SALMO 32
1 Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
2 Dad gracias al Señor con la cítara,
tocad en su honor el arpa de diez cuerdas;
3 cantadle un cántico nuevo,
acompañando los vítores con bordones:
4 que la palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
5 él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
6 La palabra del Señor hizo el cielo;
el aliento de su boca, sus ejércitos;
7 encierra en un odre las aguas marinas,
mete en un depósito el océano.
8 Tema al Señor la tierra entera,
tiemblen ante él los habitantes del orbe:
9 porque él lo dijo, y existió,
él lo mandó, y surgió.
10 El Señor deshace los planes de las naciones,
frustra los proyectos de los pueblos;
11 pero el plan del Señor subsiste por siempre,
los proyectos de su corazón, de edad en edad.
12 Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad.
13 El Señor mira desde el cielo,
se fija en todos los hombres;
14 desde su morada observa
a todos los habitantes de la tierra:
15 él modeló cada corazón,
y comprende todas sus acciones.
16 No vence el rey por su gran ejército,
no escapa el soldado por su mucha fuerza,
17 nada valen sus caballos para la victoria,
ni por su gran ejército se salva.
18 Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
19 para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
20 Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
21 con él se alegra nuestro corazón,
en su santo nombre confiamos.
22 Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Catequesis de Juan Pablo II
8 de agosto de 2001
Alegría y novedad del cántico
1. El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: «Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones» (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern’ah) va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es «nuevo», no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.
San Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así este pasaje: «Habitualmente se llama «nuevo» a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e insólito» (Homilía sobre el salmo 32, 2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación del salmista, que dice: «Cantad al Señor un cántico nuevo», para los creyentes en Cristo significa: «Honrad a Dios, no según la costumbre antigua de la «letra», sino según la novedad del «espíritu». En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino que reconoce su «espíritu», canta un «cántico nuevo»» (ib.).
La Palabra de Dios que ordena el universo
2. El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una trilogía de alabanza. En la primera (cf. vv. 6-9) se celebra la palabra creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un templo cósmico, no surgió ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses, como sugerían ciertas cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente como enseña la primera página del Génesis: «Dijo Dios… Y así fue» (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite: «Porque él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió» (Sal 32,9).
El orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas, porque en la Biblia son el signo del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus límites, es conservado en el ser por el Creador, que, como recuerda el libro de Job, ordena al mar detenerse en la playa: «¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas!» (Jb 38,11).
Dios está más allá de los planes humanos
3. El Señor es también el soberano de la historia humana, como se afirma en la segunda parte del salmo 32, en los versículos 10-15. Con vigorosa antítesis se oponen los proyectos de las potencias terrenas y el designio admirable que Dios está trazando en la historia. Los programas humanos, cuando quieren ser alternativos, introducen injusticia, mal y violencia, en contraposición con el proyecto divino de justicia y salvación. Y, a pesar de sus éxitos transitorios y aparentes, se reducen a simples maquinaciones, condenadas a la disolución y al fracaso.
En el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: «Muchos proyectos hay en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza» (Pr 19,21). De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios, desde el cielo, su morada trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los insensatos y absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.
«Dondequiera que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el ojo de Dios te mira», comenta san Basilio (Homilía sobre el salmo 32,8: PG 29, 343). Feliz será el pueblo que, acogiendo la revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando por sus senderos en el camino de la historia. Al final sólo queda una cosa: «El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad» (Sal 32,11).
La súplica humilde
4. La tercera y última parte del Salmo (vv. 16-22) vuelve a tratar, desde dos perspectivas nuevas, el tema del señorío único de Dios sobre la historia humana. Por una parte, invita ante todo a los poderosos a no engañarse confiando en la fuerza militar de los ejércitos y la caballería; por otra, a los fieles, a menudo oprimidos, hambrientos y al borde de la muerte, los exhorta a esperar en el Señor, que no permitirá que caigan en el abismo de la destrucción. Así, se revela la función también «catequística» de este salmo. Se transforma en una llamada a la fe en un Dios que no es indiferente a la arrogancia de los poderosos y se compadece de la debilidad de la humanidad, elevándola y sosteniéndola si tiene confianza, si se fía de él, y si eleva a él su súplica y su alabanza.
«La humildad de los que sirven a Dios -explica también san Basilio- muestra que esperan en su misericordia. En efecto, quien no confía en sus grandes empresas, ni espera ser justificado por sus obras, tiene como única esperanza de salvación la misericordia de Dios» (Homilía sobre el salmo 32,10: PG 29, 347).
