Salmo 50: Misericordia, Dios mío, por tu bondad

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SALMO 50

3 Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4 lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

5 Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6 contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7 Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

8 Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9 Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

10 Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

12 Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13 no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

16 Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17 Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

18 Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19 Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

20 Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21 entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

Catequesis de Juan Pablo II

24 de octubre de 2001

Origen del Salmo 50

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50,1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del «corazón nuevo» y del «Espíritu» de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31-34; Ez 11,19; 36,24-28).

La triste realidad del pecado

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

El pecado como aberración, desviación y rebeldía

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente «no dar en el blanco»: el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.

El segundo término hebreo es ‘awôn, que remite a la imagen de «torcer», «doblar». Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: «¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!» (Is 5,20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un «regreso» (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.

La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

La acción renovarodar de Dios

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: «Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (…) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo: «No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos». Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad» (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).

La consciencia del pecado

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: «Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (v. 6).

Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).

Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que «borra, lava y limpia» al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). «Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón… El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba». (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor Faustina, Roma 1981, p. 271).

 

8 de mayo de 2002

Estructura del salmo 50

1. El viernes de cada semana en la liturgia de las Laudes se reza el salmo 50, el Miserere, el salmo penitencial más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al Dios misericordioso, compuesto por un pecador arrepentido. En una catequesis anterior ya hemos presentado el marco general de esta gran plegaria. Ante todo se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (cf. vv. 12-21).

En esta catequesis haremos algunas consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en algunos aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda proclamación divina del Sinaí, que es casi el retrato del Dios cantado por el Miserere: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7).

Reconocimiento del propio pecado

2. La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta Isaías- «blancos como la nieve» y «como la lana» los pecados, en sí mismos «como la grana», «rojos como la púrpura» (cf. Is 1,18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: «Reconozco mi culpa (…). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,5-6).

Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel «reconocer», un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: «Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: «Tengo siempre presente mi pecado». En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón: «no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados» (Sal 37,4)… Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: «no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados»» (Homilía sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.

El pecado lesiona nuestra relación con Dios

3. En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y «psicológica», sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. «Contra ti, contra ti solo pequé» (Sal 50,6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sam 11-12).

Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y «confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas», es decir, «llamando bien al mal y mal al bien» (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti» (Lc 15,21).

El pecado en la naturaleza humana

4. En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original: «Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original.

En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

5. Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación.

Como tendremos ocasión de descubrir más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación.

En efecto, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3,5-6).

 

4 de diciembre de 2002

La vida del espíritu

1. Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebre Miserere. Ya lo hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora consideraremos en especial una sección de esta grandiosa imploración de perdón: los versículos 12-16.

Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra «espíritu», invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme; (…) no me quites tu santo espíritu; (…) afiánzame con espíritu generoso» (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una «epíclesis», es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.

El Espíritu en los santos padres

2. Los Padres de la Iglesia ven en el «espíritu» invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo «que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» (El Espíritu Santo I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95). Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo Spirito Santo, Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22, Roma 1993, p. 117 s).

También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan» (Apología del profeta David a Teodosio Augusto, 15, 72: SAEMO 5, p. 129)

El Espíritu que renueva

3. Con esta triple mención del «espíritu», el salmo 50, después de describir en los versículos anteriores la prisión oscura de la culpa, se abre a la región luminosa de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva creación: del mismo modo que en los orígenes Dios insufló su espíritu en la materia y dio origen a la persona humana (cf. Gn 2,7), así ahora el mismo Espíritu divino crea de nuevo (cf. Sal 50,12), renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la salvación (cf. v. 14). El hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana» (Sal 142,10).

Testigos de la misericordia

4. Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios «enseñar a los malvados los caminos» del bien (cf. Sal 50,15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.

Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.

La justicia como rehabilitación

5. Por última vez, el orante mira hacia su pasado oscuro y clama a Dios: «¡Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío!» (v. 16). La «sangre», a la que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión, puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que había sido objeto de la pasión del soberano. En sentido más general, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Pero ahora los labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor.

Y el pasaje del salmo 50 que hemos comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia» aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción punitiva de Dios con respecto al mal; más bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3,26). Dios no se complace en la muerte del malvado, sino en que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18,23).

 

30 de Julio de 2003

La esperanza desde nuestra condición caída

1. Esta es la cuarta vez que, durante nuestras reflexiones sobre la Liturgia de Laudes, escuchamos la proclamación del salmo 50, el célebre Miserere, pues se propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, «ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (Sal 142,2). En el libro de Job se lee: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Jb 25,4-6).

Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios puede «borrar, lavar y limpiar» la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2-3). Dice el Señor por boca de Isaías: «Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán» (Is 1,18).

Humilde alabanza de la misericordia de Dios

2. Esta vez reflexionaremos brevemente en el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17).

El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1,10-17; Am 5,21-25; Os 6,6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8,21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el «corazón quebrantado y humillado» (Sal 50,19).

La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista: «La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso… Allí se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52, 4).

El pecado necesita de la mediación

3. El salmo concluye de modo inesperado con una perspectiva completamente diversa, que parece incluso contradictoria (cf. vv. 20-21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una oración por la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, varios siglos después. Por otra parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las inmolaciones de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el Señor aceptará esas inmolaciones.

Es evidente que este pasaje final es una añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna manera, quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo davídico. Y lo hace en dos puntos: por una parte, no se quería que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario pensar también en la triste situación de toda la ciudad. Por otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios rituales; ese rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah. Quien completó el salmo tuvo una intuición acertada: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de una mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí mismos; no bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido pleno de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo llevó a cabo una mediación sacrificial perfecta.

El espíritu contrito y el holocausto

4. En sus Homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de perspectiva que existe entre los versículos 19 y 21 del Miserere. Propone una interpretación que también nosotros podemos aceptar, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo.

He aquí las palabras de ese gran Pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una que vive en el tiempo y la otra que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y la otra que recibe como recompensa en el cielo; una con la que hace méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y en ambas vidas ofrece el sacrificio: aquí, el sacrificio de la compunción, y en el cielo, el sacrificio de la alabanza. Del primer sacrificio se dice: «Mi sacrificio es un espíritu quebrantado» (Sal 50,19); del segundo está escrito: «Entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Sal 50,21). (…) En ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. En el cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él, en la alabanza sin fin» (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p. 271).

 

Comentario del Salmo 50

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 50 quizá sea la oración de un hijo natural, adulterino, o fruto de los matrimonios mixtos denunciados por Esdras y Nehemías. Quien aquí ora no puede pertenecer a la «asamblea de Israel» en la que desearía entrar por encima de todo. Aunque tenga siempre presente su pecado (su manchada procedencia, que hoy podríamos denominar «complejo»), posee la íntima confianza de que Dios puede crear en él algo nuevo. Si esta procedencia del salmo es posible, no es menos cierto que la tradición eclesial ha hecho de él un salmo eminentemente penitencial. Cuantos sentimos el peso del pecado podemos rezar el «miserere», porque los sentimientos del pecador arrepentido y la correlativa acción de Dios adquieren en este salmo un lenguaje universal.

Dado el carácter intimista del salmo, en la celebración comunitaria podría rezarse con pausa por distintas personas, teniendo en cuenta las etapas sucesivas del mismo: Recurso a la misericordia de Dios: «Misericordia… limpia mi pecado» (vv. 2-4). Reconocimiento y confesión del pecado: «Pues yo reconozco… me inculcas sabiduría» (vv. 5-8). Petición para ser purificado: «Rocíame con el hisopo… borra en mí toda culpa» (vv. 9-11). Petición para obtener un espíritu nuevo: «Oh Dios… con espíritu generoso» (vv. 12-14). Promesas y reflexiones sobre el verdadero sacrificio: «Enseñaré a los malvados… Tú no lo desprecias» (vv. 15-19). Intercesión en favor de Sión: «Señor, por tu bondad… se inmolarán novillos» (vv. 20-21).

«La entrañable misericordia de nuestro Dios»

El Dios que preside este salmo, a quien se dirige el orante, no está impasible en su aislado cielo. Se conmueven sus «entrañas», sede de su inmensa compasión, porque el Dios de Israel es «clemente y gracioso». Hasta tal límite ha llegado su misericordia entrañable, que por ella nos visitó «el Sol que nace de lo alto» (Lc 1,78). Jesús es una nueva Luz que ha iluminado con nuevos destellos la hondura de la compasión divina: no sólo fue capaz de sentir el movimiento visceral de la misericordia, sino que enaltecido al rango de «Señor», se compadece de cuantos son tentados. Acerquémonos a este trono de gracia para que encontremos misericordia y seamos socorridos en el tiempo oportuno.

