Salmo 99: Aclama al Señor, tierra entera

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SALMO 99

1 Aclama al Señor, tierra entera,
2servid al Señor con alegría,
entrad en su presencia con vítores.

3 Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.

4 Entrad por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre:

5 «El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades».

Catequesis de Juan Pablo II

7 de noviembre de 2001

Un himno de gratitud

1. La tradición de Israel ha atribuido al himno de alabanza que se acaba de proclamar, salmo 99, el título de «Salmo para la todáh», es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo cual se adapta bien para entonarlo en las Laudes de la mañana. En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.

Una alabanza que asciende a Dios y sostiene al creyente

2. Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: «Aclamad…, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios… Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre» (vv. 2-4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría.

Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.

El Señor rige los pueblos con justicia y fidelidad

3. Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf. v. 1). Ciertamente, el salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados «himnos al Señor, rey» (cf. Sal 95-98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él «afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (…) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad» (Sal 95,10.13).

Confianza en la fidelidad y la misericordia de Dios

4. Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf. vv. 3-5).

Certeza de la elección divina

5. Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: «Yo soy el Señor, tu Dios. (…) No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: «Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro» (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada «fórmula del pacto», de la certeza que Israel tiene de la elección divina: «Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 Pe 2,25).

Caminar hacia el Señor confiados en su fidelidad

6. Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias.

Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: «Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (…) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (…) Escucha el salmo: «Aclama al Señor, tierra entera». Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor» (Exposiciones sobre los Salmos III, 1, Roma 1993, p. 459).

 

8 de enero de 2003

El Salmo 99 como procesión litúrgica

1. En el clima de alegría y de fiesta que se prolonga durante esta última semana del tiempo navideño, queremos reanudar nuestra meditación sobre la liturgia de las Laudes. Hoy reflexionamos sobre el salmo 99, que se acaba de proclamar y que constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo.

Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94).

En el salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: «somos suyos, su pueblo» (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como «ovejas de su rebaño» (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: «El Señor es nuestro Dios» (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la «misericordia» y «fidelidad», unidas a la «bondad» (cf. Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.

Coordenadas espacio-temporales del salmo

2. Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación («él nos hizo», v. 3), el presente de la alianza y del culto («somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño», v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende «por todas las edades», mostrándose «eterna» (v. 5).

Alabanza jubilosa del Señor

3. Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda.

La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. «Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos» (Ml 1,11).

Entrar por sus puertas

4. Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: «servir», «entrar en su presencia», «entrar por las puertas» del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, «las ovejas de su rebaño», su «propiedad entre todos los pueblos» (Ex 19,5), celebra la liturgia.

La invitación a «entrar por sus puertas con acción de gracias», «por sus atrios con himnos», nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: «El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: «Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: «El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas» (Sal 22,1-2)» (Opere dogmatiche III, SAEMO 17, pp. 158-159).

Confianza en los brazos de Dios

5. Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo «el Señor es Dios» (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él.

El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también «el nombre» del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora.

A esta luz, el salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: «Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él» (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3).

 

Comentario del Salmo 99

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 99 es un himno procesional compuesto para dar gracias a Dios. De ahí que esté lleno de exultante regocijo. Desde el templo, lugar de plegaria y síntesis de las maravillosas relaciones de Dios con su pueblo, surgen los imperativos para que toda la tierra se una a la acción de gracias. Israel es un invitado especial: él, más que ningún otro pueblo, sabe quién y cómo es su Dios. Sabe sus maravillas del pasado y su bondad y fidelidad presentes. Israel expresa su reconocida alabanza en nombre de toda la creación.

«Este himno tiene un marcado carácter litúrgico y es considerado como una especie de doxología al conjunto de los «salmos del reino» (Sal 92.95-99). Se destaca por su aire netamente lírico y alegre. Debió ser escrito para una procesión, de modo que fuera cantado alternativamente por los coros cuando se llegaba al templo. En sus frases se mezcla el himno de alabanza y de acción de gracias. La panorámica universalista está en consonancia con Isaías 56,6-7: «Y a todos los extranjeros, allegados a Yahvé para servirle y amar su nombre… que sean fieles a mi pacto, Yo los llevaré al monte de mi santidad y Yo los recrearé en mi casa de oración… Porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos»» (García Cordero).

En la celebración comunitaria pueden acentuarse estas partes del salmo:

Presidente, Invitación a la alabanza: «Aclamad al Señor… el Señor es Dios» (vv. 1-3a).

Asamblea, Motivos de alabanza: «Que el Señor nos hizo… ovejas de su rebaño» (vv. 3b-c).

Presidente, Nueva invitación a la alabanza: «Entrad… y bendiciendo su nombre» (v. 4).

Asamblea, Respuesta del pueblo: «El Señor es bueno… por todas las edades» (v. 5).

