Jesús carga con la Cruz

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Jesús carga la Cruz

CUARTO MISTERIO DOLOROSO

«Tomaron, pues, a Jesús que, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota» (Jn 19, 16b-17). «Cuando lo llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él». (Lc 23, 36)

En un escrito apócrifo siríaco «Sobre la muerte de María» atribuido al siglo V, se dice que la Santísima Virgen hacia el final de su vida recorría con frecuencia el camino de la pasión de su Hijo. Consta que los peregrinos de los primeros siglos acudían con velas encendidas al Calvario y al Santo Sepulcro. En la Edad Media visitaban también el Monte de los Olivos, el palacio de Pilatos con el lugar llamado Lithostrotos… sin embargo recorrían los pasos de Jesús en el sentido inverso: del Santo Sepulcro hasta el palacio de Pilatos. Sólo en el siglo XVI se cambia el orden y especialmente a partir del siglo XVII desde España se populariza el Via Crucis como hoy lo conocemos. No en vano, sin embargo, por 1500 años, la tradición partía del Calvario. Era la Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo, la que peregrinaba. La mirada que seguía los pasos del Redentor no era la de los judíos y los romanos que habían acompañado a Jesús, ni siquiera la de los discípulos timoratos y las mujeres plañideras. Era la de los hermanos, la de los discípulos, la de la Madre, la de los redimidos, una mirada contemplativa, llena de Espíritu Santo. Era la mirada de quienes habían escuchado al centurión romano exclamar al pie de la cruz: «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), la de quienes ya habían contemplado al Maestro resucitado y podían hacer una lectura espiritual de los acontecimientos. De hecho, María no pudo recorrer de nuevo el camino de la pasión antes del domingo de gloria, puesto que «el sábado se estuvieron quietas a causa del precepto» (Lc 23,56b). Junto a la Madre recorremos, pues, desde el Gólgota el camino de la Cruz –Via Crucis-, de forma casi litúrgica, con la memoria del corazón imbuida del misterio de la salvación, en el «hoy» de la Vida que nos ha alcanzado.

Llegados al Gólgota, los soldados despojaron a Jesús de su túnica, tejida «sin costura» (cfr Jn 19,24), como había de ser la túnica del Sumo Sacerdote según los rituales judíos. «Siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo (…) se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (cfr. Fil 2, 6-8). Jesucristo Sacerdote, llegado al altar de la cruz, ofrece un único sacrificio: se ofrece a sí mismo, su propio cuerpo, como Cordero inocente de la Pascua definitiva.

«Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero…» (Jer 11,19) Mientras comienzo a escribir estas líneas me alcanza la noticia de la trágica muerte del hijo adolescente de una joven pareja. Es inimaginable la postración de estos padres bajo el peso aplastante, imposible de llevar, de este sufrimiento. Pienso en tanta gente buena cuya vida es un infierno, una agonía interminable, una cadena de agobios sin respiro: una esclavitud, un sinsentido. Nadie logrará infundir ánimos y fuerzas al condenado a cadena perpetua. Sólo Aquel que posea las llaves para liberarlo para siempre. Nadie hallará palabras para consolar a quien la muerte ha arrebatado a un ser querido. Sólo Aquel capaz de devolvérselo vivo. Veo entonces a Jesús postrado en tierra, aplastado bajo el madero. Cae una, dos, tres veces. Reconozco el rostro de Jesús en el del padre que asiste al funeral de su hijo, en el de quien sufre el abandono, la separación, el divorcio, el paro laboral, el fracaso de un proyecto de vida, la enfermedad incurable, la soledad, el tedio; en el de quien ha perdido cuanto tenía en un terremoto, o lo ha dilapidado en el tsunami de su propio pecado; en el de quien vive oprimido por la tentación del desprecio de sí mismo, del desaliento, de la opinión ajena, de todo tipo de pasiones. Un rostro golpeado por el rechazo de tantos, humillado como el de tantos, herido de desamor, destrozado por la traición, enterrado en el polvo de la indiferencia, del abuso de poder, del descarte.