El abismo del pecado

El salmo describe el reino del pecado sin mencionar ni una vez a Dios (vv. 4-5). El pecado es una marcha aberrante fuera de la ruta, una contorsión de la voluntad divina, una erradicación del suelo nutricio que es Dios. Una vez descrito el pecado, aparece en seguida el polo divino: «Contra ti, contra ti sólo pequé» (v. 6). Al levantarse contra Dios, el hombre ha pretendido ponerse en el puesto divino. ¡Una vida condenada al fracaso! ¿Quién pondrá un freno a la estrepitosa caída del hombre? «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» En efecto, el Hijo, tomando una carne de pecado, vivió como un hombre cualquiera, pero sin que el pecado tuviera nada que ver con él. Por eso, «en orden al pecado, Dios condenó al pecado de la carne» (Rm 8,3). ¡Sus heridas nos han curado! Podemos enderezar nuestro camino y afincarnos en una ubérrima tierra de crecimiento: la obediencia a Dios. Nuestra meta es tomar parte en la herencia de los santos. Mientras llegamos al final de la carrera, saquemos la cabeza por encima de las aguas negras del pecado.

«Los purificaré de toda culpa»

Si los sustantivos que describen el pecado son abundantes, no lo son menos los verbos que en imperativo piden la acción de Dios: «borra mi culpa», «lava mi delito», «limpia mi pecado». Sólo Dios puede realizar eficazmente estas acciones. Así como ni el etíope muda la color, ni el leopardo las manchas de la piel, los avezados a hacer el mal tampoco pueden hacer el bien (Jr 13,23). Pero Dios cura, salva y hace volver. Dios ha intervenido ya cuando borró en la cruz el escrito de nuestra acusación. Ahora sí, podemos blanquearnos en la sangre del Cordero, aunque nuestros pecados sean rojos como el bermellón. Así nos preparamos para las bodas definitivas de la Iglesia santa, sin mancha ni arruga.

«Os infundiré mi espíritu y viviréis»

Si el orante, como suponemos, es «pecador» desde antes de su nacimiento (v. 7), se impone una actuación profunda de Dios, una acción creadora: «Crea en mí un corazón puro, rocíame por dentro con espíritu firme» (v. 12): un espíritu santo que introduzca al orante en la santidad de Dios (en su templo); un espíritu magnánimo por encima de la estrechez humana (v. 14). Es el mismo espíritu prometido por Jeremías y Ezequiel, y relacionado con la nueva alianza. Cuando Dios firmó esta alianza con el hombre, en virtud de la sangre de Cristo, el Espíritu de Vida fue infundido en la nueva creación (Jn 19,39). La actividad del Espíritu ha inoculado ansias nuevas en todo lo creado, y nosotros mismos «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8,23). ¡Dios puede hacer de nosotros algo inmensamente maravilloso e inefable!

Cantaré eternamente las misericordias del Señor

El Dios santo hace brillar su santidad sobre el hombre. ¿Quién no se estremecerá, si somos pecado? La presencia de Dios, en efecto, hace pasar al hombre de la muerte a la vida. Es una auténtica acción judicial de la que el hombre sale «justificado», salvado. Para ello, el juicio de Dios hizo a Cristo solidario de los hombres hasta las últimas consecuencias: él fue «maldito de Dios» por haber perecido colgado del madero (Ga 3,13) para que nosotros viviéramos para la justicia. Cristo es nuestra justicia. Su proceso de muerte se repite en la penitencia cristiana, en la que morimos al pecado y vivimos para Dios. ¿Cómo no cantar eternamente las misericordias del Señor que nos hace pasar de la muerte a la vida? Con esta actitud rezamos el «Miserere».

«He aquí que vengo a hacer tu voluntad»

El orante no ha sido admitido en la asamblea litúrgica de Israel. Por el profetismo sabe que Dios prefiere la obediencia a los holocaustos. El sacrificio del salmista será un corazón quebrantado y humillado (v. 19). Es la norma que repite el Nuevo Testamento: Quien «haga la voluntad de mi Padre celestial» entrará en el Reino de los cielos. Así es como se comportó Jesús, fiel a la voluntad de Padre, aunque le costara la vida. «En virtud de esta voluntad y merced a la oblación del cuerpo de Cristo somos santificados» (Hb 10,10). Pleguémonos a la voluntad de Dios, tal como rezamos en el Padrenuestro.

