Salmo 143: Bendito el Señor, mi Roca

3272

SALMO 143

1 Bendito el Señor, mi Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la pelea;

2 mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y mi refugio,
que me somete los pueblos.

3 Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?;
¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos?
4 El hombre es igual que un soplo;
sus días, una sombra que pasa.

5 Señor, inclina tu cielo y desciende;
toca los montes, y echarán humo;
6 fulmina el rayo, y dispérsalos;
dispara tus saetas y desbarátalos.

7 Extiende la mano desde arriba:
defiéndeme, líbrame de las aguas caudalosas,
de la mano de los extranjeros,
8 cuya boca dice falsedades,
cuya diestra jura en falso.

9 Dios mío, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas:
10 para ti que das la victoria a los reyes,
y salvas a David tu siervo.

Defiéndeme de la espada cruel,
11 sálvame de las manos de extranjeros,
cuya boca dice falsedades,
cuya diestra jura en falso.

12 Sean nuestros hijos un plantío,
crecidos desde su adolescencia;
nuestras hijas sean columnas talladas,
estructura de un templo.

13 Que nuestros silos estén repletos
de frutos de toda especie;
que nuestros rebaños a millares
se multipliquen en las praderas,
14 y nuestros bueyes vengan cargados;
que no haya brechas ni aberturas,
ni alarma en nuestras plazas.

15 Dichoso el pueblo que esto tiene,
dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor.

Catequesis de Juan Pablo II

21 de mayo de 2003

Contexto regio del salmo

1. Acabamos de escuchar la primera parte del salmo 143. Tiene las características de un himno real, entretejido con otros textos bíblicos, para dar vida a una nueva composición de oración (cf. Sal 8,5; 17,8-15; 32,2-3; 38,6-7). Quien habla, en primera persona, es el mismo rey davídico, que reconoce el origen divino de sus éxitos.

El Señor es presentado con imágenes marciales, según la antigua tradición simbólica. En efecto, aparece como un instructor militar (cf. Sal 143,1), un alcázar inexpugnable, un escudo protector, un triunfador (cf. v. 2). De esta forma, se quiere exaltar la personalidad de Dios, que se compromete contra el mal de la historia: no es un poder oscuro o una especie de hado, ni un soberano impasible e indiferente respecto de las vicisitudes humanas. Las citas y el tono de esta celebración divina guardan relación con el himno de David que se conserva en el salmo 17 y en el capítulo 22 del segundo libro de Samuel.

La fragilidad humana

2. Frente al poder divino, el rey judío se reconoce frágil y débil, como lo son todas las criaturas humanas. Para expresar esta sensación, el orante real recurre a dos frases presentes en los salmos 8 y 38, y las une, confiriéndoles una eficacia nueva y más intensa: «Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?, ¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos? El hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa» (vv. 3-4). Aquí resalta la firme convicción de que nosotros somos inconsistentes, semejantes a un soplo de viento, si no nos conserva en la vida el Creador, el cual, como dice Job, «tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre» (Jb 12,10).

Sólo con el apoyo de Dios podemos superar los peligros y las dificultades que encontramos diariamente en nuestra vida. Sólo contando con la ayuda del cielo podremos esforzarnos por caminar, como el antiguo rey de Israel, hacia la liberación de toda opresión.

El Señor nos libra del mal

3. La intervención divina se describe con las tradicionales imágenes cósmicas e históricas, con el fin de ilustrar el señorío divino sobre el universo y sobre las vicisitudes humanas: los montes, que echan humo en repentinas erupciones volcánicas (cf. Sal 143,5); los rayos, que parecen saetas lanzadas por el Señor y dispuestas a destruir el mal (cf. v. 6); y, por último, las «aguas caudalosas», que, en el lenguaje bíblico, son símbolo del caos, del mal y de la nada, en una palabra, de las presencias negativas dentro de la historia (cf. v. 7). A estas imágenes cósmicas se añaden otras de índole histórica: son «los enemigos» (cf. v. 6), los «extranjeros» (cf. v. 7), los que dicen falsedades y los que juran en falso, es decir, los idólatras (cf. v. 8).

Se trata de un modo muy concreto, típicamente oriental, de representar la maldad, las perversiones, la opresión y la injusticia: realidades tremendas de las que el Señor nos libra, mientras vivimos en el mundo.

