Oración de amor a la Iglesia

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La canonización del Papa Pablo VI nos invita a reflexionar sobre la importancia de amar a la Iglesia, de orar por Ella, de orar con Ella. Pablo VI fue un hombre de Iglesia, un “vir ecclesiasticus”, de esos que decía Henri de Lubac, que como Orígenes proclamaba “para mí mi mayor voto es el de ser verdaderamente eclesiástico”, eclesiástico, es decir, “hombre de Iglesia”. En su testamento espiritual el Papa Montini decía: “Podría decir que siempre la he amado. Fue su amor quien me sustrajo a mi estrecho y salvaje egoísmo y me puso en el camino de servirla y que, por Ella, y por nada más, me parece haber vivido”. Es en los tiempos de turbación y dificultad que hay que amar más a la Iglesia, amarla como Madre que necesita de sus hijos. La verdadera oración nos ayudará a ser hombres y mujeres de Iglesia. La oración hará que la Iglesia “nos robe el corazón”, que sea para nosotros como nuestra patria espiritual, y que nada de lo que le afecte nos será indiferente, porque la oración nos dará la conciencia de participar por Ella  y sólo por Ella a la estabilidad de Dios (Cf. Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Ecclesia Mater). La oración nos ayudará a vivir y a morir por Ella, a no juzgarla, sino a dejarse juzgar por Ella. Estas bellas reflexiones las escribía el sabio jesuíta francés en un momento no fácil de su vida en el que la Iglesia le pedía, a través de su Congregación, de alejarse de las aulas como profesor de teología. Por ello posee mayor valor su testimonio.

A la Iglesia hay que amarla y la oración nos enseña a hacerlo. No comprendemos a la Iglesia si no la amamos, de igual manera que no comprendemos a las personas si no las amamos. Sabemos que la Iglesia es santa por su origen, pero en sus miembros es pecadora. En lugar de una crítica inútil y destructiva, tratemos de hacerla santa con nuestra vida, con la defensa de lo que Ella es en su pureza divina, aunque sepamos que, en sus componentes, -que somos nosotros-, reina el pecado. No toleremos el pecado, pero no por ello dejemos de amar al pecador, a ejemplo de Cristo.

Una gran tentación del diablo, en momentos en los que se ve con mayor evidencia la fragilidad de los miembros de la Iglesia, es de querernos separar de Ella, de romper el amor que le profesamos, de alejarnos y dejarla sola en medio de los vaivenes del mundo. Es precisamente en esos momentos en que la Iglesia más necesita nuestro amor, nuestra adhesión, nuestra fe, nuestra humildad. Dejemos a Dios el juicio sobre las situaciones humanas, si no es competencia nuestra el deber de juzgarlas según verdad, justicia y caridad. Por nuestra cuenta, fortalezcamos a la Iglesia con nuestro amor. Será en la oración que la comprenderemos mejor porque la podremos contemplarla como Dios la contempla, no los ojos humanos, con la visión de quien no la ama, la desconoce o la desprecia.

Querer morir como Santa Teresa como “fieles hijos de la Iglesia” debería de ser un deseo común, que se nutre de la contemplación y de la oración humilde y profunda. Y ser hijos fieles, porque sabemos que es voluntad del Padre hacernos llegar sus gracias a través de Ella. Sólo como hijos fieles podremos comprenderla y amarla. No es pecado manifestar nuestro amor a nuestra Madre. Queramos, como Pablo VI expresa en su testamento espiritual, “abrazarla, saludarla, amarla en cada ser que la compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra”. Son tiempos de gracia estos que vivimos en medio de tantas turbulencias, porque, la Iglesia, bajo la guía de su Pastor Supremo, Cristo, y su Vicario en la tierra, el Sucesor de Pedro, posee la promesa y la garantía de la victoria final: “Non prevalebunt”. Fomentemos y pidamos en la oración, con confianza, el amor tierno, fiel y fuerte hacia la santa Iglesia, Cuerpo de Cristo y nuevo Pueblo de Dios, que, caminando por la historia entre las tribulaciones de los hombres y los consuelos de Dios, marcha decidida al encuentro de su Señor, diciendo cada día con más fervor: “Marana tha”, “¡Ven, Señor Jesús!”.