SALMO 142,1-11
1 Señor, escucha mi oración;
tú, que eres fiel, atiende a mi súplica;
tú, que eres justo, escúchame.
2 No llames a juicio a tu siervo,
pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti.
3 El enemigo me persigue a muerte,
empuja mi vida al sepulcro,
me confina a las tinieblas
como a los muertos ya olvidados.
4 Mi aliento desfallece,
mi corazón dentro de mí está yerto.
5 Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones,
considero las obras de tus manos
6 y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca.
7 Escúchame enseguida, Señor,
que me falta el aliento.
No me escondas tu rostro,
igual que a los que bajan a la fosa.
8 En la mañana hazme escuchar tu gracia,
ya que confío en ti.
Indícame el camino que he de seguir,
pues levanto mi alma a ti.
9 Líbrame del enemigo, Señor,
que me refugio en ti.
10 Enséñame a cumplir tu voluntad,
ya que tú eres mi Dios.
Tu espíritu, que es bueno,
me guíe por tierra llana.
11 Por tu nombre, Señor, consérvame vivo;
por tu clemencia, sácame de la angustia.
[12 Por tu gracia, destruye a mis enemigos,
aniquila a todos los que me acosan,
que siervo tuyo soy.]
Catequesis de Juan Pablo II
9 de julio de 2003
El salmo 142, un salmo penitencial
1. Acaba de proclamarse el salmo 142, el último de los llamados «salmos penitenciales» en el septenario de súplicas distribuidas en el Salterio (cf. Sal 6; 31; 37; 50; 101; 129 y 142). La tradición cristiana los ha utilizado todos para implorar del Señor el perdón de los pecados. El texto en el que hoy queremos reflexionar era particularmente apreciado por san Pablo, que de él dedujo la existencia de una pecaminosidad radical en toda criatura humana. «Señor, ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (v. 2). El Apóstol toma esta frase como base de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (cf. Ga 2,16; Rm 3,20).
La Liturgia de Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e invocación de ayuda divina al comienzo de la jornada. En efecto, el salmo nos hace decirle a Dios: «En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti» (Sal 142,8).
Fidelidad de Dios aun en la oscuridad
2. El salmo inicia con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecida al pueblo (cf. v. 1). El orante reconoce que no tiene méritos en los que apoyarse y, por eso, pide humildemente a Dios que no se comporte como juez (cf. v. 2).
Luego describe la situación dramática, semejante a una pesadilla mortal, en la que se está debatiendo: el enemigo, que es la representación del mal de la historia y del mundo, lo ha empujado hasta el umbral de la muerte. En efecto, se halla postrado en el polvo de la tierra, que ya es una imagen del sepulcro; y lo rodean las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; por último, se refiere a «los muertos ya olvidados» (v. 3), es decir, los que han muerto para siempre, entre los cuales le parece que ya está relegado.
Invocación de la ayuda del Señor
3. La existencia misma del salmista está destruida: ya le falta el aliento, y su corazón le parece un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (cf. v. 4). Al fiel, postrado en tierra y pisoteado, sólo le quedan libres las manos, que se elevan hacia el cielo en un gesto de invocación de ayuda y, al mismo tiempo, de búsqueda de apoyo (cf. v. 6). En efecto, su pensamiento vuelve al pasado en que Dios hacía prodigios (cf. v. 5).
Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba, en la que el orante se siente inmerso y a punto de ser arrastrado (cf. v. 7). De cualquier modo, la tensión sigue siendo fuerte; pero en el horizonte parece vislumbrarse un rayo de luz. Así, pasamos a la otra parte del salmo (cf. vv. 7-11).
Anhelo de la voluntad de Dios
4. Esta parte comienza con una nueva y apremiante invocación. El fiel, al sentir que casi se le escapa la vida, clama a Dios: «Escúchame enseguida, Señor, que me falta el aliento» (v. 7). Más aún, teme que Dios haya escondido su rostro y se haya alejado, abandonando y dejando sola a su criatura.
