Salmo 26 II: Escúchame, Señor, que te llamo

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SALMO 26 II

7 Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.

8 Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
9 no me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación.

10 Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.

11 Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.

12 No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
que respiran violencia.

13 Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.

14 Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.

Catequesis de Juan Pablo II

28 de abril de 2004

Los contenidos del salmo 26

1. La liturgia de las Vísperas ha subdividido en dos partes el salmo 26, siguiendo la estructura misma del texto, que se asemeja a un díptico. Acabamos de proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7-14 del salmo, que comienzan con un grito dirigido al Señor: «Escúchame, Señor, que te llamo» (v. 7); luego expresan una intensa búsqueda del Señor, con el temor doloroso a ser abandonado por él (cf. vv. 8-9); y, por último, trazan ante nuestros ojos un horizonte dramático donde fallan incluso los afectos familiares (cf. v. 10), mientras actúan «enemigos» (v. 11), «adversarios» y «testigos falsos» (v. 12).

Pero también ahora, como en la primera parte del salmo, el elemento decisivo es la confianza del orante en el Señor, que salva en la prueba y sostiene durante la tempestad. Es muy bella, al respecto, la invitación que el salmista se dirige a sí mismo al final: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14; cf. Sal 41,6.12 y 42,5).

También en otros salmos era viva la certeza de que el Señor da fortaleza y esperanza: «El Señor guarda a sus leales y paga con creces [da su merecido] a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor» (Sal 30,24-25). Y ya el profeta Oseas exhorta así a Israel: «Observa el amor y el derecho, y espera en tu Dios siempre» (Os 12,7).

El enemigo de nuestra vida espiritual

2. Ahora nos limitamos a poner de relieve tres elementos simbólicos de gran intensidad espiritual. El primero es negativo: la pesadilla de los enemigos (cf. Sal 26,12). Son descritos como una fiera que «cerca» a su presa y luego, de modo más directo, como «testigos falsos» que parecen respirar violencia, precisamente como las fieras ante sus víctimas.

Así pues, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene a Satanás por guía e inspirador, como recuerda san Pedro: «Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 P 5,8).

La bendición en la tradición bíblica

3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar de verse abandonado hasta por sus padres: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 26,10).

Incluso en la soledad y en la pérdida de los afectos más entrañables, el orante nunca está totalmente solo, porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento va a un célebre pasaje del profeta Isaías, que atribuye a Dios sentimientos de mayor compasión y ternura que los de una madre: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15).

A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas por todos, a las que nadie hará nunca una caricia, recordémosles estas palabras del salmista y del profeta, para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con amor su rostro sufriente y tal vez bañado en lágrimas.

Buscar el rostro del Señor

4. Así llegamos al tercer símbolo -y último-, reiterado varias veces por el salmo: «Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (vv. 8-9). Por tanto, el rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible: la de poder «gozar de la dicha del Señor» (v. 13).

En el lenguaje de los salmos, a menudo «buscar el rostro del Señor» es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión incluye también la exigencia mística de la intimidad divina mediante la oración. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (cf. Ex 33,20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- «lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Y san Pablo añade: «Entonces lo veremos cara a cara» (1 Co 13,12).

Comentario de Orígenes

5. Comentando este salmo, Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá sin velos la gloria del Señor y, hecho igual a los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281). Y san Agustín, en su comentario a los salmos, continúa así la oración del salmista: «No he buscado de ti ningún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. «Tu rostro buscaré, Señor». Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; en efecto, no buscaré algo de poco valor, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, dado que no encuentro nada más valioso. (…) «No rechaces con ira a tu siervo», para que, al buscarte, no encuentre otra cosa. ¿Puede haber una tristeza más grande que esta para quien ama y busca la verdad de tu rostro?» (Esposizioni sui Salmi, 26, 1, 8-9, Roma 1967, pp. 355. 357).

 

Comentario del Salmo 26 II

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Aparentemente el salmo 26 agrupa dos piezas diversas: la primera celebra la confianza del salmista en Dios (vv. 1-6), mientras que la segunda es una lamentación (vv. 7-12). Ambas se cierran con la certeza del orante y con un oráculo sacerdotal (vv. 13-14). Pero las dos/tres virtuales composiciones han sido transmitidas unitariamente. Hay que explicar la unidad. Buena hipótesis la presentada por H. Schmidt y recogida por J. H. Kraus. El orante es un perseguido injustamente (vv. 2 y 12) que se encuentra lejos de Jerusalén. Su confianza afirmada (vv. 1-6) se quiebra al llegar al templo; lo que motiva una oración de lamentación (vv. 7-12); al final de la misma se columbra nuevamente la esperanza (v. 13), confirmada por la respuesta divina en forma de oráculo (v. 14). La unidad, por consiguiente, se explica desde la persona del orante y desde su situación.