Al mismo tiempo, una invitación completada con su correspondiente motivación nos proporciona dos estrofas iguales. Es un indicio para que salmodiemos este himno procesional a dos coros:

Coro 1.º, Alegría por la elección del pueblo: «Aclama al Señor… y ovejas de su rebaño» (vv. 1-3).

CORO 2.º, Alegría por la bondad divina: «Entrad por sus puertas… por todas las edades» (vv. 4-5).

«De la servidumbre al servicio»

La historia y la entidad religiosa de Israel pueden sintetizarse en el movimiento que va de la servidumbre egipcia al servicio del Dios de la Alianza. Es un servicio fundamentalmente litúrgico, pero que oculta realidades cordiales. Ante todo, Yahvé es el gran Señor que puso su mirada en un pueblo esclavizado y lo dignificó. Consecuencia de esto es la exclusividad de Yahvé y un servicio sólo a Él. Al aplicarse Jesús el mandamiento deuteronómico: «Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás», afirma que no hay más que un Absoluto. Desde aquí podemos intuir su inevitable dependencia de la voluntad del Padre que le lleva a obrar como el Padre le ordenó, y a estar entre los hombres como el que sirve y sirve hasta el extremo. Ejemplo nos ha dado para que también nosotros hagamos lo mismo. No podemos servir a dos señores. Renunciando a las riquezas queremos seguir a Cristo en el servicio de Dios. Así, como amigos de Cristo, estaremos seguros de participar en el gozo de nuestro Señor. ¿No es motivo suficiente para servir al Señor con alegría?

«Sabed que el Señor es Dios»

Afirmar vivencialmente «sólo Yahvé es Dios» fue la meta de un largo camino. El dolor no estuvo ausente en la marcha. La escena de Elías en el Carmelo y su posterior huida son una prueba elocuente. Una vez que el pueblo fue destruido y desterrado, fue capaz de aceptar a un Dios derrotado. Es una experiencia netamente cristiana, puesto que la grandeza de nuestro Dios resplandece cuando las fuerzas del hombre se han coronado con el fracaso. Nosotros creemos en el Dios que es capaz de resucitar a los muertos. Por eso predicamos a Cristo, y Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los griegos, pero para quienes queremos sumergirnos en Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios. Él nos dará la vida sin fin. Tal es nuestro Dios, a quien aclamamos con acción de gracias.

Un cántico de gloria

Hay lenguajes que los habla mejor el corazón que la lengua. Para celebrar el amor recurrimos al gesto más que a las palabras; y si de ese amor depende nuestro ser, estamos a un paso de la afasia total. «Somos suyos», canta el salmista, y tras esta experiencia «sabemos» que se encubre el estremecido reconocimiento por lo que Dios es y ha hecho. Nosotros somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús. Quienes en otro tiempo éramos «No-Pueblo», ahora somos Pueblo de Dios, sobre el que se ha volcado su misericordia eterna. ¿Cómo devolveremos al Señor todo el bien que nos ha hecho? Ahora entonamos nuestro salmo, que es un «Gloria in excelsis»; mediante esta acción litúrgica nos preparamos a la Eucaristía sacramental donde beberemos el cáliz de bendición, hasta que el Reino de Dios halle su cumplimiento. En ese momento nuestra alabanza será perenne.

«Tomad y comed todos de él»

La procesión ha llegado al templo con vítores (v. 2), con acción de gracias, himnos, bendiciendo el nombre del Señor (v. 4). Es parte del ritual del sacrificio de comunión. La carne de este sacrificio «se comerá el mismo día de su ofrecimiento, sin dejar nada para la mañana siguiente» (Lev 7,15). Esta institución nos protrae a la noche en que Jesús iba a ser entregado. Es la noche en que Dios muestra su inconmensurable amor entregando a su propio Hijo; la noche en que éste se entrega en comida y bebida. Desde aquella noche comemos y bebemos el sacrificio de alabanza en recuerdo de Jesús. Es justo que este día del viernes, después de haber comido y bebido el cuerpo y la sangre de Cristo, demos gracias a Dios, invoquemos su nombre. Es justo que nuestra vida anuncie la muerte del Señor hasta que Él venga.

Servir a Dios es reinar

La abyecta esclavitud del servicio al hombre no es adecuada para definir el servicio divino. Servir sólo a Dios es asumir el cuidado del templo, ofrecerle sacrificios y, sobre todo, obedecer sus mandamientos. Jesús, continuador del talante de los servidores anteriores a él, vino para servir y dar su vida como exigencia de la ineluctable dependencia de la voluntad del Padre (Mt 16,21). Una tal dependencia le llevará al suplicio de los esclavos; pero él no era esclavo, sino hijo. Su muerte es expresión de amor a Dios y a los suyos. El discípulo que corre la misma suerte del Maestro, deja su estatuto de esclavo para convertirse en amigo. Sirve tan fielmente a su Señor que está seguro de participar en su gozo. Sirvamos al Señor con alegría, que servirle a Él es reinar.

