por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando». Con estas palabras, el salmo 5 se presenta como una oración de la mañana y, por tanto, se sitúa muy bien en la liturgia de las Laudes, el canto de los fieles al inicio de la jornada. Sin embargo, el tono de fondo de esta súplica está marcado por la tensión y el ansia ante los peligros y las amarguras inminentes. Pero no pierde la confianza en Dios, que siempre está dispuesto a sostener a sus fieles para que no tropiecen en el camino de la vida.

«Nadie, salvo la Iglesia, posee esa confianza», dice san Jerónimo (PL 26,829). Y san Agustín, refiriéndose al título que se halla al inicio del salmo (v. 1), un título que en su versión latina reza: «Para aquella que recibe la herencia», explica: «Se trata, por consiguiente, de la Iglesia, que recibe en herencia la vida eterna por medio de nuestro Señor Jesucristo, de modo que posee a Dios mismo, se adhiere a él, y encuentra en él su felicidad, de acuerdo con lo que está escrito: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4)» (CCL 38,1,2-3).

El fiel ante la injusticia

2. Como acontece a menudo en los salmos de súplica dirigidos al Señor para que libre a los fieles del mal, son tres los personajes que entran en escena en este salmo. El primero es Dios (vv. 2-7), el Tú por excelencia del salmo, al que el orante se dirige con confianza. Frente a las pesadillas de una jornada dura y tal vez peligrosa, destaca una certeza. El Señor es un Dios coherente, riguroso en lo que respecta a la injusticia y ajeno a cualquier componenda con el mal: «Tú no eres un Dios que ame la maldad» (v. 5).

Una larga lista de personas malas -el malvado, el arrogante, el malhechor, el mentiroso, el sanguinario y el traicionero- desfila ante la mirada del Señor. Él es el Dios santo y justo, y está siempre de parte de quienes siguen los caminos de la verdad y del amor, mientras que se opone a quienes escogen «los senderos que llevan al reino de las sombras» (cf. Pr 2,18). Por eso el fiel no se siente solo y abandonado al afrontar la ciudad, penetrando en la sociedad y en el torbellino de las vicisitudes diarias.

El Señor allana el camino

3. En los versículos 8 y 9 de nuestra oración matutina, el segundo personaje, el orante, se presenta a sí mismo con un Yo, revelando que toda su persona está dedicada a Dios y a su «gran misericordia». Está seguro de que las puertas del templo, es decir, el lugar de la comunión y de la intimidad divina, cerradas para los impíos, están abiertas de par en par ante él. Él entra en el templo para gozar de la seguridad de la protección divina, mientras afuera el mal domina y celebra sus aparentes y efímeros triunfos.

La oración matutina en el templo proporciona al fiel una fortaleza interior que le permite afrontar un mundo a menudo hostil. El Señor mismo lo tomará de la mano y lo guiará por las sendas de la ciudad, más aún, le «allanará el camino», como dice el salmista con una imagen sencilla pero sugestiva. En el original hebreo, esta serena confianza se funda en dos términos (hésed y sedaqáh): «misericordia o fidelidad», por una parte, y «justicia o salvación», por otra. Son las palabras típicas para celebrar la alianza que une al Señor con su pueblo y con cada uno de sus fieles.

La maldad en el mundo

4. Por último, se perfila en el horizonte la oscura figura del tercer actor de este drama diario: son los enemigos, los malvados, que ya se habían insinuado en los versículos anteriores. Después del «Tú» de Dios y del «Yo» del orante, viene ahora un «Ellos» que alude a una masa hostil, símbolo del mal del mundo (vv. 10 y 11). Su fisonomía se presenta sobre la base de un elemento fundamental en la comunicación social: la palabra. Cuatro elementos -boca, corazón, garganta y lengua- expresan la radicalidad de la malicia que encierran sus opciones. En su boca no hay sinceridad, su corazón es siempre perverso, su garganta es un sepulcro abierto, que sólo quiere la muerte, y su lengua es seductora, pero «está llena de veneno mortífero» (St 3,8).

La bendición del justo

5. Después de este retrato crudo y realista del perverso que atenta contra el justo, el salmista invoca la condena divina en un versículo (v. 11), que la liturgia cristiana omite, queriendo así conformarse a la revelación neo-testamentaria del amor misericordioso, el cual ofrece incluso al malvado la posibilidad de conversión.

La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz (vv. 12-13), después del oscuro perfil del pecador que acaba de dibujar. Una gran serenidad y alegría embarga a quien es fiel al Señor. La jornada que se abre ahora ante el creyente, aun en medio de fatigas y ansias, resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que conoce a fondo el corazón y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: «Tú, Señor, bendices al justo y como un escudo lo rodea tu favor» (v. 13).