La desaparición del rostro divino hace que el hombre caiga en la desolación, más aún, en la muerte misma, porque el Señor es la fuente de la vida. Precisamente en esta especie de frontera extrema brota la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor: «Ya que confío en ti (…), pues levanto mi alma a ti (…), me refugio en ti (…), tú eres mi Dios». Le pide que lo salve de sus enemigos (cf. vv. 8-10) y lo libre de la angustia (cf. v. 11), pero hace varias veces otra súplica, que manifiesta una profunda aspiración espiritual: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios» (v. 10; cf. vv. 8 y 10). Debemos hacer nuestra esta admirable súplica. Debemos comprender que nuestro bien mayor es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de vida. Si no va acompañada por un fuerte deseo de docilidad a Dios, la confianza en él no es auténtica.
El orante es consciente de ello y, por eso, expresa ese deseo. Su oración es una verdadera profesión de confianza en Dios salvador, que libera de la angustia y devuelve el gusto de la vida, en nombre de su «justicia», o sea, de su fidelidad amorosa y salvífica (cf. v. 11). La oración, que partió de una situación muy angustiosa, desemboca en la esperanza, la alegría y la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la fuerza de la oración, generadora de vida y salvación.
Comentario de S. Gregorio Magno
5. San Gregorio Magno, en su comentario a los siete salmos penitenciales, contemplando la luz de la mañana de la gracia (cf. v. 8), describe así esa aurora de esperanza y de alegría: «Es el día iluminado por el sol verdadero que no tiene ocaso, que las nubes no entenebrecen y la niebla no oscurece (…). Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, y comencemos a ver a Dios cara a cara, entonces desaparecerá la oscuridad de las tinieblas, se desvanecerá el humo de la ignorancia y se disipará la niebla de la tentación (…). Aquel día será luminoso y espléndido, preparado para todos los elegidos por Aquel que nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha conducido al reino de su Hijo amado.
»La mañana de aquel día es la resurrección futura (…). En aquella mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, habrá júbilo, cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los santos, cuando la muerte sea destruida por último, y cuando los justos resplandezcan como el sol en el reino del Padre.
»En aquella mañana el Señor hará experimentar su misericordia (…), diciendo: «Venid, benditos de mi Padre» (Mt 25,34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, que la mente humana no puede concebir en la vida presente. En efecto, para los que lo aman el Señor ha preparado «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó»» (PL 79, coll. 649-650).
Comentario del Salmo 142
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
El salmo 142 es el último de los llamados «salmos penitenciales». El dolor que cerca al orante, que se ve encerrado en un mundo de tinieblas (vv. 1-6) porque está a punto de desfallecer (vv. 7-12), tiene una causa externa y otra interna. Los enemigos que le persiguen, por una parte, y el pecado que se le adhiere, por otra, son la explicación de su mal. El reconocimiento implícito de la culpa y el recurso a la justicia misericordiosa de Dios, hacen del salmo una oración «penitencial». El texto hebreo lo ha transmitido dividido en dos partes. La primera transcurre en «los infiernos» desde donde el salmista suplica gracia, favor; la segunda, en los umbrales de la muerte, de la que el orante pide ser salvado y conducido a la dicha celestial. Por los nombres que se da el orante a sí mismo, éste pudiera ser un rey; y el salmo, preexílico.
Esta lamentación individual requiere una salmodia solista. Se puede distribuir entre dos salmistas al cambiar el escenario con la «pausa» del v. 6. La asamblea puede recitar un versículo del mismo salmo, después de cada estrofa. La libertad de elección es tanta cuanta la abundancia de sentimientos que se quieran expresar. Por ejemplo, si la oración se centra en la «justicia divina» puede venir bien el siguiente verso: «Ningún hombre vivo es justo frente a ti». Si se recurre al recuerdo, es mejor repetir el versículo 5b o 6b, etc. Por eso, dejamos el versículo a la libre elección. Las estrofas se dividen así:
Salmista 1.º, Clemencia desde el Sheol: «Señor, escucha… como tierra reseca» (vv. 1-6).