Nuestra fuerza está en el Señor

4. El salmo 143, que la Liturgia de las Horas nos propone, concluye con un breve himno de acción de gracias (cf. vv. 9-10). Brota de la certeza de que Dios no nos abandonará en la lucha contra el mal. Por eso, el orante entona una melodía acompañándola con su arpa de diez cuerdas, seguro de que el Señor «da la victoria a los reyes y salva a David, su siervo» (cf. vv. 9-10).

La palabra «consagrado» en hebreo es «Mesías». Por eso, nos hallamos en presencia de un salmo real, que se transforma, ya en el uso litúrgico del antiguo Israel, en un canto mesiánico. Los cristianos lo repetimos teniendo la mirada fija en Cristo, que nos libra de todo mal y nos sostiene en la lucha contra las fuerzas ocultas del mal. En efecto, «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas» (Ef 6,12).

Comentario de S. Juan Casiano

5. Concluyamos, entonces, con una consideración que nos sugiere san Juan Casiano, monje de los siglos IV-V, que vivió en la Galia. En su obra La encarnación del Señor, tomando como punto de partida el versículo 5 de nuestro salmo -«Señor, inclina tu cielo y desciende»-, ve en estas palabras la espera del ingreso de Cristo en el mundo.

Y prosigue así: «El salmista suplicaba que (…) el Señor se manifestara en la carne, que apareciera visiblemente en el mundo, que fuera elevado visiblemente a la gloria (cf. 1 Tm 3,16) y, finalmente, que los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que habían previsto en el espíritu» (L’Incarnazione del Signore, V, 13, Roma 1991, pp. 208-209). Precisamente esto es lo que todo bautizado testimonia con la alegría de la fe.

 

11 de enero de 2006

El Mesías en el Salmo

1. Nuestro itinerario en el Salterio usado por la Liturgia de las Vísperas llega ahora a un himno regio, el salmo 143, cuya primera parte se acaba de proclamar: en efecto, la liturgia propone este canto subdividiéndolo en dos momentos.

La primera parte (cf. vv. 1-8) manifiesta, de modo neto, la característica literaria de esta composición: el salmista recurre a citas de otros textos sálmicos, articulándolos en un nuevo proyecto de canto y de oración.

Precisamente porque este salmo es de época sucesiva, es fácil pensar que el rey exaltado no tiene ya los rasgos del soberano davídico, pues la realeza judía había acabado con el exilio de Babilonia en el siglo VI a. C., sino que representa la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una intervención de liberación contra el mal. No se habla del «mesías» -término hebreo para referirse al «consagrado», como era el soberano-, sino del «Mesías» por excelencia, que en la relectura cristiana tiene el rostro de Jesucristo, «hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1).

El Señor nos fortalece

2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143,1-2). También se utiliza la imagen marcial de Dios que adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas oscuras del mundo.

Ante el Señor omnipotente el orante, pese a su dignidad regia, se siente débil y frágil. Hace, entonces, una profesión de humildad, que se formula, como decíamos, con las palabras de los salmos 8 y 38. En efecto, siente que es «un soplo», como una sombra que pasa, débil e inconsistente, inmerso en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por el límite propio de la criatura (cf. Sal 143,4).

Imágenes cósmicas

3. Entonces surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa y preocupa de esta criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (cf. v. 3) responde la grandiosa irrupción divina, llamada «teofanía», a la que acompaña un cortejo de elementos cósmicos y acontecimientos históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del ser, del universo y de la historia.

Los montes echan humo en erupciones volcánicas (cf. v. 5), los rayos son como saetas que desbaratan a los malvados (cf. v. 6), las «aguas caudalosas» del océano son símbolo del caos, del cual, sin embargo, es librado el rey por obra de la misma mano divina (cf. v. 7). En el fondo están los impíos, que dicen «falsedades» y «juran en falso» (cf. vv. 7-8), una representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de la perversión moral, del mal que realmente se opone a Dios y a sus fieles.

