La Madre Dolorosa

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Madre Dolorosa

QUINTO MISTERIO DOLOROSO (2)

«Junto a la cruz de Jesús estaban, su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí una vasija llena de vinagre.  Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Ya todo está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos, como era el día de la Preparación, no querían que quedasen los cuerpos en la cruz el sábado -porque aquel sábado era muy solemne-. Así que rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: “No se le quebrará hueso alguno”. Y también otra Escritura, dice: “Mirarán al que traspasaron». (Jn 19, 25-37)

La Madre sufría. Algunos iconos orientales representan a María al pie de la cruz de su Hijo con la mano en la mejilla asaltada por las dudas, tentada en medio de su dolor, tema que retoma el mosaico que contemplamos. ¿De qué habría dudado María?

«La Virgen no ha dudado un momento de la divinidad del Hijo, pero se turba al ver a Dios tan humillado en su humanidad. ¿Quién hubiera pensado que ésta sería, en tan poco tiempo, la suerte del que fue anunciado por el ángel como heredero del trono de David, cuyo reino no tendría fin (cfr. Lc 1,33)? ¿Tiene sentido hacerse hombre para sufrir y morir sin gloria y sin reconocimiento?» (Špidlík – Rupnik, La fe según los iconos)

Esta es la pregunta que taladra el corazón del que sufre: ¿tiene sentido? ¿Cuál es esta «sabiduría de la cruz (…) la última y la más profunda ciencia que el hombre pueda recibir», «el sentido salvífico del sufrimiento, del fracaso, de la muerte»? (cfr. Špidlík – Rupnik, op.cit.) Cuando el dolor llega al extremo, la mente no consigue pensar, la persona no mora en su cabeza, no se buscan respuestas lógicas a esta pregunta sino existenciales. Es en el fondo del corazón, es al espíritu al que las tinieblas atenazan poniendo en jaque el sentido de la propia vida, la totalidad de la existencia. No sabemos lo que pensaba María. Podemos contemplar su actitud, su disposición, y aprender de Ella y con Ella el sentido de este dolor.

«Junto a la cruz de Jesús estaba(n) su Madre…» El evangelio de Juan, escrito originalmente en griego, utiliza el vocablo esteikesan (εἱστήκεισαν) cuya raíz es la misma del verbo istani y del sustantivo ek-stasi. El modo de «estar» de la Madre, al pie de la cruz de su Hijo, es propio de quien se encuentra orientado hacia el otro, de quien ha salido de sí (ek-stasi, éxtasis), en un dinamismo de donación y de acogida, que en el Calvario llega hasta el extremo. La Madre es toda oblación de un amor-dolor incondicional; y es receptividad absoluta de la vida del Hijo que le es donada -a ella y a todos- hasta el extremo. Un día concibió en su seno al Salvador, hoy la semilla se hunde en su corazón -semilla y espada-, muere y germina, y su Hijo salva, reconcilia, rescata de la fosa y reconstruye las relaciones rotas entre el hombre y Dios para la Vida eterna, colmando las esperanzas de toda la humanidad. La Madre «estaba» orientada hacia su Hijo. Su rostro, su mirada, no se despegan de Él.

«El ojo exterior ve la muerte, el interior adora la vida. El ojo exterior mira a un hombre muerto, el interior contempla al Salvador resucitado. Toda la sensualidad humana siempre ha intentado evitar el sufrimiento y la muerte. Ahora el ojo interior reconoce en la cruz la victoria sobre la muerte porque Cristo entregado en las manos de los hombres, ha destruido el reino de la muerte, su lógica, su mentalidad, y ha expulsado al demonio del miedo que tiene esclava a la humanidad. (cfr. Hb 2, 15). Cristo entregado en manos de los hombres está lleno de amor, y el Padre no dejará que su siervo fiel se pudra en la tierra. De hecho, lo que fue asumido por el amor fue arrancado de la muerte. (cfr. 1 Cor 13,8)» (Špidlík – Rupnik, op.cit.)

También el Hijo está vuelto hacia el Padre – «el Otro»-, y hacia los otros. No ha vivido para sí mismo y no muere para sí mismo. En el altar de la cruz, Cristo sacerdote intercede y se ofrece. Experimenta en su agonía la soledad, el desprecio de los suyos. Ha rogado al Padre por quienes le aborrecen: «perdónales Padre» (Lc 23, 34), ha garantizado el perdón y confirmado en la esperanza al hombre crucificado a su lado por un delito de robo: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43); ha orado al Padre con las palabras del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La súplica confiada de sus versos habrá manado aun en su interior silenciosamente, confortando su espíritu:

«¡Dios mío, Díos mío! ¿Por qué me has abandonado?

Estás lejos de mi queja, de mis gritos y gemidos.

