Salmo 145: Alaba, alma mía, al Señor

5961

SALMO 145

[1 ¡Aleluya!]
Alaba, alma mía, al Señor:
2 alabaré al Señor mientras viva,
tañeré para mi Dios mientras exista.

3 No confiéis en los príncipes,
seres de polvo que no pueden salvar;
4 exhalan el espíritu y vuelven al polvo,
ese día perecen sus planes.

5 Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor, su Dios,
6 que hizo el cielo y la tierra,
el mar y cuanto hay en él;

que mantiene su fidelidad perpetuamente,
7 que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.

El Señor liberta a los cautivos,
8 el Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.

9 El Señor guarda a los peregrinos,
sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.

10 El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
[¡Aleluya!]

Catequesis de Juan Pablo II

2 de julio de 2003

Dios está presente con su amor y su bondad

1. El salmo 145, que acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).

De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).

Doce afirmaciones teológicas

2. Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.

Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.

La fragilidad humana

3. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas» (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.

En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo ‘adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145,4).

Adhesión a la voluntad divina

4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.

Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor.

Comentario de Orígenes

5. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.

El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: «El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos», descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. «Danos hoy nuestro pan de cada día». Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 526-527).

 

Comentario del Salmo 145

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 145 es un canto de alabanza al Dios poderoso compuesto con intenciones didácticas. El motivo de la auténtica confianza unifica este poema antológico. No se debe confiar en los hombres, aunque sean poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos. Dios, que demuestra su poder con doce acciones dirigidas a los más oprimidos de la humanidad, suscita la auténtica confianza. Si el salmo se considera como una alabanza, el verso final proclama su señorío universal; si es una lección en forma de oración, el salmo se cierra con un augurio de que Dios ejerza su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en Él. Formalmente se compone de una alabanza comunitaria, aunque se exprese en singular (vv. 1-2). La exhortación que sigue termina con una bendición (vv. 3-5). Continúa y finaliza con una confesión de fe colectiva a cargo de la asamblea (vv. 6-10).

Aunque, como decíamos, este himno tenga una finalidad didáctica, se prima el aspecto de alabanza: la confianza que pretende despertar en los demás se fundamenta en predicados hímnicos. Todos ellos son un desarrollo de una afirmación sapiencial. Es necesario, por consiguiente, combinar la salmodia de la asamblea y de su presidente.

Asamblea, Alabanza comunitaria: «Alaba, alma mía… mientras exista» (vv. 1-2).

Presidente, Exhortación sapiencial: «No confiéis… espera en el Señor su Dios» (vv. 3-5).

Asamblea, Profesión de fe comunitaria: «Que hizo el cielo… de edad en edad» (vv. 6-10).

«Ha puesto su confianza en Dios, que Dios le salve»

La vida del hombre justo se caracteriza por estar en las manos de Dios. No se le ahorrarán las pruebas de aquellos que obran mal. Entre los propósitos de éstos figuran oprimir al justo, no perdonar a la viuda, ni respetar al anciano. Pretenden, en último término, comprobar si Dios está con el justo: «se ufanan de tener a Dios por Padre, veamos si sus palabras son verdaderas» (Sab 2,17). Un proceder con el que se quiso experimentar si Dios estaba con Jesús: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora» (Mt 27,43). Vana pretensión. Quieren ver y no ven. Nunca aprendieron que el Señor reinará sobre el justo eternamente, porque se confió enteramente a Dios. La confianza de Jesús en Dios fue de esa índole. El Padre, por ello, lo arrebató de la muerte. ¿Quién podrá robar la nueva creación de manos de Jesús?: «No hay quien libre de mi mano; lo que yo hago, ¿quién lo deshará?» (Is 43,13).

Las dos banderas

La brevedad de la existencia humana puede sugerir una forma de ser y de comportarse fundamentada en los bienes presentes. Que todos se harten de vinos exquisitos y de perfumes, no pase ninguna flor primaveral, que nadie falte a la alegría orgiástica porque tal es la herencia del hombre. Después sólo queda la muerte. Pero hay otros valores. La historia de la cruz ha puesto de relieve que la esperanza en Dios y el concomitante amor a los demás no queda sin respuesta. Quienes viven como enemigos de la cruz de Cristo, proclamando dios a su vientre, gloriándose en su vergüenza, tendrán un final de perdición. Quienes por el contrario hacen suya la cruz del Señor, serán auxiliados por el Dios de Jacob. Él transformará nuestro cuerpo en un cuerpo glorioso como el de Cristo. La herencia de estos hombres no es la muerte, sino la vida. No perecerán los planes de aquellos que esperan en el Señor su Dios.

Ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres

A pesar de las previsiones que se tomaron para que nunca hubiera pobres en el pueblo de Israel, como fue la institución del año sabático o la atribución propia del rey -defensor del pobre, del huérfano y de la viuda-; no obstante las promesas de la Escritura, los pobres están ahí con el clamor de su pobreza. Entre ellos divisamos a Jesús como el hombre que no tiene donde reclinar la cabeza. Lleno, sin embargo, del Espíritu, pudo decir: «Dios me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4,18). Y añadir: «Hoy está cumplida esta escritura que habéis oído» (Lc 4,21). En efecto, con su pobreza nos ha enriquecido. ¿Será mucho que tomemos en serio las palabras que Jesús repite a quienes ama, a quienes llama: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres…; luego ven y sígueme»? (Mc 10,21). Que nuestra abundancia remedie la necesidad de los pobres. Será un testimonio fehaciente de que nuestra suprema riqueza es Cristo.

Resonancias en la vida religiosa

Mensajeros de la Alegre Noticia para los pobres: La mayoría de los institutos religiosos han surgido en la Iglesia para evangelizar con la palabra y con la vida a los más pobres y desheredados de nuestros hermanos. De este modo proclamamos la bienaventuranza sobre aquellos que no tienen nada que esperar de los príncipes de este mundo y cuya única posibilidad es la fuerza liberadora del Señor. Nuestro mensaje, hecho palabras y gesto existencial, anuncia que Dios hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y la viuda, trastorna el camino de los malvados.

Por esto no podemos desvirtuar con nuestra conducta el mensaje que proclamamos: nuestra inserción en el mundo de los necesitados no es una moda del momento, sino una exigencia que brota de nuestro origen vocacional, de nuestras raíces carismáticas. En última instancia somos continuadores de la misión misma de Jesús, el Evangelista del Reino, el Profeta de la Alegre Noticia, que en su discurso programático de Nazaret anunció este mismo mensaje y proclamó con toda verdad: «Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido esta Escritura».

Oraciones sálmicas

Oración I: Nuestra vida, Señor, está en tus manos; en tu Hijo Jesús has establecido la nueva creación, y nadie podrá arrebatarla de su mano; reina sobre nuestra pobreza y debilidad y suscita nuestra esperanza activa. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: En ningún nombre bajo la tierra podemos encontrar, Padre, la salvación: solamente en el nombre de Jesús, tu Hijo, el Crucificado y el Exaltado a tu derecha; en Él encontramos la liberación que con los más desheredados de nuestro mundo esperamos.

Oración III: El clamor de los pobres encuentra en tu Hijo Jesús, Padre misericordioso, su acogida y respuesta; haz que sigamos las huellas de tu Enviado, y también nosotros seamos para ellos mensajeros de la Buena Noticia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 145

Por Maximiliano García Cordero

En esta bella composición poética se contrapone la suerte del que confía en el hombre y la del que confía en Dios. Es el primero de los cinco salmos «aleluyáticos», que cierran el Salterio. En él abundan las reminiscencias de otros salmos y textos bíblicos, y abundan también los paralelismos sinónimos. Los arameísmos prueban que fue redactado en época postexílica.

Con frases estereotipadas, el salmista inicia su poema exhortándose a sí mismo a alabar a Yahvé. La idea central del salmo es la confianza en Dios, de quien únicamente puede venir el auxilio seguro al hombre. En consecuencia, es inútil confiar en poderes humanos, por muy altos que sean, pues los mismos príncipes dejan de existir y después de la muerte no pueden prestar ayuda a nadie. Sólo el Dios de Jacob puede inspirar verdadera confianza, pues es el mismo que ha formado el cielo y la tierra, y, por otra parte, es fiel a sus promesas de protección a sus devotos. Especialmente muestra su solicitud y favor con los necesitados: los oprimidos, los hambrientos, los ciegos, los contrahechos, los peregrinos, los huérfanos y las viudas. Ese Dios providente y justo tiene su morada en Sión y desde ella mantiene su dominio por la eternidad. El salmista no menciona las promesas de engrandecimiento hechas a la ciudad santa, pero, conforme a los vaticinios proféticos, exalta la situación privilegiada de Jerusalén, centro de la teocracia hebrea.