TERCER MISTERIO
La Coronación de Espinas
«Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: «Salve, Rey de los judíos.» Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él”. Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: “Aquí tenéis al hombre”». (Jn 19, 2-5)
La mano de Pilato se extiende hacia el Rey de los judíos, en el momento en que sus palabras confirman la verdad que su corazón buscaba – ¿qué es la verdad? – pero que con su sola razón no había logrado conocer: «He ahí al hombre». ¿Quién es la verdad? Sus ojos han contemplado a un hombre coronado de espinas, flagelado y humillado, con una caña como cetro y un manto de púrpura sobre los hombros por toda vestidura real. Un velo le impide ver al Dios hecho Hombre. Pero he ahí que, a imagen de este Hombre, todo hombre ha sido creado. Ante Jesús, Pilato se reconoce a sí mismo. No como es hoy, sino como está llamado a ser. «…para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él». Contemplando al Inocente, se encuentra desnudo ante su conciencia, empuñando un poder del que en este momento hubiera preferido verse libre. Se lavará las manos, mientras entrega a la muerte a Aquel de quien Simeón dijo a María: «este Niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y como signo de contradicción… y a ti una espada te atravesará el alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones…» (cfr. Lc 2, 34-35)
La Palabra de Dios se ha encarnado y aparece a los ojos de Pilato, de los soldados, del mundo, como una «espada de doble filo» que «entra hasta la división del alma y del espíritu, […] y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón» (Heb 4, 12) de quienes lo contemplan.
Una corona de espinas tortura la cabeza de Jesús. Si en Getsemaní el combate de la sensibilidad y la voluntad humanas lo llevó hasta la agonía, y pudo vencer en el total abandono de su voluntad a la Voluntad Santísima del Padre; las espinas nos recuerdan la tortura de la tentación que se presenta al nivel de los pensamientos. Los Padres de la Iglesia consideran que el núcleo del combate espiritual se da en la batalla contra los pensamientos «malignos» (a los que llaman logismoi) con los que la tentación se presenta a tocar la puerta del corazón con todo tipo de sugestiones contrarias a Dios, al hombre, al cosmos, contrarias al amor y a todo bien. No es la tentación el pecado. Lo será el consenso. Pilato se debate, y cede. Nuestro corazón, ¡demasiadas veces!, también.
El puño izquierdo de Pilato aprieta un cetro de muerte, mientras es al Hijo de Dios – el Camino, la Verdad y la Vida- a quien ha sido dado todo poder de dar la vida en el cielo y en la tierra. Jesús aparece sereno, sentado sobre un trono de piedra cuya forma asemeja un altar. Es Él mismo el Altar en el que todo el mundo es consagrado, en el Hombre que se ofrece a Sí mismo al Padre para el perdón de los pecados, para la salvación de todos, para restañar en los corazones heridos por nuestra fragilidad -por nuestra libertad egoísta, cobarde y mezquina-, toda sangre y toda lágrima.
«¿Quién ha habido jamás que haya cobrado un cariño tan loco, que por amor de su amado haya querido no sólo conservar las cicatrices y el afecto a quien siempre le fue ingrato, sino hacer de las heridas objeto de sus preferencias? Tal es el caso de quien no sólo nos ama, sino que, a la vez, nos estima sobre todo modo y manera. Es el colmo de aprecio no avergonzarse de las enfermedades de nuestra naturaleza, sino llevarlas en Sí y sentarse en su trono real, cubierto con las llagas que recibió por ser hombre». (Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo)
Es Él mismo, y no los soldados, el Sacerdote que prepara el único sacrificio del único Cordero. Es Él el Hijo del Rey que ha acudido a la viña y será pronto entregado a la muerte -un pie, apoyado en la tierra, expresa esta dimensión histórica en la que se ha introducido: se dirige a la Pascua, y lo sabe. Pero es también el Dueño de la viña, el Rey que sentado en el trono reinará al final de los tiempos, cuando todo será recapitulado en Cristo. El pie izquierdo, apoyado en el trono- altar, nos coloca en esta otra dimensión: divina, eterna y definitiva. Es la Divino- Humanidad de Jesús, la que atisban los ojos de Pilato en el misterio abismal de su Verdad y de su Amor.
Ecce Homo.