Salmo 146: Alabad al Señor, que la música es buena

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SALMO 146

1 [¡Aleluya!]
Alabad al Señor, que la música es buena;
nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.

2 El Señor reconstruye Jerusalén,
reúne a los deportados de Israel;
3 él sana los corazones destrozados,
venda sus heridas.

4 Cuenta el número de las estrellas,
a cada una la llama por su nombre.
5 Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría no tiene medida.
6 El Señor sostiene a los humildes,
humilla hasta el polvo a los malvados.

7 Entonad la acción de gracias al Señor,
tocad la cítara para nuestro Dios,
8 que cubre el cielo de nubes,
preparando la lluvia para la tierra;

que hace brotar hierba en los montes,
para los que sirven al hombre;
9 que da su alimento al ganado
y a las crías de cuervo que graznan.

10 No aprecia el vigor de los caballos,
no estima los jarretes del hombre:
11el Señor aprecia a sus fieles,
que confían en su misericordia.

Catequesis de Juan Pablo II

23 de julio de 2003

Visión general del salmo

1. El salmo que se acaba de cantar es la primera parte de una composición que comprende también el salmo siguiente -el 147- y que en el original hebreo ha conservado su unidad. En la antigua traducción griega y en la latina el canto fue dividido en dos salmos distintos.

El salmo comienza con una invitación a alabar a Dios; luego enumera una larga lista de motivos para la alabanza, todos ellos expresados en presente. Se trata de actividades de Dios consideradas como características y siempre actuales; sin embargo, son de muy diversos tipos: algunas atañen a las intervenciones de Dios en la existencia humana (cf. Sal 146, 3.6.11) y en particular en favor de Jerusalén y de Israel (cf. v. 2); otras se refieren a toda la creación (cf. v. 4) y más especialmente a la tierra, con su vegetación, y a los animales (cf. vv. 8-9).

Cuando explica, al final, en quiénes se complace el Señor, el salmo nos invita a una actitud doble: de temor religioso y de confianza (cf. v. 11). No estamos abandonados a nosotros mismos o a las energías cósmicas, sino que nos encontramos siempre en las manos del Señor para su proyecto de salvación.

Humildad del corazón

2. Después de la festiva invitación a la alabanza (cf. v. 1), el salmo se desarrolla en dos movimientos poéticos y espirituales. En el primero (cf. vv. 2-6) se introduce ante todo la acción histórica de Dios, con la imagen de un constructor que está reconstruyendo Jerusalén, la cual ha recuperado la vida tras el destierro de Babilonia (cf. v. 2). Pero este gran artífice, que es el Señor, se muestra también como un padre que desea sanar las heridas interiores y físicas presentes en su pueblo humillado y oprimido (cf. v. 3).

Demos la palabra a san Agustín, el cual, en la Exposición sobre el salmo 146, que pronunció en Cartago en el año 412, comentando la frase: «El Señor sana los corazones destrozados», explicaba: «El que no destroza el corazón no es sanado… ¿Quiénes son los que destrozan el corazón? Los humildes. ¿Y los que no lo destrozan? Los soberbios. En cualquier caso, el corazón destrozado es sanado, y el corazón hinchado de orgullo es humillado. Más aún, probablemente, si es humillado es precisamente para que, una vez destrozado, pueda ser enderezado y así pueda ser curado. (…) «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas». (…) En otras palabras, sana a los humildes de corazón, a los que confiesan sus culpas, a los que hacen penitencia, a los que se juzgan con severidad para poder experimentar su misericordia. Es a esos a quienes sana. Con todo, la salud perfecta sólo se logrará al final del actual estado mortal, cuando nuestro ser corruptible se haya revestido de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se haya revestido de inmortalidad» (5-8: Esposizioni sui Salmi, IV, Roma 1977, pp. 772-779).

Manifestaciones de la obra de Dios

3. Ahora bien, la obra de Dios no se manifiesta solamente sanando a su pueblo de sus sufrimientos. Él, que rodea de ternura y solicitud a los pobres, se presenta como juez severo con respecto a los malvados (cf. v. 6). El Señor de la historia no es indiferente ante el atropello de los prepotentes, que se creen los únicos árbitros de las vicisitudes humanas: Dios humilla hasta el polvo a los que desafían al cielo con su soberbia (cf. 1 S 2,7-8; Lc 1,51-53).

Con todo, la acción de Dios no se agota en su señorío sobre la historia; él es igualmente el rey de la creación; el universo entero responde a su llamada de Creador. Él no sólo puede contar el inmenso número de las estrellas; también es capaz de dar a cada una de ellas un nombre, definiendo así su naturaleza y sus características (cf. Sal 146,4).

Ya el profeta Isaías cantaba: «Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha creado los astros? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella la llama por su nombre» (Is 40,26). Así pues, los «ejércitos» del Señor son las estrellas. El profeta Baruc proseguía así: «Brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría; los llama él y dicen: «¡Aquí estamos!», y brillan alegres para su Hacedor» (Ba 3,34-35).

