Salmo 20: Señor, el rey se alegra por tu fuerza

2278

SALMO 20

2 Señor, el rey se alegra por tu fuerza,
¡y cuánto goza con tu victoria!
3 Le has concedido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.

4 Te adelantaste a bendecirlo con el éxito,
y has puesto en su cabeza una corona de oro fino.
5 Te pidió vida, y se la has concedido,
años que se prolongan sin término.

6 Tu victoria ha engrandecido su fama,
lo has vestido de honor y majestad.
7 Le concedes bendiciones incesantes,
lo colmas de gozo en tu presencia;
8 porque el rey confía en el Señor,
y con la gracia del Altísimo no fracasará.

14 Levántate, Señor, con tu fuerza,
y al son de instrumentos cantaremos tu poder.

Catequesis de Juan Pablo II

17 de marzo de 2004

Cómo se configura este salmo

1. En el salmo 20, la liturgia de las Vísperas ha recortado la parte que hemos escuchado ahora, omitiendo otra de carácter imprecatorio (cf. vv. 9-13). La parte conservada habla en pasado y en presente de los favores concedidos por Dios al rey, mientras que la parte omitida habla en futuro de la victoria del rey sobre sus enemigos.

El texto que es objeto de nuestra meditación (cf. vv. 2-8.14) pertenece al género de los salmos reales. Por tanto, en el centro se encuentra la obra de Dios en favor del soberano del pueblo judío representado quizá en el día solemne de su entronización. Al inicio (cf. v. 2) y al final (cf. v. 14) casi parece resonar una aclamación de toda la asamblea, mientras la parte central del himno tiene la tonalidad de un canto de acción de gracias, que el salmista dirige a Dios por los favores concedidos al rey: «Te adelantaste a bendecirlo con el éxito» (v. 4), «años que se prolongan sin término» (v. 5), «fama» (v. 6) y «gozo» (v. 7).

Es fácil intuir que a este canto -como ya había sucedido con los demás salmos reales del Salterio- se le atribuyó una nueva interpretación cuando desapareció la monarquía en Israel. Ya en el judaísmo se convirtió en un himno en honor del Rey-Mesías: así, se allanaba el camino a la interpretación cristológica, que es, precisamente, la que adopta la liturgia.

El esplendor del Rey

2. Pero demos primero una mirada al texto en su sentido original. Se respira una atmósfera gozosa y resuenan cantos, teniendo en cuenta la solemnidad del acontecimiento: «Señor, el rey se alegra por tu fuerza, ¡y cuánto goza con tu victoria! (…) Al son de instrumentos cantaremos tu poder» (vv. 2.14). A continuación, se refieren los dones de Dios al soberano: Dios le ha concedido el deseo de su corazón (cf. v. 3) y ha puesto en su cabeza una corona de oro (cf. v. 4). El esplendor del rey está vinculado a la luz divina que lo envuelve como un manto protector: «Lo has vestido de honor y majestad» (v. 6).

En el antiguo Oriente Próximo se consideraba que el rey estaba rodeado por un halo luminoso, que atestiguaba su participación en la esencia misma de la divinidad. Ciertamente, para la Biblia el soberano es considerado «hijo» de Dios (cf. Sal 2,7), pero sólo en sentido metafórico y adoptivo. Él, pues, debe ser el lugarteniente del Señor al tutelar la justicia. Precisamente con vistas a esta misión, Dios lo rodea de su luz benéfica y de su bendición.

La bendición en la tradición bíblica

3. La bendición es un tema relevante en este breve himno: «Te adelantaste a bendecirlo con el éxito… Le concedes bendiciones incesantes» (Sal 20,4.7). La bendición es signo de la presencia divina que obra en el rey, el cual se transforma así en un reflejo de la luz de Dios en medio de la humanidad.

La bendición, en la tradición bíblica, comprende también el don de la vida, que se derrama precisamente sobre el consagrado: «Te pidió vida, y se la has concedido, años que se prolongan sin término» (v. 5). También el profeta Natán había asegurado a David esta bendición, fuente de estabilidad, subsistencia y seguridad, y David había rezado así: «Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita» (2 S 7,29).

La presencia de Dios en medio de la humanidad

4. Al rezar este salmo, vemos perfilarse detrás del retrato del rey judío el rostro de Cristo, rey mesiánico. Él es «resplandor de la gloria» del Padre (Hb 1,3). Él es el Hijo en sentido pleno y, por tanto, la presencia perfecta de Dios en medio de la humanidad. Él es luz y vida, como proclama San Juan en el prólogo de su evangelio: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4).

En esta línea, san Ireneo, obispo de Lyón, comentando el salmo, aplicará el tema de la vida (cf. Sal 20,5) a la resurrección de Cristo: «¿Por qué motivo el salmista dice: «Te pidió vida», desde el momento en que Cristo estaba a punto de morir? El salmista anuncia, pues, su resurrección de entre los muertos y que él, resucitado de entre los muertos, es inmortal. En efecto, ha asumido la vida para resurgir, y largo espacio de tiempo en la eternidad para ser incorruptible» (Esposizione della predicazione apostolica, 72, Milán 1979, p. 519).