No, el Padre no ha enviado a nadie el dolor que sufre. El Padre nos ha enviado a todos los que sufrimos a su propio Hijo, para tomar sobre sí todas nuestras heridas y angustias y sacarnos de allí. Él ha caído bajo la cruz, ha agonizado y muerto en ella… y habiéndose hundido en la oscuridad ha regresado vencedor de toda desesperanza. «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. (…) Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes». (Is 53, 3-5.11-12)

Junto a su Madre, mientras le contemplamos con memoria litúrgica -«anámnesis»- en el camino de la Cruz, sabemos que está llegando de vuelta, y no tan sólo del Gólgota. Viene de la muerte, de haber descendido a los infiernos, y de haber sacado de allí a Adán y Eva y a cuantos en el país de los muertos aguardaban la llegada del Redentor. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55) Basta un atisbo de esta Luz en la tiniebla más cerrada. «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia…» (Hb 4, 15-16) En Cristo podemos levantar los ojos desde el fango, hemos sido salvados de todo aquello que a causa del pecado y de la muerte hacía miserable la existencia humana.

«Preparará Yahvé Sebaot para todos los pueblos en este monte un convite de manjares enjundiosos, un convite de vinos generosos (…) Rasgará en este monte el velo que oculta a todos los pueblos, el paño que cubre a todas las naciones, acabará para siempre con la Muerte. Enjugará el Señor Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y acabará con el oprobio de su pueblo en toda la superficie del país. Lo ha dicho Yahvé. Aquel día se dirá: “Aquí tenemos a nuestro Dios: esperamos que él nos salvara; él es Yahvé, en quien esperábamos; celebremos con alegría su victoria. La mano de Yahvé reposa en este monte”». (Is 25, 6-10)

La vida sobre la tierra es larga, y el fardo de una cruz llevada prolongadamente se hace muchas veces demasiado pesado. Cuando el hombre exclama «ya no puedo más», ¡cuántas veces tiene razón! La psicología se resquebraja, la salud truena. Solos no podemos. Como no pudo tampoco Jesús. Tuvieron que obligar a un hombre que venía del campo, Simón de Cirene, a llevar por Él el madero. Mucha gente lo acompañó compadecida en el camino. Las mujeres de Jerusalén lloraban. La Verónica enjugó su rostro, dice una tradición popular. La Madre estuvo allí, siempre allí… amigos, parientes, discípulos, de cerca o de lejos, antes o después, se hicieron presentes. Él, que había contado la parábola del buen samaritano, era ahora el herido atendido por los que no pasaron de largo. «Ahora bien, he aquí que este Dios samaritano se acerca a mí, hombre, judío, medio muerto: el Otro me toma sobre sí, se hace mi prójimo y me da la vida. Haría falta que hiciésemos nuestra la mirada muda y conmovida del herido de la parábola. Para ello, necesitamos contemplar largamente a Jesús y entrar humildemente en el silencio de su santo Nombre. Es en la Liturgia del corazón donde se aprende cómo hacerse prójimo del hombre herido; entonces, el Espíritu Santo cura la relación entregándose ahí Él mismo» (Jean Corbon, Liturgia fontal, p.238). Cuál haya sido la experiencia del encuentro con Cristo de aquel Simón de Cirene, «el padre de Alejandro y de Rufo» (Mc 15,21), que fue forzado a cargar su cruz, se deduce de la mención que el evangelista hace de sus hijos, probablemente miembros de la primera comunidad cristiana.

Una lectura cronológica del Via Crucis comenzaría así: «Primera estación: el hombre es condenado a muerte». El hombre, Adán. El Hombre-Dios, Jesús. Nadie escapa a esta condena, la de la naturaleza, la de la biología: la muerte llega para todos. Pero una lectura eclesial, creyente, redimida, de esta estación de arribo -desde el Gólgota hasta Pilatos- podría rezar así: «Última estación: el hombre, aunque muera, vivirá» (cfr. Jn 11,25).

«[Jesús] incorporándose, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”» (Jn 8,10-11).  El Hijo se ha levantado del sepulcro. Y ninguna condena pesa ya sobre la humanidad.

 


 
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