Alabanza de la acción de Dios

4. Después de una nueva invitación, gozosa, a la alabanza (cf. Sal 146,7), comienza el segundo movimiento del salmo 146 (cf. vv. 7-11). Se refiere también a la acción creadora de Dios en el cosmos. En un paisaje a menudo árido como el oriental, el primer signo de amor divino es la lluvia, que fecunda la tierra (cf. v. 8). De este modo el Creador prepara una mesa para los animales. Más aún, se preocupa de dar alimento también a los pequeños seres vivos, como las crías de cuervo que graznan de hambre (cf. v. 9). Jesús nos invitará a mirar «las aves del cielo: no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6,26; cf. también Lc 12,24, que alude explícitamente a los «cuervos»).

Pero, una vez más, la atención se desplaza de la creación a la existencia humana. Así, el salmo concluye mostrando al Señor que se inclina sobre los justos y humildes (cf. Sal 146,10-11), como ya se había declarado en la primera parte del himno (cf. v. 6). Mediante dos símbolos de poder, el caballo y los jarretes del hombre, se delinea la actitud divina que no se deja conquistar o atemorizar por la fuerza. Una vez más, la lógica del Señor ignora el orgullo y la arrogancia del poder, y se pone de parte de sus fieles, de los que «confían en su misericordia» (v. 11), o sea, de los que abandonan en manos de Dios sus obras y sus pensamientos, sus proyectos y su misma vida diaria.

Entre estos debe situarse también el orante, fundando su esperanza en la misericordia del Señor, con la certeza de que se verá envuelto por el manto del amor divino: «Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar su vida de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. (…) Con él se alegra nuestro corazón; confiamos en su santo nombre» (Sal 32, 18-19.21).

 

Comentario del Salmo 146

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 146 es un salmo de alabanza a Dios que actúa en la historia concreta del pueblo (vv. 2-3), que puede reconstruir a su pueblo porque es «el señor de los ejércitos» (vv. 4-5), porque muestra su providencia solícita con los hombres y con los animales (vv. 7-9). Es su presencia, no la fuerza de las armas, la auténtica defensa del pueblo (vv. 10-11). En pocas palabras, una vez más, se cantan las prerrogativas del Dios de Israel: Señor de la historia y de la naturaleza. Esta síntesis frecuente en el Deuteroisaías aboga por una composición del salmo no anterior al siglo VI. Israel destrozado fue capaz de confesar a su Dios como el único.

Los creyentes palpamos el amor que Dios Creador y Redentor nos tiene. Nuestra experiencia personal pertenece al ámbito comunitario: congregados aquí, cuando éramos seres dispersos, aquí participamos ya ahora de la exaltación de Cristo, aquí se sacia nuestra sed. Por eso es lógico que nuestros corazones, gargantas y labios alaben al unísono, que es como debe salmodiarse este himno.

Atendida la forma y tema del himno puede emprenderse también una salmodia a dos coros; cada coro una estrofa:

Coro 1.º, Al Señor de la historia: «Alabad al Señor… el polvo a los malvados» (vv. 1-6).

Coro 2.º, Al Señor de la naturaleza: «Entonad la acción de gracias… que confían en su misericordia» (vv. 7-11).

Reunión de los dispersos

Destrozado y dispersado el «pueblo de Dios», da cabida a la esperanza. Dios es el Señor de los astros que otros adoran. El Dios poderoso se ha propuesto reunir a sus ovejas dispersas por el vendaval; recogerlas de oriente y de occidente y congregarlas en Jerusalén. La oscuridad de la noche del Jueves Santo dispersó al pequeño rebaño. Si aquellas tinieblas hubieran sido la última palabra, todo habría terminado en gran dispersión. Pero las primeras luces del primer día de la semana traen la grata noticia de que el sepulcro está vacío. Allá se encaminan los primeros discípulos, que se reunirán con los demás cuando reciban el mensaje: «He visto al Señor en persona» (Jn 20,18). Los dispersos se reúnen bajo una misma vivencia: son los «hermanos» de Jesús, «hijos» de un mismo Padre. Nuestro Dios merece una alabanza armoniosa, porque nos ha hecho volver al Pastor y Guardián de nuestras vidas.

El agua viva

Una población agrícola tiene necesidad de agua para su subsistencia. Dios providente da esa agua. Merece la gratitud. La tradición judía hará del agua y del pozo que la contiene un símbolo de la ley. De ahí que el agua debiera salir de Jerusalén y del templo, dicen los profetas. Alrededor de la hora sexta, con la fatiga del camino acumulada, Jesús está sentado sobre el pozo (Jn 4,4ss). Un gesto que vale por un discurso. La Ley no sacia la sed. El hombre queda saciado cuando experimenta el don de Dios: que Dios dio a su Hijo Único para que todo el que crea tenga vida eterna (Jn 3,16). El Espíritu que escapa del costado abierto de Cristo -nuevo templo, nueva Jerusalén y nuevo pozo- es portador de esa vida. El Espíritu es la nueva fuente interna de vida que guía al creyente; le lleva hasta el manantial paterno. Entonemos la acción de gracias a Dios, que nos ha traído a la fuente de la que sabemos «do tiene su manida».