Profesión de humildad

4. Ahora, para nuestra meditación, consideraremos inicialmente la profesión de humildad que el salmista realiza y acudiremos a las palabras de Orígenes, cuyo comentario a este texto ha llegado a nosotros en la versión latina de san Jerónimo. «El salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana» porque «por lo que se refiere a la condición humana, el hombre no es nada. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», dijo el Eclesiastés». Pero vuelve entonces la pregunta, marcada por el asombro y la gratitud: «»Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?»… Es gran felicidad para el hombre conocer a su Creador. En esto nos diferenciamos de las fieras y de los demás animales, porque sabemos que tenemos nuestro Creador, mientras que ellos no lo saben».

Vale la pena meditar un poco estas palabras de Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su Creador; de que el hombre es capaz de la verdad, capaz de un conocimiento que se transforma en relación, en amistad. En nuestro tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto con los demás conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, y que son muchos. Pero resultan todos problemáticos, a veces peligrosos, si falta el conocimiento fundamental que da sentido y orientación a todo: el conocimiento de Dios creador.

Volvamos a Orígenes, que dice: «No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. «Señor, inclina tu cielo y desciende». Tu oveja perdida no podrá curarse si no la cargas sobre tus hombros… Estas palabras se dirigen al Hijo: «Señor, inclina tu cielo y desciende»… Has descendido, has abajado el cielo y has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado tomar sobre ti la carne del hombre, y muchos han creído en ti» (Orígenes – Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 512-515).

Para nosotros, los cristianos, Dios ya no es, como en la filosofía anterior al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad, porque Dios «ha inclinado su cielo y ha descendido». El cielo es él mismo y ha descendido en medio de nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de la oveja perdida, a la que el pastor toma sobre sus hombros, la parábola de la Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación él descendió y tomó sobre sus hombros nuestra carne, a nosotros mismos. Así, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se ha hecho amistad, comunión. Demos gracias al Señor porque «ha inclinado su cielo y ha descendido», ha tomado sobre sus hombros nuestra carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.

El salmo, que partió de nuestro descubrimiento de que somos débiles y estamos lejos del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la acción divina: a nuestro lado está el Dios-Emmanuel, que para los cristianos tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de nosotros.

 

25 de enero de 2006

La unidad de los cristianos

1. Concluye hoy la Semana de oración por la unidad de los cristianos, durante la cual hemos reflexionado en la necesidad de pedir constantemente al Señor el gran don de la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo. En efecto, la oración contribuye de modo esencial a hacer más sincero y fructífero el compromiso ecuménico común de las Iglesias y comunidades eclesiales.

En este encuentro queremos reanudar la meditación sobre el salmo 143, que la Liturgia de las Vísperas nos propone en dos momentos distintos (cf. vv. 1-8 y vv. 9-15). Tiene el tono de un himno; y también en este segundo movimiento del salmo entra en escena la figura del «Ungido», es decir, del «Consagrado» por excelencia, Jesús, que atrae a todos hacia sí para hacer de todos «uno» (cf. Jn 17,11.21). Con razón, la escena que dominará el canto estará marcada por la prosperidad y la paz, los símbolos típicos de la era mesiánica.

La paz mesiánica

2. Por esto, el cántico se define como «nuevo», término que en el lenguaje bíblico no indica tanto la novedad exterior de las palabras, cuanto la plenitud última que sella la esperanza (cf. v. 9). Así pues, se canta la meta de la historia, en la que por fin callará la voz del mal, que el salmista describe como «falsedades» y «jurar en falso», expresiones que aluden a la idolatría (cf. v. 11).

Pero después de este aspecto negativo se presenta, con un espacio mucho mayor, la dimensión positiva, la del nuevo mundo feliz que está a punto de llegar. Esta es la verdadera shalom, es decir, la «paz» mesiánica, un horizonte luminoso que se articula en una sucesión de escenas de vida social: también para nosotros pueden convertirse en auspicio de la creación de una sociedad más justa.

La sociedad próspera

3. En primer lugar está la familia (cf. v. 12), que se basa en la vitalidad de la generación. Los hijos, esperanza del futuro, se comparan a árboles robustos; las hijas se presentan como columnas sólidas que sostienen el edificio de la casa, semejantes a las de un templo. De la familia se pasa a la vida económica, al campo con sus frutos conservados en silos, con las praderas llenas de rebaños que pacen, con los bueyes que avanzan en los campos fértiles (cf. vv. 13-14).