La gracia y la esperanza se encuentran
5. El Salmo concluye con una antífona que es también el final del conocido himno Te Deum: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti» (v. 22). La gracia divina y la esperanza humana se encuentran y se abrazan. Más aún, la fidelidad amorosa de Dios (según el valor del vocablo hebraico original usado aquí, hésed), como un manto, nos envuelve, calienta y protege, ofreciéndonos serenidad y proporcionando un fundamento seguro a nuestra fe y a nuestra esperanza.
Comentario del Salmo 32
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
Una nueva intervención divina, portadora de salvación para su Pueblo, origina un estruendoso cántico nuevo. Atrás quedan las acciones del pasado, pero la experiencia que generaron no ha enmudecido. En definitiva, tras los numerosos motivos de este salmo, palpita una convicción, un axioma teológico: la solicitud de Yahwéh. Al conjuro de esta convicción lo antiguo adquiere una luz más intensa. La creación, la historia de las naciones, la íntima historia personal y el valor de las potencias opositoras desfilan en esta oración, que termina exponiendo la esperanza de los «justos». Queremos recurrir a la solicitud divina tan patente y latente simultáneamente.
Para ordenar el rezo comunitario se pueden tomar en consideración los siguientes núcleos: Invitación a la alabanza: «Aclamad, justos… los vítores con bordones» (vv. 1-3). Celebración de la Palabra de Dios: «Que la Palabra del Señor… él lo mandó y surgió» (vv. 4-9). Celebración del consejo divino: «El Señor deshace… se escogió como heredad» (vv. 10-12 ). Reflexión sobre el poder judicial divino: «El Señor mira… comprende de todas sus acciones» (vv. 13-15). Reflexión sobre la verdadera ayuda y salvación: «No vence el rey… en tiempo de hambre» (vv. 16-19). Conclusión: «Nosotros aguardamos… como lo esperamos de ti» (vv. 20-22).
Por medio de la Palabra se hizo todo
Nos parece imposible que un pueblo derrotado, como el que subyace en el primer relato de la creación (Gn 1,1-4) y posiblemente en este salmo, se obstine en su esperanza. Pero, ¡ahí está el mundo! Es fruto de la Palabra de Dios. ¡Ahí están las cualidades que adornan y describen esa Palabra! Es sincera, leal, amante de la justicia y del derecho; es misericordiosa. Si es la Palabra que acampó entre nosotros, llena de gracia y de verdad, por medio de la cual se hizo todo cuanto existe (Jn 1), comprendemos la esperanza incluso de los derrotados. En la Palabra, efectivamente, está la Vida. Aun cuando le quisieron quitar la vida, Jesús «entregó su Espíritu»: llamó al ser una nueva creación, ahora inmortal, al soplar sobre los creyentes y comunicarles el Espíritu: ¿Quién puede sentirse derrotado, si la Palabra viva de Dios lo sostiene en todo? Nosotros aguardamos al Señor porque confiamos plenamente en Él.
«Mis planes se realizarán»
Las naciones se ufanan y confían en su aparato bélico y económico. Con esta fuerza estudian sus planes y los ponen en práctica. Pero su plan fracasará porque Dios no está con ellas. Son humanas, no divinas; y sus caballos son carne, y no espíritu. Sólo permanece eternamente la fuerza de Aquel que dijo: «Los cielos y la tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará» (Mt 24,35). Él es el plan de Dios oculto en otro tiempo, ahora manifestado. Es un plan de salvación y no de destrucción. Comenzó a realizarse en un pueblo «que El se escogió como heredad» -un pueblo dichoso- y ahora se extiende a toda la humanidad, a la creación entera. Todo está llamado a tener una sola cabeza: Cristo. Lenta, pero progresivamente, la Iglesia se va preparando para las bodas definitivas con el Cordero. ¡Dichoso el pueblo regido por tal Señor! ¡Dichosa la Iglesia!, porque los planes de Dios se realizarán.
Esperamos tu misericordia
El Creador de los corazones es el Señor y el juez de los hombres. Para unos es una mirada protectora; para otros, amenazadora. Los primeros se han entregado al Señor, los otros confían en sí mismos. Pero un mismo Señor juzga a unos y a otros. Ante el conocedor de nuestras intenciones afirmamos nuestra debilidad y su fortaleza, y esperamos que nuestras vidas sean liberadas de la muerte -la suprema debilidad- por su infinita misericordia. Esperamos «al Salvador y Señor nuestro Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su Cuerpo glorioso» (Fil 3,20-21). Aclamamos a Dios, en nuestra alabanza matutina, porque ya ahora viene como salvador: «¡Ven, Señor, Jesús!» (Ap 17).
Resonancias en la vida religiosa
Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión.
Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras obras o empresas, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza… ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre comunidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: «Dichosa la comunidad cuyo Dios es el Señor».