Basándose en esta certeza, también el cristiano cultiva dentro de sí la esperanza en el don de la vida eterna.

 

Comentario del Salmo 20

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El presente salmo nos indica dónde está la verdadera fuerza del rey. Su singular grandeza y poderío le vienen de Dios. El versículo último es la respuesta del pueblo reunido para festejar al rey, trátese de un salmo de acción de gracias o de una ceremonia de coronación regia. En el fondo, lo que se celebra y canta es la asistencia divina: Dios es el auténtico héroe, el único vencedor. Nuestro salmo, en consecuencia, es un «Tedéum».

Es cuestionable si este canto de acción de gracias es entonado por uno solo o por todo el coro. En el rezo comunitario pueden adoptarse ambas formas. Aunque para resaltar más el último versículo, que es sin duda un cántico colectivo y resumen del salmo, se puede rezar en coros alternos y unirse ambos coros en el versículo conclusivo: «Levántate, Señor, con tu fuerza, y al son de instrumentes cantaremos tu poder».

Una bendición universal

El monarca davídico condensa las bendiciones prometidas a los Padres. Una bendición que se expande por el pueblo, alcanza a otros pueblos y llega a la tierra maldita por el pecado del hombre. Todo está bajo el signo de la bendición, que es, ante todo, abundancia de vida y de bienestar. Ahora bien, esta bendición tiene su mejor exponente en el «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mt 21,9). Por ser la «descendencia», por la que hemos sido «bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales» (Ef 1,3), Cristo ha dejado su bendición a la Iglesia, donde suscita la bendición. El «don del Espíritu», tal es nuestra bendición. En realidad, Dios se ha adelantado a bendecirnos; por lo que ahora entonamos nuestra acción de gracias… por los siglos de los siglos.

La corona del vencedor

Si la entronización regia exigía la deposición de la corona sobre la cabeza real, o con ocasión de un triunfo se renovaba el ceremonial de entronización, lo cierto es que esa corona era efímera como la vida del rey. Sólo Jesús, que ha sido «coronado de gloria y de honor por haber padecido la muerte» (Hb 2,9), lleva sobre sus sienes una corona imperecedera de oro, porque el Resucitado «ya no muere, la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rm 6,9). Es la corona que tiene reservada al vencedor, que podrá comer del árbol de la vida, o sentarse con Cristo en el trono de los vencedores. A todos se nos ha prometido ese galardón, ya que hemos sido nombrados «herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él para ser con él glorificados» (Rm 8,17).

Nuestra fe es una confianza

El secreto de los éxitos regios está en la fe que celebra el salmo: «El rey confía en el Señor y con la gracia del Altísimo no fracasará». La confianza está en la base de toda fe, cuyo núcleo no es el asentimiento de verdades «abstrusas», sino una inmersión en el misterio de Dios, una entrega personal a Dios. Semejante aventura sería insensata si Dios no hubiera mostrado antes su rostro benevolente. Pero ahí está la historia santa: desde el éxodo fundamento de la confianza de Israel, hasta el gran gesto de la gracia divina, la nueva Pascua. Este hecho insólito «lleva a su perfección la fe», puesto que ahora más que nunca es posible una confianza absoluta en el que puede salvar de la muerte. Recemos este salmo «fijos los ojos en Jesús, que inicia y consuma la fe» (Hb 12,2).

Resonancias en la vida religiosa

Obediencia liberadora: «Pueblo de Reyes», somos los con-vocados por Dios en Cristo. Y parecería ridículo, pues justamente nosotros estamos vinculados y comprometidos con un voto de obediencia. Aparecemos ante la gente como un grupo de esclavos, sometidos por solidaridad y amor a otras esclavitudes. Pero ¿de dónde nos nace la libertad regia? ¿Quién ha roto nuestras cadenas?

Nadie las ha roto; nuestro humilde empequeñecimiento ha impedido que las cadenas nos oprimieran; se nos han quedado grandes e inutilizadas para cumplir su misión. ¿Con qué se puede oprimir lo más pequeño? El sometimiento y la humildad de la cruz y la pequeñez de la pobreza nos liberan de nuestras cadenas. Dios ha puesto en nuestra cabeza una «corona de oro fino», nos ha regalado con la libertad de los hijos de Dios. Seguimos las huellas de Jesús, el Hijo, el Rey, cuya vida se prolonga sin término. Si él resucitó, también nosotros resucitaremos y seremos colmados de gozo en la presencia del Señor.

Nadie puede arrebatarnos la libertad definitiva del Espíritu, que Dios ha concedido a nuestra pequeñez. Nuestra obediencia es aceptación de la cruz liberadora. ¡El poder de Dios se manifiesta en la debilidad!