La mirada pasa luego a la ciudad, es decir, a toda la comunidad civil, que por fin goza del don valioso de la paz y de la tranquilidad pública. En efecto, desaparecen para siempre las «brechas» que los invasores abren en las murallas de las plazas durante los asaltos; acaban las «incursiones», que implican saqueos y deportaciones, y, por último, ya no se escucha el «gemido» de los desesperados, de los heridos, de las víctimas, de los huérfanos, triste legado de las guerras (cf. v. 14).

La paz de Dios

4. Este retrato de un mundo diverso, pero posible, se encomienda a la obra del Mesías y también a la de su pueblo. Todos juntos, bajo la guía del Mesías Cristo, debemos trabajar por este proyecto de armonía y paz, cesando la acción destructora del odio, de la violencia, de la guerra. Sin embargo, hay que hacer una opción, poniéndose de parte del Dios del amor y de la justicia.

Por esto el Salmo concluye con las palabras: «Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor». Dios es el bien de los bienes, la condición de todos los demás bienes. Sólo un pueblo que conoce a Dios y defiende los valores espirituales y morales puede realmente ir hacia una paz profunda y convertirse también en una fuerza de paz para el mundo, para los demás pueblos. Y, por tanto, puede entonar con el salmista el «cántico nuevo», lleno de confianza y esperanza. Viene espontáneamente a la mente la referencia a la nueva alianza, a la novedad misma que es Cristo y su Evangelio.

Es lo que nos recuerda san Agustín. Leyendo este salmo, interpreta también las palabras: «tocaré para ti el arpa de diez cuerdas». El arpa de diez cuerdas es para él la ley compendiada en los diez mandamientos. Pero debemos encontrar la clave correcta de estas diez cuerdas, de estos diez mandamientos. Y, como dice san Agustín, estas diez cuerdas, los diez mandamientos, sólo resuenan bien si vibran con la caridad del corazón. La caridad es la plenitud de la ley. Quien vive los mandamientos como dimensión de la única caridad, canta realmente el «cántico nuevo». La caridad que nos une a los sentimientos de Cristo es el verdadero «cántico nuevo» del «hombre nuevo», capaz de crear también un «mundo nuevo». Este salmo nos invita a cantar «con el arpa de diez cuerdas» con corazón nuevo, a cantar con los sentimientos de Cristo, a vivir los diez mandamientos en la dimensión del amor, contribuyendo así a la paz y a la armonía del mundo (cf. Esposizioni sui salmi, 143, 16: Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 677).

 

Comentario del Salmo 143

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Se dice de este salmo que es «plagiado» y «compuesto». Hay cierta verdad en la afirmación, a condición de descubrir la función que tienen aquí las expresiones copiadas de otros salmos, y la unidad que se les da. El salmo 143 es una súplica que sigue el siguiente proceso: celebración de los títulos divinos de protección, procedentes del campo bélico (vv. 1-2). A ella se contrapone una reflexión sobre la caducidad del hombre (vv. 3-4), cuya finalidad es persuadir para que el hombre sea socorrido. Los versículos siguientes (vv. 5-8) describen el socorro que proporciona el Dios guerrero. Finaliza esta primera parte del salmo con una nueva celebración de Dios que da la victoria a los reyes, ejemplificada en David, símbolo de la protección divina (vv. 9-10).

Con el versículo 9 tenemos, formalmente, un nuevo comienzo. Continúa el lenguaje bélico, pero ya puesto en acción: Dios es quien da la victoria a los reyes. Así lo demuestra el ejemplo de David. Quien ora, alguien constituido en autoridad o representante de todo el pueblo, acude a ese ejemplo con el que persuade y se persuade de ser escuchado. Si el orante representa a la comunidad, es lógico que la misma exponga sus deseos o augurios, formule su petición de bienes, de prosperidad, de fortuna. Para ello recurre al lenguaje de la profecía escatológica. El verso final (v. 15) transforma los augurios en himno de alabanza.

En el rezo comunitario de la primera sección (vv. 1-8), las diversas partes que forman esta súplica pueden diferenciarse en la salmodia:

Asamblea, Títulos hímnicos: «Bendito el Señor… me somete los pueblos» (vv. 1-2).