En la celebración comunitaria, todo el salmo puede ser recitado por un solo salmista.

Pero, si se quiere dar más vivacidad, conservando la nota personal del salmo, podría rezarse del siguiente modo:

Salmista 1.º, Introducción a la plegaria: «Escúchanos, Señor… tu rostro buscaré Señor» (vv. 7-8).

Asamblea, Respuesta con una antífona de confianza: «Protégeme Dios mío me refugio en ti», u otra semejante.

Salmista 2.º, Súplica negativa: «No me escondas tu rostro… el Señor me recogerá» (vv. 9-10).

Asamblea, Repetición de la misma antífona.

Salmista 3.º, Súplica positiva: «Señor, enséñame… en el país de la vida» (vv. 11-13).

Asamblea, Repite la antífona.

Presidente, Oráculo para el suplicante: «Espera en el Señor… espera en el Señor» (v. 14).

Buscad mi rostro

Junto con el salmista, muchos hombres de todos los tiempos han oído y siguen oyendo una invitación profunda y desconocida: «Buscad mi rostro». Es el deseo eterno del hombre que, como Moisés, quiere fijar su mirada en la de Dios aun sabiendo que es «incomprensible» y que ningún hombre puede verlo sin morir (Ex 33,20). Sólo cuando Dios acercó su rostro a los hombres, éstos le vieron, lo contemplaron y sus manos lo tocaron. Ahora, abierto el camino hacia el santuario, el cristiano podrá satisfacer su anhelante inquietud del «nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti»: si ahora vemos como en un espejo y de forma confusa, después veremos cara a cara.

Un amor paternal

El Dios de Israel es protector de los desheredados: de pobres, huérfanos y viudas. Una madre puede olvidarse del hijo de sus entrañas (Is 49,15); a Dios, por el contrario, se le conmueven las entrañas por Efraín: ¡Es un hijo tan querido, o un niño tan mimado…! En su inmenso amor escuchó los gritos de angustia y vio las lágrimas de su Hijo, su único y amado Hijo Jesús. Es el mismo amor que muestra al hijo que retorna a casa, a quien besa efusivamente, o el que susurra en el interior de cada creyente el inefable nombre de «Abba». Dios no puede abandonar a quienes de esta forma ama: «Si cuando éramos enemigos fuimos, reconciliados por Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!» (Rm 5,10). En verdad, el Señor nos acogerá.

La esperanza no quedará confundida

El salmista ha afirmado su confianza y en ella ha enraizado su fe. Desde aquí se despliega hacia un futuro de esperanza, que comienza a ser formulado como esperanza en la resurrección. Se inicia lo que será el drama de la esperanza cristiana: los triunfos aparentes dél mal pueden fatigar la esperanza. Pero cuando sabemos que Dios ha depositado en nosotros las arras de la herencia futura, nuestra esperanza no puede fallar. El Dios invisible combate y reina al lado de los suyos. Podemos gloriarnos «hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5,3). Mientras así nos comportamos, oramos con la Iglesia de los primeros días: «Marana tha», ¡Ven, Señor, Jesús!, dando cauce al deseo ardiente de un amor que hambrea la presencia de Dios.

Resonancias en la vida religiosa

La Palabra que ilumina nuestro destino: La Palabra del Padre, aquella misma que inició nuestra vocación, sigue resonando insistentemente en nuestro corazón: «Buscad mi rostro». La oscuridad no puede durar eternamente; Dios Padre no puede abandonar a sus hijos, ni permitir que nos perdamos en los laberintos diabólicos de la existencia; no nos puede entregar definitivamente al poder de las tinieblas. Jesús, después de aquella tribulación fue escuchado, hijo y todo como era. Se convirtió en luz, vida, camino, destino del hombre.

Escuchemos la Palabra. Que ella nos guíe por la senda llana; que ilumine nuestro camino; que nos anticipe el gozo del Señor. ¡Seamos valientes y animosos en la espera!