Ningún resentimiento

¡He aquí a un sincero y marginado yahwista! Ha comprendido que su Dios es más amplio que el estrecho espíritu de su pueblo. En consecuencia, el orante se abre hacia todos los pueblos: «Enseñaré a los malvados tus caminos» (v. 15), y en su oración se acuerda del pueblo que no le daba cabida: «Por tu bondad, Señor, favorece a Sión… » (v. 20). Los sacrificios recobran su sentido porque en ellos se puede vaciar la integridad del hombre. Afirmada la absoluta y definitiva validez del sacrificio de Cristo, también el sacrificio cristiano está centrado. ¿No hemos de abrir ahora nuestro espíritu y confesar que «todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»? (Rm 8,14). Pidamos una profunda renovación para la Iglesia, y un espíritu amplio, generoso.

Resonancias en la vida religiosa

¡Cómplices en la muerte de Jesús!: El viernes recordamos el atentado más grave de nuestra historia contra el Reino de Dios: la muerte de Jesús en cruz. Este recuerdo imborrable en la mente de la Iglesia determina el carácter penitencial de este día.

El salmo 50, recitado en esta clave, adquiere una gravedad inaudita: es la expresión del reconocimiento humilde de nuestra complicidad en la muerte de Jesús. «Mi culpa, mi delito, mi pecado, la maldad» son el repudio por parte de nosotros los nombres de la presencia de Dios en Cristo y de Cristo en la comunidad eclesial y en cada hombre, especialmente en los pobres. El pecado es nuestro ateísmo teórico y práctico, nuestro egoísmo deicida.

Somos raza de pecadores: «En pecado nacimos» (v. 7). Nuestra humillante condición provoca continuas expresiones de pecado, interiores y exteriores, individuales y comunitarias, personales y estructurales. Estamos manchados y manchamos. ¿Quién nos librará de este cuerpo de pecado?

Invocamos la infinita misericordia de Dios; por ella Dios nos lavará y purificará. Nuestra vida es, gracias a su inagotable condescendencia, historia de salvación, de purificación. Nuestra existencia culminará en la justificación y purificación total; entonces llegará a su plenitud la nueva creación; hará desbordar la alegría e instaurará el nuevo culto en el que nuestro espíritu y corazón serán el holocausto agradable.

La comunidad religiosa, por su cercanía a la luz de Dios, tiene la posibilidad de reconocer la mancha de su pecado y también cuenta con la fuerza divina para borrarlo y destruirlo. Si se deja penetrar por el poder de Dios, sacramentalizará en la Iglesia el pequeño grupo de creyentes que el Viernes Santo estaba junto a la cruz de Jesús.

Oraciones sálmicas

Oración I: Dios Padre santo, que nos has mostrado tu inmensa compasión en tu Hijo bien amado, atráenos hacia el trono de tu gracia para que gocemos de tu entrañable misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Contra ti, sólo contra ti, Padre bueno, hemos pecado; ya no somos dignos de llamarnos hijos tuyos; pero, puesto que por las heridas de tu Hijo hemos sido curados, admítenos nuevamente en tu casa, y así tendremos parte en la herencia de tus santos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Nosotros, pobres pecadores, ponemos nuestra confianza en ti, Padre santo. Haznos volver y nosotros retornaremos, lávanos y quedaremos limpios como lana. Purifica a tu Iglesia con la sangre del Cordero para que pueda presentarse sin mancha ni arruga a las bodas del Dios-con-nosotros, tu Hijo amado, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.

Oración IV: Señor, Tú sondeas los riñones y el corazón; sabes que somos barro; envíanos, por medio de Jesucristo, tu Espíritu Santo, que nos afiance firmemente en ti, dilate nuestro espíritu para que, junto con toda la creación ya rescatada, lleguemos a la plenitud de nuestra filiación, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Te proclamamos, Señor, el único santo en la asamblea de los pecadores; Tú quisiste que tu Hijo se solidarizase con los hombres hasta las últimas consecuencias, y resucitándole de entre los muertos lo hiciste nuestra justicia; justifícanos en tu Hijo amado: nuestra lengua cantará tu justicia y proclamaremos eternamente tu misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VI: Oh Dios, que nos has santificado merced a la oblación del cuerpo de Cristo; concede a cuantos siguen a tu Hijo sabiduría y fuerza para cumplir tu voluntad; asociados de este modo al sacrificio de nuestro Señor, nos otorgarás la alegría de la salvación en tu Reino eterno. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VII: Tú nos rescataste, Dios nuestro, mediante la sangre preciosa de tu Hijo, el Cordero sin mancha ni mancilla; vivifica a tu Iglesia mediante una purificación continua, para que, reconstruida por tu bondad, anuncie a los malvados tus caminos y los pecadores vuelvan a ti. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.