Salmista 2.º, En los umbrales de la muerte: «Escúchame en seguida… sácame de la angustia» (vv. 7-11).
Es conveniente que entre ambas estrofas se haga una breve pausa.
¿Es justo uno nacido de mujer?
Quien concibe la justicia como la perfecta observancia de los mandamientos de la alianza tiene derecho a preguntarse: «¿Cómo será justo el hombre delante de Dios?». O bien, a afirmar con el salmista: «Ningún hombre vivo es justo frente a ti» (Sal 142,2). Pero Dios, que promete desposarse con su pueblo «en justicia, juicio, gracia y ternura» (Os 2,21), rompe todos los esquemas humanos. En contra de todo ordenamiento jurídico declara inocente al culpable, cuando previamente haya cargado el pecado del culpable sobre el Inocente. En Jesús se ha revelado la justicia de Dios, es decir, su gran misericordia, a fin de justificar a todo el que tiene fe en Jesús. Dios ha atendido nuestra súplica. El Justo fiel y misericordioso nos ha escuchado, y asegura la salvación, no por las obras de la ley, sino por la unión a Cristo.
Memoria del pasado
La historia hace al hombre. El recuerdo del glorioso pasado de los hechos divinos, sean creacionales o históricos, tienen la doble función de que el hombre no se olvide y Dios se acuerde. Lo cual suscita en el salmista un ansia vital, como de tierra reseca que se abre al beso del agua. El hombre puede olvidarse. Ahí está su pecado y tragedia. Dios, por el contrario, se ha acordado de los días del Mesías, de su santa alianza (Lc 1,72). La historia, y con ella el creyente, mira a la persona de Cristo, donde se sacia la sed de nuestra tierra, donde tenemos el acceso a Dios. La memoria, no obstante, tiene aún una función: el Espíritu «recuerda» el misterio de Cristo (Jn 14,26). Nos adentra en dicho misterio, a la vez que nos sostiene ante la proximidad de su venida. Si esa memoria y ese aliento nos hacen permanecer en el amor, continuamos con los brazos extendidos hasta que recibamos el abrazo final.
El Espíritu vivificante
El salmista, tenso entre los enemigos y el pecado, encuentra una salida. Primero es el anhelo que suscita y alimenta el recuerdo; posteriormente, el rostro de Dios, la mañana o el camino del divino querer; al final, el Espíritu, que es bueno y conduce a la vida. Es el Espíritu vivificante. Los huesos secos vivirán cuando entre en ellos el Espíritu (Ez 37,1-14). Una vez que Jesús ha sido glorificado, el Espíritu ha penetrado en nuestros huesos. Él, Señor y dador de vida, nos guía por la tierra llana, nos indica el camino que hemos de seguir. Las piedras miliarias de este camino se llaman así: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Ga 5,22). Es el camino que lleva a la vida, libres de perseguidores y de pecados.
Resonancias en la vida religiosa
La insuficiencia de las obras: Por nuestra formación voluntarista, los religiosos corremos el peligro de sobrevalorar nuestras obras, creyendo que ellas son la fuente de nuestro mérito, las que nos justifican ante Dios. Podemos sentir una cierta satisfacción interior porque hemos «cumplido» con el proyecto de oración, de trabajo y de servicios de la comunidad, o porque observamos con un cierto escrúpulo las Constituciones o la normativa congregacional. Y, sin embargo, con todo ello nos vemos precisados a decir con el salmo 142: «No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti».
Nuestras obras no pueden justificarnos; no son capaces de restaurar la gran catástrofe producida por nuestro pecado, de reconstruir el puente de alianza roto entre Dios y nosotros, de apaciguar la sed infinita que el pecado ha hecho intolerable en nosotros. Por esto hay entre nosotros muchas obras estériles, muertas, incapaces de dignificar nuestra vida. «La justificación por la fe». La única posibilidad de justificación le viene al hombre de la acogida confiada y transformante de la gracia reconciliadora de Cristo Jesús, que él derrama a través de su Espíritu sobre los creyentes, sobre quienes claman: «En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti».
