Salmo 62: Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo

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SALMO 62

2 Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.

3 ¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
4 Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.

5 Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
6 Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.

7 En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
8 porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
9 mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.

[10 Pero los que buscan mi perdición
bajarán a lo profundo de la tierra;
11 serán entregados a la espada,
y echados como pasto a las raposas.

12 Y el rey se alegrará con Dios,
se felicitarán los que juran por su nombre,
cuando tapen la boca a los traidores.]

Catequesis de Juan Pablo II

25 de abril de 2001

Estructura del salmo

1. El salmo 62, que la Liturgia de las Horas nos propone para las Laudes del domingo en la semana primera, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica el alma y el cuerpo.

Como escribe santa Teresa de Ávila, «sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata» (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo.

Sed de Dios

2. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir «físico». De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él.

Ya el profeta Jeremías había proclamado: el Señor es «manantial de aguas vivas», y había reprendido al pueblo por haber construido «cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jr 2,13). Jesús mismo exclamará en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí» (Jn 7,37-38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana: «El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14).

Un anhelo de todo nuestro ser

3.Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo» (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, «el alma» se expresa con el término nefesh, que en algunos textos designa la «garganta» y en muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62,4). También en el salmo 72 el salmista repite al Señor: «Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (…) Para mí, mi bien es estar junto a Dios» (vv. 25-28).

La Eucaristía como alimento

4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62,6-9). Probablemente, con las imágenes del «gran banquete» y de la saciedad, el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sión: el llamado «de comunión», o sea, un banquete sagrado en el que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Aquí el cristiano piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,55-56).

La alegría de ser protegidos por Dios

5. A través del alimento místico de la comunión con Dios «el alma se une a él», como dice el salmista. Una vez más, la palabra «alma» evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática de la alegría: «A la sombra de tus alas canto con júbilo» (Sal 62,8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62,9).

El misterio pascual en San Juan Crisóstomo

6. En una lectura de este salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.

Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las palabras de san Juan: de su costado «salió sangre y agua» (cf. Jn 19,34), afirma: «Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de los misterios», es decir, de la Eucaristía. Y concluye: «¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos. En efecto, como la mujer alimenta al hijo que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado» (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19, pássim: SC 50 bis, 160-162).

 

Comentario del  Salmo 62

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 62 tiene tres partes netamente distintas: una lamentación (vv. 2-3), una acción de gracias (vv. 4-6) y un canto de gozo (vv. 7-9). Por otra parte, el «yo» del salmista puede ser muy bien un «yo» universal, por encima de todas las hipótesis de reconstrucción histórica.

La gozosa celebración dominical hace de este salmo un himno de acción de gracias al Dios que salva del peligro. La nota dominante es «la gracia de Dios, mejor que la vida». Desde aquí debemos relativizar todos los valores del mundo. El orante cristiano que hoy reza este salmo está invitado a repetir la experiencia del orante vétero-testamentario: debe impregnarse de un sentimiento de intimidad, que va de la dolorosa y anhelante búsqueda, a la celebración del encuentro con el Dios vivo, origen de una fiesta de alegría. Hacemos el mismo camino recorrido por el salmista.

Nostalgia de Dios

El salmista ha tenido una existencia dependiente de Dios. Vivía del Santuario y en el Santuario. Ahora, lejos de su ambiente, la totalidad de su ser (alma y carne) es un sequedal desértico, cubierto de añoranza. Por eso aspira volver a casa. Nadie anheló con tal vehemencia esa íntima unión con Dios como el ser humano de Jesús. Cuando su carne fue transformada por el poder y gloria divina, cesó su búsqueda y se sació su nostalgia. Hoy el Cristo glorioso nos insta a que busquemos a Dios: «Buscad a Dios y le encontraréis» (Mt 7,7). Con aire festivo buscamos y celebramos al Dios presente en Cristo, en la espera de que un día le veamos tal cual es, y seamos semejantes a Él.

Tu gracia vale más que la vida

La experiencia religiosa del salmista le permite afirmar como gran valor el amparo benévolo que Dios nos atestigua. Quien así capta al Dios benevolente ha encontrado la bendición -la fuerza enriquecedora de Dios- comparable y más apreciable que la enjundia y la manteca. ¿Cómo no hacer de este motivo una alabanza jubilosa? Esta alabanza tiene pleno sentido el domingo, porque nuestro Mediador y Sumo Sacerdote ha experimentado el amparo benevolente de Dios. Hoy contemplamos al Dios-Amor en el Cristo crucificado y, sobre todo, en el Cristo glorioso. Quedamos saciados de la plenitud que recibimos de Dios. Gozosamente damos gracias a Dios por su inmenso amor…

La presencia del Dios Protector

Que Dios nos conceda cobijo y abrigo, que nos sacie de su presencia, tal puede ser el tema de meditación del salmista. Es la perspectiva reconfortante en un momento de dificultad. El perseguido Jesús fue injuriado del siguiente modo: «Ha puesto su confianza en Dios, que lo salve ahora si es que de verdad lo quiere» (Mt 27,43). Efectivamente, Dios le salvó, pero después de que pasara por la angustia mortal. La vida de Jesús estaba «pegada» a su Padre, por eso sus enemigos no pudieron arrancarlo del amparo protector. El orante cristiano sabe que cuenta con la protección divina porque vive en «la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ante el enemigo, piensa en el amparo definitivo bajo las alas del Padre, en el refugio cálido de su amor. Esto sucederá cuando ya no existan el duelo, ni las lágrimas, ni el llanto (Ap 21,4). Mientras tanto, exultamos porque nuestra vida está adherida a Dios.

Resonancias en la vida religiosa

Añoranza del día de mi consagración: El salmo 62 moviliza los sentimientos más profundos, la experiencia religiosa más genuina, que originó nuestra vocación. ¿No recordamos aquel día en que, abandonándolo todo, le dijimos: «Oh Dios, Tú eres mi Dios»? En aquellos primeros momentos, cuando Dios nos sedujo, contemplábamos su belleza, su encanto, su poder; mas no sospechábamos que no todo en nuestra vida sería dirigido por aquella luz, por aquella saciedad. Hemos tenido que vivir, como Jesús, la experiencia del destierro, de la noche, de la sequedad, de la lejanía del Padre.

Pero con el salmista constatamos que hoy se puede revivir aquella experiencia vocacional, que es posible que su luz desvele nuestro sueño y que nos haga madrugar, como Jesús resucitó la mañana de Pascua cuando los demás dormían. Nuestra misma sed es sed de Dios, como la sed de Jesús crucificado. Y es posible calmarla con el «agua viva» del Espíritu.

A pesar de las noches oscuras y de la sequedad seguimos anclados y unidos a Dios: «Mi alma está unida a Ti», «Sin Mí no podéis hacer nada». Lo recordamos como María en nuestro pensamiento y vida. Intuimos que nuestra noche sólo es la sombra que el mismo Dios proyecta sobre nuestro camino.

Renovemos la respuesta de nuestra vocación diciendo a nuestro Dios: «Tu gracia vale más que la vida». Tu encanto, tu belleza, tu amor, tu poder liberador, manifestados en el «lleno de gracia», Jesús, merece que te consagremos nuestra existencia y nos perdamos en el océano de tu mar inmenso.