¿Cuál es el mínimo de oración que debemos hacer cada día?

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¿Cuál es el mínimo de oración que debemos hacer cada día?

Conocí un matrimonio que ha formado una familia con 7 hijos. Ambos trabajan, tienen un buen grupo de amigos, cada año van de misiones en familia. El día de fin de año hicieron un balance de su vida matrimonial. Reconocieron que la relación se estaba enfriando. Se dedicaban a cuidar, educar y mantener a sus hijos, pero estaban descuidando su vida matrimonial . Decidieron poner los medios para asegurar al menos 15 minutos diarios de estar los dos juntos, totalmente el uno para el otro. Durante esos 15 minutos ponen una veladora a la puerta de su habitación y un letrero: “Tiempo para mamá y papá”. Los hijos saben que durante ese espacio no se les puede interrumpir.

Algo análogo sucede a veces en la vida de oración. Hay quienes acentúan una separación total entre la oración y la vida: “cuando hagas oración olvídate de todo y de todos”. Esto ha provocado en algunos, como reacción, que ya no dediquen tiempo a la oración porque “la vida toda es oración”; hay que “orar la vida”, dicen. Esto significa que hay que convertir en oración todo cuanto acontece. Y es verdad, pero las dos cosas son necesarias: orar la vida y reservar espacios para la oración personal y comunitaria.

En la mayoría de los casos no se trata de un problema conceptual, sino de algo más práctico: se reconoce la necesidad de la oración personal, pero no se asegura un tiempo diario para estar a solas con Dios. O no se tiene la determinación de hacerlo, o no se ponen los medios, o no se persevera en el propósito. Hay que querer y formar el hábito (te recomiendo releer estos artículos: 4 palabras clave para que disfrutes tu meditación diaria y ¿Cómo perseverar en el propósito de la meditación diaria?)

Tiempo para Dios

Muchos de nosotros tropezamos día a día con la multiplicación de citas en el calendario. Cuántas veces he encontrado personas agobiadas reclamando: ¡no tengo tiempo para nada! Y a veces todo es cuestión de poner un poco de orden y de jerarquía en el propio horario. Cuando alguien quiere ordenar su vida busca reflejarlo de manera práctica en el uso del propio tiempo asegurando que en la rutina diaria, semanal y mensual haya espacio para:

  • la familia,
  • el trabajo,
  • el ejercicio físico o deporte,
  • los amigos,
  • la lectura y el estudio,
  • el apostolado,
  • el descanso…

Hay actividades que jamás faltan en la rutina diaria de cualquier persona, porque son indispensables, no se cuestionan: por ejemplo, normalmente se da por supuesto que se dispone de tiempo para comer. Creo que el tiempo de oración entra dentro de esta última categoría.

Conozco a varias personas, madres o padres de familia, comprometidos laboralmente, que hacen una hora de oración personal diaria. Muchos otros –lo más común- son los que dedican 15-30 minutos. Menos de 15 minutos me parece que sería insuficiente. Se requiere un mínimo indispensable de tiempo para hacer silencio, serenar el espíritu, entrar en la presencia de Dios en actitud de escucha y estar con Él. Por lo demás, ¿qué estudiante no sabe que para profundizar se requieren tiempos largos? ¿Qué profesionista no ha descubierto que en la realización de un programa se requiere seguimiento? Y sobre todo ¿qué buen amigo no dedica tiempo a los amigos?

La oración es el alimento del alma

Puede ocurrir que algún día con la agenda llena de compromisos, de trabajo o de imprevistos, la hora del almuerzo “se pase de largo”. Cuando esto sucede, el estómago termina por “quejarse”. Y se merienda o se cena de forma más abundante y sustanciosa. Si la ausencia de alimento, o de sueño, se prolongaran en el tiempo, la salud terminaría seriamente quebrantada. La oración es el alimento del alma. Y por eso, algo indispensable. Es recomendable que sea siempre a la misma hora y nunca cancelar la cita. ¿Posponerla? sólo por causas verdaderamente extraordinarias. Es cuestión de prioridades y de disciplina. Es también cuestión de amistad, de amor, de identidad.