Presidente, Reflexión sobre el hombre: «Señor, ¿qué es el hombre… una sombra que pasa» (vv. 3-4).

Salmista, Súplica: «Señor, inclina tu cielo… cuya diestra jura en falso» (vv. 5-8).

En el rezo comunitario de la segunda sección (vv. 9-15, es conveniente distinguir entre el singular y el plural. Si el singular representa a la comunidad, bueno será que lo salmodie el Presidente de la asamblea, mientras que los augurios o deseos son expresión propia de la misma asamblea.

Presidente, Cántico de acción de gracias y súplicas: «Dios mío, te cantaré… diestra jura en falso» (vv. 9-11).

Asamblea, Aspiraciones mesiánicas: «Sean nuestros hijos… cuya Dios es el Señor» (vv. 12-15).

La roca era Cristo

El hueco de la roca ofrece abrigo y salvación. Decir de Dios que es alcázar, baluarte, escudo y refugio (v. 3) es proclamarle salvador. A la vez, si la roca -que de suyo es símbolo de esterilidad- cae bajo la mano de Dios, puede convertirse en manantial de agua y llegar a ser fértil como el mejor campo. Cristo personifica la solidez de la roca salvadora. De Él brota el agua nueva del Espíritu. Cristo es la roca sobre la que se levanta la nueva y sólida construcción. El que escucha su palabra y la cumple edifica sobre esta Roca salvadora. Aquí se saciará del agua que salta hasta la vida eterna. Bendito sea Cristo nuestra Roca, el baluarte donde estamos a salvo.

El hombre es una sombra de eternidad

Ante la Roca consistente que es Dios, el hombre se define como caduco, efímero: es un soplo, una sombra que pasa. Sin embargo, esta existencia frágil que es el hombre encierra una pregunta permanente: ¿Qué es él hombre? (v. 3). Si Dios se ha fijado en el hombre, si tanto le mira y pone en él su corazón, no puede ser un sueño. Cristo nos proporciona la respuesta adecuada. Él es el hombre hasta las últimas consecuencias. Hecho inferior a los ángeles hasta el punto de gustar la muerte. Ya resucitado, es el Primogénito entre muchos hermanos. El hombre, portador de la mirada de Dios, es sombra de eternidad proyectada en nuestro suelo. Nuestros días mortales pasan. Dios nos tiene reservada una corona de inmortalidad, ya que su Hijo gustó la muerte para bien de todos. Sepamos respetar la pequeña-gran figura del hombre.

También a vosotros os perseguirán

Los epítetos guerreros de Dios y la confesión de la debilidad humana tienen la finalidad concreta de conmover a Dios. Debe actuar, y de una forma urgente, porque su protegido está en peligro. Llegará esa protección. Antes es necesario que el peligro llegue al sarcasmo burlesco de decir: «Ha puesto su confianza en Dios; que lo salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: «Soy Hijo de Dios»» (Mt 27,43). Jesús, después de confesar su abandono, dando un fuerte grito expiró. Pero el Dios guerrero no ha sido vencido. Al alborear el primer día de la semana, el fulgor divino aterroriza a los guardias y anuncia: «Ha resucitado de entre los muertos». Continuarán las persecuciones. Pero ahora sí que sabemos que Dios continúa extendiendo su mano desde arriba.

El Hijo de David

El nombre del Dios de Israel es la fuerza con la que David vence al potente filisteo. A los reyes que le sucedieron se les ofreció el mismo apoyo. Su desgracia consistió en no saber apreciar ese poder «misterioso». En consecuencia, Dios no gobierna a su pueblo. ¡Ah si rompiese los cielos y descendiese!…, porque lo cierto es que el trono de David estará firme eternamente. Un desconocido hijo de David, José (cf. Mt 1,17-20), tiene el honor de legar a la generación siguiente la salvación personalizada. Su nombre es Jesús, el Salvador, el Hijo de David. El Hijo de David es el salvador de los dos ciegos que piden su piedad, lo es de la hija de la cananea, lo es, finalmente, de la muchedumbre que grita: «Sálvanos, por favor, hijo de David». Es nuestra exclamación cuando cae el día, seguros de hallar la salvación en Aquel que da la victoria a los reyes.