Clamo de día, Dios mío, y no me respondes,

también de noche, sin ahorrar palabras.

Con todo, tú eres el Santo,

tú que habitas entre las alabanzas de Israel.

En ti confiaron nuestros padres,

confiaron y tú los liberaste;

a ti clamaron y se vieron libres,

en ti confiaron sin tener que arrepentirse.

Yo en cambio, soy gusano, no hombre,

soy afrenta del vulgo, asco del pueblo;

todos cuantos me ven de mí se mofan,

tuercen los labios y menean la cabeza:

“se confió a Yahvé, ¡pues que lo libre,

que lo salve si tanto lo quiere!”

Fuiste tú quien del vientre me sacó,

a salvo me tuviste en los pechos de mi madre;

a ti me confiaron al salir del seno,

desde el vientre materno tú eres mi Dios.

¡No te alejes de mí, que la angustia está cerca,

que no hay quien me socorra!» (Sal 22, 1-12)

 

«A salvo me tuviste en los pechos de mi madre…» (Sal 22, 10) Ella está ahí, junto a Él. Jamás nadie ha consolado tanto el corazón de Dios como en aquella Hora, la definitiva, su Madre.  «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”». ¡Sí, a salvo quedarán también sus discípulos, custodiados en Él al amparo de la Madre! Más allá de la evidente preocupación filial por el futuro de su madre viuda, el acento principal se coloca en la nueva misión a Ella encomendada. Jesús confía a la maternidad de María los nuevos hijos engendrados por el Espíritu. Todo hombre, gestado para la vida eterna en este seno, podrá abandonarse en adelante al Padre con sus mismas palabras: «desde el vientre materno tú eres mi Dios».

En María es simbolizada la Iglesia. «El misterio de la maternidad de María crece, por tanto, a través del tiempo. También la Iglesia se convierte en una repercusión terrestre de la paternidad celestial. Después de que el Hijo de Dios engendrado por el Padre desde la eternidad, ha descendido para nacer como hombre, los hijos de los hombres nacen en la Iglesia como hijos adoptivos de Dios». (Špidlík – Rupnik, op.cit.)

El sentido del sufrimiento sólo se comprende en plenitud a la luz de la maternidad divina que ha sido participada a la humanidad en el misterio de la Iglesia. El único dolor humano verdaderamente gozoso es el dolor del parto. «La mujer suele estar triste cuando va a dar a luz, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y os llenaréis de alegría, y nadie os la podrá quitar». (Jn 16, 21-22) Sólo el corazón que ama engendra la vida, y sólo quien ama en Cristo, engendra hijos para la vida eterna. «¡Hijitos míos! -exclamaba san Pablo en su carta a los cristianos de Galacia- por vosotros sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4, 19) Los ojos abiertos del Crucificado en el mosaico que contemplamos expresan la totalidad del misterio pascual: pasión, muerte y resurrección.  La muerte ha sido vencida por el amor, porque el amor es más fuerte que la muerte (Cfr. Ct 8,6; PP Francisco, 17 de junio de 2015). El salmo que Jesús ora en la agonía recuerda en sus últimos versos el fruto del árbol de la cruz: la vida comenzada en esta tierra no tendrá más fin: «Los pobres comerán, hartos quedarán, los que buscan a Yahvé lo alabarán: ¡Viva por siempre vuestro corazón!» (Sal 22, 27)

«Tengo sed», dice Jesús. Teresa de Calcuta supo escuchar la llamada, más allá del agua necesaria, de la sed de amor de todo corazón humano. No de cualquier amor, sino del amor que rescata y salva, del amor incondicional, del que dona vida, y todo ello no de forma caduca, mortal, inconsistente, sino definitiva y eterna. En la divino-humanidad de Jesucristo, todo hombre eleva al Padre su clamor mientras el mismo «Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» (San Agustín) La Virgen Madre compartirá en adelante esta sed del Hijo, del Padre, de los hijos. Sabe que no la saciará el vinagre que los soldados ofrecen al Crucificado. La saciará el vino nuevo, el mejor, bebida espiritual que el mismo Jesús ha reservado para su Hora (cfr. Jn 2, 16), extraído de la bodega (cfr. Ct 2,4), de la fuente inagotable de su costado abierto. «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Ya todo está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu».

«La Gloria de Dios está en kénosis en el hombre, y, por ello, si las últimas palabras del Verbo son de misericordia, su último Aliento es de Compasión. Desde entonces es derramado “sobre los habitantes de Jerusalén un Espíritu de compasión y de súplica; ellos mirarán hacia Aquel que traspasaron” (Za 12, 10; Jn 19,37). Así es como el Espíritu Consolador nos enseña a mirar al hombre que sufre. “En aquel día”, y nosotros estamos en él, “habrá una fuente abierta para los habitantes de Jerusalén…” (Za 13, 1; Jn 19,34)» (Jean Corbon, Liturgia fontal, p.248).