Oraciones sálmicas

Oración I: Oh Dios, que has puesto en nuestro corazón el desasosegado deseo de buscarte, no escondas tu rostro a quienes manifestaste tu gloria en el rostro de Cristo; antes ten piedad de nosotros y respóndenos para que viéndote ahora fugazmente, podamos contemplarte un día cara a cara cuando Tú sacies el deseo de nuestro corazón. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Padre nuestro del cielo: Tú has querido que nos llamáramos y fuéramos hijos tuyos. Muestra con nosotros tu ternura de Padre; no nos deseches ni abandones, que Tú eres nuestro auxilio, el Dios de nuestra salvación; así, aunque se levanten contra nosotros testigos falsos que respiran violencia, encontraremos la dicha de tu acogida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Esperamos en ti, Señor, porque por medio de tu Hijo has depositado en nosotros tu Santo Espíritu, primicia de la herencia eterna; te pedimos que la esperanza nos ayude a afrontar el duro combate diario de la fe. Agranda nuestro ánimo, robustece nuestra valentía, que nosotros esperamos gozar de tu dicha en el país de la vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 26 II

Por Maximiliano García Cordero

El Salmo 26 tiene dos partes bien definidas: a) confianza y alegría del justo por haber triunfado de los enemigos (vv. 1-6); b) súplica a Yahvé para que tenga piedad de él por sentirse abandonado y calumniado (vv. 7-14). La situación psicológica del salmista, pues, en ambas partes es diversa; por eso el problema que se plantea desde el punto de vista crítico es si nos hallamos ante dos salmos yuxtapuestos por razones prácticas litúrgicas o ante un salmo con dos partes totalmente diversas. La opinión más probable es la primera.

Súplica de auxilio (vv. 7-10). A partir del v. 7, el tono del salmo cambia bruscamente, y el acento de seguridad y de paz es sustituido por otro en el que predomina la ansiosa inseguridad y la súplica de salvación de un peligro concreto. Esto arguye una nueva composición salmódica escrita en diferentes circunstancias históricas. El salmista, en una situación de abandono general, se dirige a su Dios, siguiendo los impulsos ciegos y certeros de su corazón, que le dicen: busca su faz, es decir, la manifestación benevolente del que tiene todo poder. A esta invitación ciega del corazón lacerado responde el salmista con decisión: tu rostro buscaré (v. 8). Por eso pide ansiosamente a Yahvé que responda a esta búsqueda de su faz o protección: no me escondas tu rostro. En el lenguaje bíblico sapiencial, «buscar la faz de Yahvé» equivale a suspirar por su protección, y, al contrario, «ocultar su faz» equivale a negar el auxilio pedido. Esta idea es explicitada en la declaración siguiente del salmista: No rechaces con ira a tu siervo (v. 9b), y tres veces repite lo mismo. Yahvé ha sido para él siempre su Salvador, y, por tanto, no le puede abandonar en este momento de peligro. Tiene tal fe y confianza en su ayuda, que la considera más segura que la solicitud que por él habrían de manifestar sus padres. Probablemente, la frase si mi padre y mi madre me abandonan… era un proverbio, utilizado aquí para mostrar que la vinculación de Yahvé con los justos es más fuerte que la basada en las mismas leyes del instinto paternal y maternal.

Confianza en la protección divina (vv. 11-14). El salmista, después de manifestar su total confianza en su Dios Salvador, pide ansiosamente conocer sus caminos, que son la senda llana que lleva a su protección (v. 11). Los enemigos son muchos y le acechan constantemente; y por ello necesita que se le señale su ruta clara para no desviarse de los preceptos divinos, lo que le atraería la aversión divina, y, por tanto, la desgracia ante sus enemigos, que espían sus debilidades y defecciones. Consciente del peligro, pide que su camino sea por lugares llanos y abiertos, no por encrucijadas llenas de salteadores, pues sus adversarios conspiran y se confabulan contra él con falsos testigos (v. 12) y respiran violencia contra él. Están ansiosos de hacerle desaparecer. Pero está seguro de su causa justa y de la protección divina, y por eso espera contemplar la bondad de Yahvé, es decir, gozar de la dicha del Señor, recibir el auxilio benevolente de su Protector, y esto le fuerza para continuar viviendo. En sus perspectivas no hay esperanza de retribución en el más allá, sino que aspira a recibir de su Dios el premio a su virtud en la tierra de los vivientes, en el país de la vida, en la vida actual, en oposición a la de los muertos de la región subterránea del seol, una especie de infierno.

El v. 14 es una exhortación a la confianza en Yahvé y parece una adición para el uso litúrgico, para animar a los que sufren a tener confianza en Dios, como la tuvo el propio salmista.