Dios de bendición

Sobre las ruinas del destierro resuenan voces de futuro. El pueblo no volverá a ser destruido, sino que él y la capital se levantarán como ornamento de las naciones. En el recinto ciudadano, el novio y la novia cantarán alegres melodías de amor y descendencia. Los campos recibirán una lluvia de bendición, sustento para abundantes ganados. Todo ello bajo la mirada del Pastor único, de «Yahvé-nuestra-justicia». Estas promesas son, en el salmo, petición (vv. 12-14). ¿Cuándo se harán realidad? Cuando sobre la piedra angular seamos cincelados cuidadosamente (Ef 2,20); cuando, injertados en la viña u olivo nuevo, recibamos la savia vigorosa de Dios (Jn 15,1-7); cuando, recibida la palabra, dejemos que produzca fruto en nosotros (Lc 8,15). Es una construcción para la eternidad, donde será recogido el buen trigo.

«Dichoso el hombre…»

Desde los comienzos Israel constata una situación de dicha: es el pueblo salvado por el Señor. De esta dicha participa el pueblo y el individuo, sanado o declarado inocente, que se acerca al Santuario, se adhiere a la voluntad divina u observa la ley, etc. En definitiva, es dichosa una vida de absoluta confianza en Dios. Con esta disposición el hombre está capacitado para tomar parte en la dicha presente (Lc 10,23). Ahora es cuando Dios ha actuado: ha triunfado sobre la suprema humillación de la muerte. Quien no se escandaliza porque la luz surja de la oscuridad y la vida de la muerte es dichoso (Mt 11,6). La dicha del hombre es propia del mundo nuevo que se edifica sobre el Cuerpo de Cristo. Son dichosos los pobres, perseguidos, pacíficos… Su dicha, como la de Cristo, pasa por la muerte y terminará en su resurrección, cuando se le asigne una dicha sin fin (Mt 5,3s) porque su Dios será el Señor.

Resonancias en la vida religiosa

I.- Ante Dios que nos adiestra para el combate: Participamos en la única misión de la Iglesia como comunidad carismática; sacados del mundo, debemos estar y realizar nuestra misión en un mundo hostil. Como en Jesús, nuestra vida y seguridad peligran; como Jesús, debemos encontrar en el Padre nuestro hogar, nuestro refugio donde ponernos a salvo. Dios Padre nos adiestra para el combate, nos comunica la fuerza de su Espíritu para llevar adelante la misión.

Sólo en la presencia de Dios lograremos la consistencia y la energía para ejercer la misión. No podemos confiar excesivamente en nuestro ser humano. ¿Qué es el hombre? Somos como un soplo, como una sombra que pasa. Pero con la mano del Señor podremos llevar adelante la misión victoriosa que nos ha confiado y reconocerla cantando un cántico nuevo.

Dios mismo nos va conformando progresivamente según la imagen de su Hijo, el Hombre, que venció a la muerte y al mundo.

II.- Elección en la agonía y en la esperanza: Elegidos por Cristo y sacados del mundo, experimentamos la hostilidad y el odio de quienes pertenecen al mundo malo. Tal situación puede llevarnos a la pusilanimidad, al temor e incluso puede atentar contra el arrojo audaz en nuestras empresas. Pero la comunidad, nacida en el seno del pueblo de Dios por obra del Espíritu, cuenta con el apoyo oportuno y victorioso del Dios que cumplió sus promesas a David y las selló definitivamente en Jesús, el Hijo de David. Ella misma es comunidad regia, libre, adquirida por la sangre preciosa de Jesucristo para la libertad y el señorío.

Entendería mal estas promesas, quien viera en ellas un seguro de bienestar y prosperidad mundanas; son ellas, más bien, un compromiso del Dios que por su Espíritu llevará a plenitud nuestra elección: seremos tallados según el modelo del Hijo, configurados con sus rasgos, conformados con su imagen esencial; edificados sobre Él para constituir el Templo de Dios. Y a esta meta se llega a través de un proceso transformador que no ahorra morir con la muerte de Jesús ni agonizar en la lucha contra el mundo malo; a esta meta se llega después de haber ocupado el propio puesto junto a la cruz. Sólo después la configuración con Cristo se hace total por la fuerza del mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos. Nuestra elección se despliega entre la agonía y la esperanza que no será defraudada.