“La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador.” (Gaudium et spes, n. 19)

Es cuestión de amor

Mientras escribo esta nota en una sala de espera del aeropuerto de Atlanta se han acercado dos personas. Una me ha confiado que acaba de morir un familiar y su pregunta era qué oración se prescribía para estas ocasiones. Otro era un ministro presbiteriano que iba a dar un panegírico en un funeral católico y quería saber cuántos minutos prescribía la Iglesia católica para este tipo de intervenciones. Es común concebir las cuestiones religiosas como prescripciones, fórmulas y requisitos. No obstante, cuando hablamos del tiempo de oración personal diaria, no estamos hablando de una prescripción o un requisito, sino de sentido común y de amor. Por eso, la pregunta del título de esta nota no es adecuada. Preguntarse cuál es el mínimo de oración que debemos hacer cada día, suena a tacañería. Una persona enamorada no se pregunta cuál es el tiempo mínimo que debe dedicar a su pareja.

Aún así, voy a responder a esa pregunta. Creo que estarán de acuerdo conmigo en que es razonable concluir que a Dios habría que dedicarle al menos 15-30 minutos diarios, sólo para Él. Por su parte, el sacerdote o la persona consagrada a Dios: por lo menos una hora, además de la celebración eucarística y la liturgia de las horas.

La otra perspectiva

No pensemos sólo en nosotros mismos, en el bien que nos hacen los ratos de oración y en que es indispensable “estar unido a la Vid” (cf. Jn 15, 1 ss) para vivir y dar fruto. Pensemos sobre todo en que es Dios quien quiere estar con cada uno de nosotros “para que donde Yo estoy estéis también vosotros” (cf. Jn 14, 3b). Él, nuestro Padre del cielo, quiere vernos centrados en lo esencial, creciendo saludablemente y avanzando sin obstáculos hacia la vida eterna siguiendo de cerca a Jesús, “pues para donde Yo voy, vosotros conocéis el camino” (Jn 14, 4). Recordemos a Cristo deseoso de nuestra compañía cuando acudamos a la Eucaristía. Allá a sus plantas hallarán eco en nuestros corazones aquellas palabras suyas dirigidas a sus discípulos: “quedaos aquí y velad conmigo”. (Mt 26, 38b) Pensemos en el Espíritu Santo, el dulce huésped de nuestra alma, que quiere ser escuchado y clama con Jesús, orando en lugar nuestro desde el centro de nuestro ser: ¡Abbà, Padre! (cf Gal 4, 6) Al acudir a María, recordemos siempre que Ella es nuestra Madre y desea que nos arrojemos en sus brazos para consolarnos, para protegernos, para que confiados abandonemos y olvidemos en Ella nuestros temores y preocupaciones.

Abrir espacios a Dios

Y no olvidemos que Dios tiene su propio tiempo para responder a nuestras súplicas y necesidades; debemos abrirle espacios en actitud de silenciosa escucha para recibir Su respuesta. Como bien dijo San Juan María Vianney: “Si vas al encuentro de Dios, Él vendrá a encontrarte”.

Creo en Alguien

Dedicar un tiempo diario al encuentro personal con Cristo es una expresión lógica y coherente de nuestra fe. Pues “la fe cristiana no dice ‘Yo creo algo’, sino ‘Creo en Alguien’, creo en el Dios que se ha revelado en Jesús” (Benedicto XVI, 6 de mayo de 2011). Creo en Aquel que me amó y se entregó a la muerte de cruz por mí. Creo en que Jesús, el Hijo de Dios, resucitó, está vivo, puedo comunicarme con Él. La fe, sincera y profunda, ha de conducirme espontáneamente a la gratitud, al amor, al diálogo, al gozo del encuentro. En Jesucristo percibo el verdadero sentido del mundo y de la vida; y este creer implica toda la persona, que está en camino hacia Él.

Somos administradores de nuestro tiempo

Dios es el Señor de la historia, Él determinó cuándo habríamos de nacer y sólo él sabe cuándo moriremos; nuestro tiempo pertenece a Dios. Pero Él ha querido confiarnos la libre administración de nuestro tiempo. Somos libres, podemos amar, porque contamos con un presente que nos es donado en cada instante de nuestra vida. Ojalá a Cristo le toque una buena porción de nuestra libertad, de nuestro amor… y por tanto, de nuestro tiempo. Estar con Él es la mayor delicia del alma y la mejor inversión, una gran fuente de felicidad. En medio del ajetreo de todos los días, es un excelente camino para alcanzar la paz interior y gozar serenamente de la compañía de Aquel que dijo: “la Paz os dejo, mi Paz os doy” (Jn 14, 27)

Concluyo con una sugerencia: Si el Espíritu Santo te ha hablado mientras leías este artículo, respóndele. Revisa tu rutina diaria. Sé práctico. Sube un escalón en tu vida de oración.


Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)

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