Exalta al humillado

La acción salvadora de Dios no es una suma de fuerzas: el vigor de los caballos y los jarretes del hombre no valen nada. La soberbia de Ciro o el poder filisteo serán humillados. Dios comienza a salvar cuando el hombre aprende a confiar. Es decir, cuando deja de jactarse de su justicia, cuando aprende a confesar su ceguera, cuando se sabe desvalido. El axioma evangélico, efectivamente, reza así: «El que se humilla será exaltado». Porque el Hijo se humilló hasta lo más ínfimo del ser-hombre, Dios le exaltó. En el futuro está dispuesto a desplegar la fuerza de su brazo para dispersar a los soberbios y exaltar a los humildes, a aquellos que hacen del amor de Dios la razón de su existir. Conocedores del amor que Dios nos tiene, pidámosle que nos mantenga en su amor. Así le alabaremos porque sostiene a los humildes, a los que confían en su misericordia.

Resonancias en la vida religiosa

Alabanza armoniosa al Dios providente: Cada una de nuestras voces, de nuestras personas, se convierte en un elemento insustituible de armonía en la alabanza comunitaria que ahora dirigimos al Señor: «Nuestro Dios merece una alabanza armoniosa». Por esto debemos procurar que el amor, difundido por el Espíritu en nuestros corazones, nos armonice en un solo sentir y pensar. Así la música y la acción de gracias será buena.

Todos y cada uno magnificamos armónicamente la Providencia del Padre; El se preocupa de que no nos falte el pan cotidiano y hasta nos anticipa a hoy el pan escatológico del mañana; para El cada uno de nosotros no es un simple número o un innominado en medio de la masa humana: nos conoce y nos llama por nuestro nombre, estableciendo con nosotros una relación auténticamente interpersonal; en la persona de su Hijo nos despojó de nuestro mal, y subió a la cruz nuestros pecados para que vivamos, y con sus heridas nos curó.

Nuestra alabanza adquiere credibilidad cuando el objeto de la misma llega a ser para nosotros exigencia y modelo de actuación.

Oraciones sálmicas

Oración I: Padre de la unidad, que por medio de la humillación y exaltación de tu Hijo Jesús has reunido en tu Iglesia a todos tus hijos dispersos por el pecado; recibe nuestra acción de gracias y mantén en la unidad a quienes confiamos en tu misericordia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Tú eres, Padre, manantial de la Vida; no permitas la esterilidad, pues cubres el cielo de nubes preparando la lluvia para la tierra y haciendo brotar hierba en los montes; haz surgir en nuestros corazones el agua viva de tu Espíritu que nos lleve hacia ti, que eres nuestra fuente. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Señor, que no aprecias el orgullo del hombre, sino su humilde confianza en tu misericordia; concédenos la gracia de conocer tu grandeza y poderío, manifestados en la pobreza y pequeñez de tu Hijo hecho hombre; así nuestra vida será agradable a tus ojos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 146

Por Maximiliano García Cordero

Las maravillas de la divina providencia.- Este himno eucarístico, de acción de gracias, consta de tres partes: a) alabanza de Yahvé por haber restaurado a Sión, mostrando a la vez su omnipotencia como Creador y Gobernador del mundo (vv. 1-6); b) proclamación de las magnificencias de la Providencia en las criaturas (vv. 7-11); c) acción de gracias por la paz y la prosperidad, y, sobre todo, por haber dado la Ley a Israel, por la que se distingue de todas las naciones (vv. 12-20, o sea, salmo 147 de la Vulgata). El optimismo con que está redactado parece reflejar una situación de paz después de la repatriación. Algunos autores suponen que fue compuesto con motivo de la dedicación de las murallas de Jerusalén en tiempos de Nehemías.

Alabanza de la omnipotencia divina (vv. 1-6).- La bondad de Yahvé se ha manifestado en primer lugar en la restauración de las murallas de la ciudad santa y en la repatriación de sus habitantes. Con ello se ha mostrado como solícito médico, curando las heridas de su pueblo, castigado duramente en el exilio.

Pero este Dios de Israel es también el Soberano del universo, que, como tal, tiene contadas las estrellas, que para el hombre resultan innumerables. Con ello muestra su omnipotencia y omnisciencia, pues las conoce por separado, poniéndoles su propio nombre, para organizarlas en compacto ejército, según expresión del profeta: «Alzad a los cielos vuestros ojos y mirad: ¿Quién los creó? El que hace marchar su bien contado ejército, y a cada uno llama por su nombre, y ninguno falta» (Is 40,26). En ello muestra su grandeza y sabiduría soberana. Pero, a pesar de su excelsitud, vela solícito sobre los humildes, confundiendo a los soberbios y protervos malvados.

Dios provee a las necesidades de los vivientes (vv. 7-11).- Continuando la enumeración de la múltiple solicitud de Yahvé, el poeta habla de las providencias de la naturaleza ordenada por Él: la lluvia a su tiempo, la hierba de los montes y del campo, la comida a los pajarillos, son prueba de su solicitud paternal sobre todos los vivientes.

Para Dios no tiene valor la fuerza física, sino la entrega sincera del corazón contrito y confiado a su providencia salvadora.