 

Comentario del Salmo 5

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

En este salmo ora un justo, injustamente perseguido. No sabemos cuándo se escribió. Tres coordenadas unifican el conjunto sálmico: El Dios justo es cobijo de los justos e intransigente con los malvados; la justicia divina se hace presente en el templo, hacia donde se encaminan los pasos del orante ya desde la aurora; finalmente, el proceso psicológico del orante, cuyos polos son los gritos de socorro y la súplica confiada.

En el salmo pueden distinguirse estas secciones: Súplica insistente:

«Señor, escucha mis palabras… y me quedo aguardando» (vv. 2-4). Reflexión sobre la actitud de Dios: «Tú no eres un Dios que ame… con toda reverencia» (vv. 5-8). Petición de ayuda para el justo: «Señor, guíame.., alláname tu camino» (v. 9). Petición de humillación para el impío: «En su boca no hay sinceridad… halagan con la lengua» (v. 10). Súplica por la comunidad: «Que se alegren… como un escudo lo rodea tu favor» (vv 12-13).

El tiempo del favor

La mañana, por oposición a la noche, es el tiempo propicio para que Dios obre la salvación. La gran liberación nocturna del éxodo, para los israelitas fue un gesto realizado en pleno día: «Para tus Santos -comenta la Sabiduría-, era plena luz» (Sab 18,1). El drama del primer viernes santo está rodeado de tinieblas (Jn 13,30), pero he aquí que «al despuntar el alba» irrumpe el mensajero angélico anunciando el triunfo de la Luz sobre las tinieblas, de la Vida sobre la muerte (Mt 28,3). Quien pertenece a Cristo, ya «no es de la noche» (1 Jn 5,5), sino que es «hijo del día» (Ef 5,8). Ha de deponer «las obras de las tinieblas» (Rm 13,12). De este modo, los creyentes anticipamos el día sin fin, en el que «ya no habrá noche» (Ap 21,25). En la mañana, tiempo de favor, acudamos a Dios.

El problema del mal

Hoy como ayer, el mal se pasea por el mundo y sigue cobrando sus víctimas. El mal, en sus variadas formas, continúa siendo el escándalo, origen de muchos «porqués»: ¿Por qué triunfan los injustos, los opresores, los sanguinarios, los mentirosos?… ¿Por qué consiente Dios estos desórdenes?… Quien ha experimentado a Dios sabe hacer del mal incluso motivo de súplica, cuyo exponente más elocuente y doloroso es el «porqué» de la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). De la cruz nace la firme convicción de que Dios nunca abandona a sus testigos. Fijos los ojos «en aquel que soportó la contradicción de parte de los pecadores» (Heb 12,3), queremos resistir al mal con el bien, sabedores de que el vencedor no sufrirá el daño de la muerte segunda.

La justicia divina, un escudo protector

Ciertamente que Dios distingue entre el inocente y el culpable, ¡y esto es justicia! El salmista espera sobre todo que Dios le muestre su rostro propicio y le conceda arrimo. La solidaridad personal entre el salmista y «su Dios» le obliga a fiarse y confiarse plenamente en Dios, el único fiel a su palabra. La justicia de Dios es fidelidad, misericordia, gracia…, que motivan la confianza. En los tiempos presentes, en los que Dios ha manifestado su justicia (Rm 3,25) y su fidelidad está marcada por el sí rotundo de Cristo (2 Cor 1,20), los cristianos podemos -con mayor razón que el salmista- acogernos a Él con júbilo eterno porque su favor nos rodea como un escudo.

Resonancias en la vida religiosa

Los que gritan a Dios en la amenaza: Hay momentos en que necesitamos la presencia de alguien que escuche las confidencias de nuestro corazón. No quisiéramos esperar. La mañana misma, tiempo de gracia, nos brinda la oportunidad. En esta mañana, Dios es nuestro confidente. Mas ¿qué nos inquieta ya al amanecer para lanzarle nuestros gritos de socorro?

El imperio de las tinieblas nos cerca y hasta busca solapadamente nuestra complicidad: el imperio de la arrogancia que destruye la igualdad cristiana en nuestra fraternidad, el ámbito de la maldad y malevolencia, que infiltra en nuestros actos un anónimo malestar, el mundo de la traición o la quiebra de nuestra fidelidad y confianza mutua, que desgarra el ambiente de sinceridad. Nuestra lengua puede ser el instrumento de un sepulcro abierto.

La comunidad está amenazada. A través de nuestros miembros el mundo de la perversión, de la mentira, de la arrogancia, ejerce un poder diabólico sobre nosotros. ¿No es éste motivo suficiente para gritar a nuestro Dios?

El no ama la maldad, derriba la arrogancia, destruye la mentira, hace fracasar con la muerte de Jesús cualquier intento prometéico del hombre. Por eso, Dios puede restaurarnos, guiarnos con su justicia, allanar el camino accidentado de nuestra comunidad. La protección del Señor nos debe llenar de gozo. Él expulsará todo aquello que nos destruya y aniquile.