Oraciones sálmicas

Oración I: Bendito seas, Señor, nuestra Roca; sobre ti estamos construidos como un alcázar, un baluarte, un refugio; Tú eres la Roca consistente de la que mana el agua de la vida; edifícanos sobre ti, concede consistencia a nuestra fe, sácianos del agua del Espíritu para que nuestra vida sea fecunda. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Tú nos has revelado, Padre, qué es el hombre, al enviar a tu Hijo a nuestra tierra para ser hombre; Tú has exaltado nuestra existencia frágil y has querido dialogar con nuestra pobreza; inclina tu cielo y no olvides nunca la obra de tus manos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Señor, Tú has manifestado tu rostro en Cristo, tu Hijo, quien al resucitar del sepulcro aterrorizó a los guardias y liberó a la humanidad de las aguas caudalosas de la muerte; acoge nuestro cántico nuevo de agradecimiento. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración IV: Fíjate, Rey eterno, en la comunidad que has constituido pueblo de reyes; concédenos ese poder misterioso con el que Jesús, el Hijo de David, salvó al hombre de su ceguera, de su enfermedad, de su desgracia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Bendito seas, Padre, porque nos has elegido antes de la constitución del mundo para ser tus hijos e hijas y nos has destinado a reproducir en nosotros los rasgos de tu Unigénito; que el pecado nunca borre su imagen en nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VI: Dichoso es, Señor, el pueblo que te confiesa su Dios, porque en ti encuentra la victoria, la salvación, la paz, la descendencia, el alimento y la seguridad, ahora y por siempre. Amén.

 

Comentario del Salmo 143

Por Maximiliano García Cordero

El salmo consta de dos partes diferentes por su argumento y su ritmo: a) súplica de un rey que se halla en situación angustiosa como consecuencia de los ataques de pueblos enemigos que violaron la paz de Israel (vv. 1-11); b) exaltación de la prosperidad de Israel por su fidelidad a Yahvé (vv. 12-15). Esta segunda sección, que formaba parte de otro salmo perdido, fue incrustada a la sección anterior por razones de acoplamiento litúrgico que a nosotros nos son desconocidas. En la formación de la primera parte intervienen textos de los salmos 17, 8, 38, 103, 32. La segunda parte tiene el aire de un poema «sapiencial», en el que se enseña que la fidelidad a la religión fomenta la prosperidad.

La solicitud divina por el hombre (vv. 1-11). Los vv. 1-2 ensalzan a Yahvé como protector del rey en sus empresas bélicas. En los vv. 3-4 se trata de la Providencia divina en general sobre el hombre, que en su pequeñez es digno de la atención de Yahvé. A continuación, el salmista describe la manifestación de su Dios en las tormentas, fulgurando rayos y relámpagos. Apela al poder divino para que le libre de sus enemigos exteriores -alienígenas-, que caen en tromba sobre él como torrentes de aguas diluviales. Sus enemigos traman engañosamente perderle, haciendo juramentos falsos. Yahvé siempre se ha mostrado propicio a su pueblo, defendiendo a sus reyes, como lo hizo con su siervo David, el rey ideal de Israel.

Deseos de prosperidad (vv. 12-15). Esta sección parece estar calcada en las promesas del Deuteronomio 28,2-3 y 30,9. La prosperidad de Israel depende de su fidelidad a Yahvé. La desconexión conceptual con lo que antecede obliga a pensar que nos hallamos ante un fragmento errático de una composición sapiencial. El poeta ansía la propagación de la progenie de Israel, que ha de crecer vigorosa como las plantas bien regadas. Las hijas serán elegantes y esbeltas, como las columnas adornadas del templo. Los graneros, rebosantes; los rebaños, multiplicados, y las mieses, desbordándose sobre los carros arrastrados por los bueyes. Y todo ello en un ambiente de seguridad y de paz, sin miedo a enemigos que puedan irrumpir en las murallas de la ciudad, haciendo brechas, y sin peligro de ser llevados al destierro. Todo ello es señal de estar bajo la especial protección divina; por eso, el salmista se congratula con el pueblo de Israel, que puede contar con el auxilio de Yahvé, su Dios.