Sólo la fe viva puede vivificar nuestra comunidad. Por ella colocamos a Dios en el centro de nuestras vivencias y decisiones. Por la fe moviliza Dios todo nuestro ser y lo fecunda para que produzca frutos de buenas obras. El Señor es entonces quien nos enseña a cumplir su voluntad, el que nos guía por el sendero llano, el que destruye nuestro pecado. ¡No nosotros! Nuestras obras son insuficientes.
Oraciones sálmicas
Oración I: Señor de la justicia, ningún hombre es inocente frente a ti; pero ahora has manifestado tu justicia misericordiosa otorgada por la fe en tu Hijo, muerto y resucitado por nuestros pecados; por tu gracia consérvanos en la vida y sácanos de la angustia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Oh Dios, absolutamente necesario, el recuerdo de tus actuaciones históricas reanima nuestra confianza y provoca en nosotros sed de ti; que tu Iglesia sea un memorial permanente de tu Hijo resucitado por la acción continuada de tu Espíritu. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Tu Espíritu, que es bueno, allane, Padre, nuestro camino; sea en nuestra comunidad una fuerza vivificante que destruya nuestro pecado, acabe con nuestra angustia y nos permita ver constantemente tu rostro. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Comentario del Salmo 142
Por Maximiliano García Cordero
Como los anteriores salmos deprecativos, el salmo 142 comprende tres partes: a) invocación (vv. 1-2); b) motivos de su aflicción (vv. 3-6); c) súplica de ayuda y de liberación (vv. 7-12). Esta tiene un aire de penitencia; por eso en la liturgia forma parte de la colección de los siete «salmos penitenciales».
En la composición se entreveran las exclamaciones deprecativas y los desahogos imprecatorios contra los enemigos del justo. Aunque reconoce sus pecados, el salmista sabe que Dios es longánimo y que es fiel a sus promesas de protección a los que son fieles a su ley. El salmo está lleno de frases tomadas de otras partes del Salterio.
Seguro de la protección divina, el salmista implora la intervención divina, pues su fidelidad a las promesas no ha de faltar. La justicia divina implica la conformidad con las exigencias morales de su ser; por eso ha de salir en favor de los que le son fieles (v. 1). A pesar de las deficiencias de éstos, sabrá tratarlos conforme a su longanimidad, ya que nadie puede justificarse ante la santidad divina; por eso el salmista suplica que no lo llame a juicio, llevándolo a su tribunal, sino que le aplique su benevolencia conforme a las antiguas promesas (v. 2).
El v. 3 coincide verbalmente con lo expresado en Lam 3,6. El justo perseguido se siente en situación casi desesperada, al borde del sepulcro, considerado ya como un morador de la región de las tinieblas, donde están los muertos desde antiguo. El recuerdo de antiguas intervenciones -medito todas tus acciones- le da fuerza y confianza para pedir su intercesión (v. 5). Su alma está sedienta de Dios, como la tierra lo está de agua (v. 6). La presencia divina obrará el milagro de refrescar y revivir moralmente su espíritu abatido. Pero es de suma urgencia la intervención divina, pues está a punto de sucumbir como los que bajan a la fosa (v. 7). Por eso ya de mañana debe manifestar su favor al angustiado corazón, iluminando la mente para evitar los peligros que se oponen al camino de la virtud (v. 8).
Dios es bondad, y, en consecuencia, tiene que trasfundirla, haciendo caminar por una tierra recta o llana, sin peligro a sucumbir (v. 10). Es lo que dice el profeta: «El sendero del justo es llano; derecho el camino que tú abres al justo» (Is 26,7). Pero antes es necesario que le libere del peligro de muerte, guardando su vida y sacándolo de su situación angustiada (v. 11). Esta liberación está unida al castigo de los que injustamente le atacan. Por eso, conforme a la mentalidad viejo-testamentaria, el salmista termina lanzando imprecaciones rudas contra sus enemigos. Estos son también los adversarios de Yahvé, y por eso cree que es un bien para la sociedad de los fieles que desaparezcan de la tierra (v. 12).