Oraciones sálmicas

Oración I: Dios Padre nuestro, que te adelantaste a bendecir a tu Hijo con el éxito, colmándole del gozo de tu presencia, e hiciste de él fuente de bendición para todos los hombres; bendice a tu Iglesia ahora y por siempre para que pueda gozarse con tu victoria y al son de instrumentos cante tu poder. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Señor, Tú que has puesto sobre la cabeza de tu Cristo una corona de oro fino y lo has vestido de honor y majestad, al concederle una vida sin término, mira propicio a los coherederos de tu Hijo, y mantenlos firmes en el combate; de suerte que un día sean proclamados vencedores y puedan acercarse al árbol de la vida. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Levántate, Señor, con tu fuerza y protege a tu Iglesia con protección continua; adéntranos en tu misteriosa presencia, y mantennos de tal suerte en ella, que no fracasemos nunca jamás, porque nosotros confiamos en Ti, Señor Dios, salvador de la muerte. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 20

Por Maximiliano García Cordero

 

Este salmo es lógica continuación del anterior. El tono deprecativo es sustituido por el de acción de gracias por el auxilio prestado al rey. Ahora aparece el rey en el templo ofreciendo sacrificios a Dios por la victoria conseguida.

Podemos distinguir dos partes en la composición salmódica: a) en la primera se felicita al rey por la victoria conseguida contra los enemigos del pueblo de Yahvé (vv. 2-8); b) en la segunda (vv. 9-14) se auguran nuevos triunfos sobre los enemigos en las futuras expediciones militares. En la mentalidad teocrática de Israel, el rey representaba a Dios, y por eso los poetas áulicos recargaban sus epítetos entusiastas en favor del que sintetizaba las esperanzas nacionales. Las victorias de Israel eran las victorias de Yahvé. En torno a esta idea surgió una literatura cortesana, de la que encontramos muchos ejemplos en el Salterio. El salmista escenifica en nuestro salmo las explosiones de júbilo y la esperanza de la asamblea israelita, reunida con motivo de una fiesta en torno a su rey.

Acción de gracias por las victorias obtenidas (vv. 1-8). En el salmo anterior se pedía protección para el rey que salía en campaña; ahora, al volver victorioso, se dan gracias a Dios por el triunfo. La petición de sus labios (v. 3) era, sin duda, la súplica de victoria expresada en el salmo anterior, pero incluye también sus deseos de verse coronado y agasajado de su pueblo y colmado de días. Las expresiones son hiperbólicas y enfáticas, y así, para indicar una larga duración de su reinado, el poeta habla de años que se prolongan sin término. Los poetas de corte siempre se han distinguido por la tendencia a halagar al rey. Aquí el salmista considera al soberano como representante de los intereses de Yahvé, y por eso desea que continúe en su trono, que es símbolo de la protección que Dios otorga a su pueblo. En las promesas de la Ley mosaica se anunciaba larga vida para los que fueran fieles a Dios. Aquí el salmista se hace eco de ellas, y espera que el rey -fiel a la Ley- tenga una larga vida, colmada de bendiciones. La vida del rey se desarrollará alegre ante la faz de Yahvé, es decir, en íntima comunión espiritual de afectos, lo que para el salmista constituye la mayor felicidad en esta vida. La amistad con Dios trae protección y bendiciones de toda índole. Gracias al favor del Altísimo, el soberano continuará seguro e inconmovible en su trono para bien de él y de su pueblo.

Deseos de victoria total sobre los enemigos (vv. 9-14). Adviértase que la liturgia de las Vísperas omite los vv. 9-13, de carácter imprecatorio.

La victoria obtenida es una prenda de otras que traerán la exterminación definitiva de los enemigos. Las expresiones del salmista se vuelven duras y escalofriantes, conforme a la ruda mentalidad del AT. En realidad, para él los enemigos del rey son los enemigos de la causa de Dios. Llevado de su arrebato patriótico y de su celo por la gloria de Yahvé, el poeta desea el exterminio total de los enemigos que constantemente conspiran contra los intereses del pueblo de Dios. Las frases son radicales y han de ser entendidas teniendo en cuenta el arranque oratorio del poeta y la mentalidad extremista de los orientales.

El día en que te muestres (v. 10) es el día de su manifestación airada contra los enemigos de Israel. Era el día del triunfo del propio Yahvé; por eso el salmista le pide que se manifieste y ensalce, mostrando su fortaleza. Las victorias de los israelitas eran un motivo de admiración hacia su Dios de parte de las poblaciones gentiles; por eso, otorgar el triunfo al pueblo de Israel era ensalzarse a sí mismo, mostrando su poder y justicia. Sus proezas o victorias sobre los enemigos de Israel serán así ocasión de ser celebradas por el pueblo elegido, que verá en Él su escudo y protección. Por este aire de triunfo general sobre los enemigos, la tradición rabínica ha querido ver aquí a la persona del Mesías vencedor de todos los enemigos de Israel. En la tradición cristiana, algunos Padres le han dado este sentido; pero el contexto no favorece la interpretación mesiánica, ya que las frases del salmista pueden explicarse como explosión entusiasta en favor del rey en un momento solemne de su vida, como el día de la coronación o al volver triunfante de una campaña militar.