Muéstrame tu Rostro

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En la cultura de la imagen en que vivimos, se hace cada día más frecuente acudir a los iconos para orar. Se constata asimismo que cada vez más personas tienden a preferir una iconografía simbólica, más que realista. Por este motivo, hemos pensado ofrecer una serie de artículos que puedan servir de subsidio para orar los misterios de Cristo -hemos escogido para ello las escenas que propone el rezo del santo rosario-, en los que comentaremos brevemente el contenido bíblico, patrístico, simbólico, de algunos mosaicos realizados por el padre Marko Iván Rupnik, S.I., con el Atelier de arte y arquitectura del Centro Aletti.
Comenzaremos hoy con una sencilla introducción a la teología de los iconos.
Todos deseamos rezar mejor, sin saber muy bien a qué nos referimos. En realidad, sabemos que rezar es como amar. No se ama mejor o peor. O se ama o no se ama. De la misma manera, o se reza o no se reza. Intuimos, sin embargo, que lo que el corazón anhela en ambos casos es un encuentro personal más profundo con la persona amada. Más real. Más vital.
Esta aspiración a encontrarnos con alegría y a fondo, compartiendo verazmente la vida, entre amigos, entre esposos, entre padres e hijos, hermanos y hermanas, brota también en lo más hondo de nuestro ser, en nuestro espíritu, incesantemente, donde el Espíritu continuamente clama: ¡Abbà, Padre! (Rm 8, 15). Queremos escuchar a Dios. Más aún, queremos verle, cruzar su mirada.
Es el Padre el primero que quiere encontrarnos. El que contemplando al Hijo nos creó a imagen suya al inicio de los tiempos, para vivir en amistad con Él (cf Gn 1, 27) y para ser sus hijos y gozar de su misma Vida, la comunión de amor del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo en la Santísima Trinidad. Jesús es la eterna Palabra del Padre (cf Jn 1,1), en quien todo se hizo (Jn 1, 2). En Él, por Él, el Padre pronunció nuestro nombre por primera vez al llamarnos a la existencia.
Y en aquel mismo instante nació una relación destinada a no morir jamás: una paternidad eterna, la vocación a una vida filial en la que nunca estaremos solos ni podremos ser abandonados: una vida sumergida en el amor. De esto nuestro corazón no sabe por qué se acuerda. Pero ha quedado una estela, un sueño, un anhelo, en todo hombre y en toda mujer. La estela de haber sido engendrados, el sueño de ser amados, el anhelo de ser felices, de ser eternos, y de vivir una vida buena.

Ser hijos de Dios supera todas las expectativas, todas las esperanzas del hombre. En los evangelios, sobre todo en el de Juan, vemos que la conciencia que Cristo tiene de sí mismo es justamente la de `Hijo del Padre´. Esto significa que él es el Hijo que reconoce al Padre. Reconocer al Padre significa tener una orientación, un sentido y por tanto también encontrar el significado, la interpretación de lo que se vive, de lo que sucede. La ruptura en la historia de los seres vivos inicia cuando el padre y el hijo ya no se reconocen mutuamente.” (Špidlík-Rupnik, La fe según los iconos, 44).

Por eso, el Padre,

“en todo tiempo y en todo lugar está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle, con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar a la plenitud de los tiempos. En Él y por Él llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”. (CIC 1)

De esta manera, el encuentro con el Padre se ha realizado en la humanidad por medio del Hijo, Dios y Hombre. Cristo es la Palabra del Padre, más allá de la cual nada más le queda por decirnos (cf Juan de la Cruz). Desde que la Palabra se hizo Carne (Jn 1, 14), el Dios invisible se hizo visible. “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
Y si en el Antiguo Testamento el Padre había revelado su plan de salvación por la Palabra que escucharon los profetas en el Espíritu Santo; en el Nuevo Testamento la voz se ha vuelto Imagen, y lo que fue escuchado, ha podido ser visto y tocado:

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos. En efecto, la Vida se manifestó, y nosotros, que la hemos visto, damos testimonio”. (1 Jn 1-2)

Jesús, Palabra e Imagen del Padre, vivo entre nosotros, ha sido llamado el primer Icono de Dios. Pavel Evdokimov escribe: “Después de la Encarnación del Verbo, todo es dominado por el rostro, por el rostro humano de Dios”. En Cristo Jesús confluye el anhelo del salmista por contemplar la belleza del Señor (cf Sal 26, 4) cuando implora:

“Escucha, Señor, el clamor de mi voz, ¡ten piedad de mí, respóndeme! Digo para mis adentros: ´Busca su rostro´. Sí, Señor, tu rostro busco: no me ocultes tu rostro”. (Sal 26, 8-9)

Busco tu Rostro, Señor Jesús. Esta es la oración escondida dentro de toda oración, la sed de quien se asoma al pozo (cf Jn 4), el hambre del hijo que pide pan seguro de que su padre no le dará una piedra (cf Mt 7, 9-11). Revélate a mí, Jesús Hijo del Padre, muéstrame tu Rostro. Esta es la oración del iconógrafo, comoquiera que la exprese, cuando se dispone a plasmar la imagen de Aquel a cuya imagen fue creado.