En su libro «El silencio de la Síndone. Análisis de la muerte de un hombre llamado Jesús», el doctor Luigi Malantrucco propone la hipótesis, médicamente justificada, de que la muerte de Jesús en la Cruz se haya debido, en último término, a un infarto. Ello explicaría la sangre y el «agua» que el apóstol Juan describe haber visto brotar del costado traspasado por la lanza en el cuerpo de Jesús muerto. La realidad física ha sido interpretada por los Padres y la Tradición de la Iglesia a lo largo de los siglos de forma simbólica: el agua recuerda el sacramento del Bautismo y la sangre de Cristo, la Eucaristía. «El Río de Vida mana siempre del Cordero crucificado y resucitado» (Jean Corbon, op.cit. p.237). El costado de Cristo «ha roto aguas» y le ha nacido, por fin, la Iglesia. Ella, Esposa y Madre, nueva Eva nacida del costado de Cristo, nuevo Adán, será «madre de los vivientes»: de las aguas del bautismo nacerán en adelante los hijos de Dios, y a sus pechos se alimentarán de la Eucaristía. «A salvo me tuviste en los pechos de mi madre…»

La Madre «estaba» al pie de la Cruz de Jesús con el corazón traspasado por una espada, como le había anunciado Simeón. El costado de Cristo hablaba con elocuencia: la espada era necesaria. «Sufro luego existo», diría Berdjaev. En la raíz de su ser, el hombre y la mujer descubren un llamado a amar, parir, donarse como padre y madre del hombre y de la mujer, vocación y misión divinas que en la Madre al pie de la Cruz alcanzan y manifiestan su pleno significado. Ahora que todo se ha consumado, el Espíritu Santo ha venido de nuevo sobre Ella. El mosaico nos muestra a María cubierta con un manto rojo que simboliza la divinidad. Había pronunciado años atrás su primer «fiat» y tejido en su seno una carne para el Hijo de Dios acogiéndole en su humanidad. Ahora un nuevo «Hágase» la recrea. El Espíritu la ha entretejido en el Cuerpo de su Hijo, como primicia y Madre de la Iglesia. Arde toda Ella en una maternidad transfigurada, fruto no de la necesidad sino de la caridad. El corazón herido de la Virgen Madre permanecerá abierto a una muchedumbre de hijos, derramándose en torrentes de compasión para continuar en la historia la misión del Hijo.

«Conocer la Compasión divina es, quizá, el movimiento más profundo del Espíritu en nuestros corazones. La Virgen María es su espejo, su espacio vivo, ella, la Iglesia en su aurora personal. Conocer desde dentro esta compasión es mucho más que aceptarse a sí mismo en una resignación sin alegría; es decir sí con todo nuestro ser al amor que nos hace nacer; acogernos a nosotros mismos de las manos el Padre y confiar el peso de nuestra naturaleza a Jesús que lo lleva. Ser recreado en la misericordia, después de haber sido creado mediante la necesidad, es llegar a ser libre para poder amar. No para no sufrir más, sino para que todo sufrimiento quede abierto como una fuente. Aprendamos a entrar en la mirada de la Virgen de la Ternura, esta mirada profunda que lleva lejos porque viene de lejos, del corazón de Dios mismo. Nuestro ser eclesial se convierte, entonces, en una Zarza ardiente a la que los hombres no pueden acercarse sin oír en su corazón la misma voz que Moisés: “He visto, he visto la miseria de mi pueblo… he oído su clamor… conozco sus padecimientos” (Ex 3,7) Nuestro Dios es Salvador, pero no desde lejos. Si no se le puede ver sin conocer la muerte, ¿cómo lo verán nuestros hermanos si nosotros no conocemos su muerte?» (Jean Corbon, op.cit., p. 245)

Jesús resucitará al tercer día. Semanas después ascenderá al cielo para aguardar junto al Padre su manifestación definitiva al final de los tiempos. Llegado el día de Pentecostés enviará al Espíritu Santo sobre los apóstoles. Y a partir de entonces, no será ya necesario recurrir al sepulcro vacío para mostrar la verdad de la resurrección. Serán aquellos que viven como el Resucitado quienes manifestarán Su presencia en el mundo.

«En medio de este grupo de personas yace el cuerpo de Cristo. El mundo no lo reconoce, pero puede ver a los que han sido testigos de la muerte y resurrección del Señor. Quien ve en estos testimonios esta compasión, esta ternura, ve en ellos precisamente el gesto que Cristo indica. Son ellos los que se convierten en el cuerpo del Señor, el cuerpo que desvela al mundo su amor» (Špidlík – Rupnik, op.cit.).

 


 
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