«Nosotros mismos hemos oído y sabemos»

La tradición funcionaba en Israel. El depósito a transmitir es variado. Nuestro salmo se centra en lo esencial: que el Señor es bueno, que nosotros somos hechura de Dios: su pueblo y ovejas de su rebaño. La finalidad no era tan sólo que los hijos y los hijos de los hijos conozcan, sino que también «sepan»: que la fe llegue a la hondura cordial donde se «saborean» los gozos íntimos. Pablo nos transmite lo que a su vez recibió de la comunidad o del Señor. La muerte-resurrección del Señor, el inestimable gesto de la última Cena va pasando de corazón a corazón a través de las generaciones. Son dos actos referentes a la Palabra de la vida. Contemplados, vistos y oídos por los primeros, han llegado hasta nosotros, para que nosotros estemos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Así «sabemos» que Él es superbueno, que nosotros somos suyos, que somos su pueblo. ¡Qué gozosa tradición que colma nuestro deleite! No la frenemos. Transmitámosla para que nuestro gozo sea completo.

Resonancias en la vida religiosa

Reconocer la fidelidad inconmovible de Dios: Hemos seguido a Cristo para reconocer la bondad, la misericordia, la fidelidad inconmovible de Dios. Nuestra existencia se convierte en acto permanente y completo de culto, de liturgia, de servicio. A través de nuestra boca y de nuestra existencia aclaman al Señor todos los pueblos, la tierra entera, y confiesan que Él es Dios.

Somos servidores de Dios; hemos superado la situación de esclavitud y nos hemos trasladado al servicio alegre y entusiasta, que nace de la acción de gracias al Dios de Gracia (misericordia, bondad, fidelidad).

Es ésta la forma de proclamar que el Señor es Dios; que su Reino se extiende hacia todas sus criaturas.

Ante Dios en servicio alegre: Como religiosos no podemos comprender nuestra existencia, sino como un permanente estar «ante Dios». El fulgor de su presencia ilumina nuestros pasos, enardece nuestro vivir. Como los apóstoles, hemos sido llamados por el Señor Jesús para «estar con Él». Y ahí justamente radica la primera característica de nuestro servicio: el ministerio de la alabanza, de la acción de gracias, de la bendición. Convocamos en nuestras personas a la tierra entera, a toda la humanidad para que aclame al Señor, para que tome conciencia de ser creación, pueblo, rebaño de Dios.

Nuestro servicio no es esclavitud, no es rezo reglamentado, monotonía rutinaria, sino creatividad que se deja sorprender por la presencia renovadora del Espíritu, de la que fluye, como fuente viva, el agua vivificadora que hace renacer en los hombres la alabanza. Por esto irradiamos alegría, libertad, felicidad. Son un pálido, pero atrayente reflejo del Dios ante quien estamos en permanente servicio.

Oraciones sálmicas

Oración I: Oh Dios, a quien servir es amar; Tú acreditaste entre nosotros a tu siervo Jesús, nuestro Maestro y Señor; concédenos encontrar la suma honra sirviendo al Señor en cuerpo y alma y aprender el gozo de servir a los hermanos; de este modo esperamos, como siervos inútiles, entrar en el gozo de nuestro Señor que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén

Oración II: Tú eres, Señor Dios nuestro, el único Dios; queremos afirmarte sobre todos los valores humanos y aceptarte aun en los momentos en que nos parece escándalo y locura, porque hemos visto tu misericordia y fidelidad hecha carne en tu Cristo y sabemos que eres nuestro Dios para siempre. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Padre infinitamente bueno, nos creaste para ti y nos has hecho tu Pueblo, al que guías y alimentas; venimos a tu casa con vítores, acción de gracias y bendiciendo tu nombre; te pedimos que sostenidos por tu inquebrantable fidelidad, seamos admitidos un día a la mesa de tu Reino eterno. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración IV: Padre bueno, que nos entregaste a tu Hijo amado para entrar en comunión con nosotros, los alejados de ti; que experimentemos que Tú eres nuestro Dios y que acojamos el regalo de tu amor sirviéndote con alegría, dándote gracias y bendiciendo tu nombre. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Señor, servirte no es esclavitud, sino un ofrecimiento amoroso lleno de alegría; haz que aprendamos de tu Hijo Jesús que servir es entregarse totalmente por amor y que el servicio obediente conduce hacia la gloria y la libertad. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VI: Sabiduría eterna, haznos saborear tu Misterio: que comprendamos y experimentemos quién eres Tú para nosotros y quiénes somos nosotros para ti; envíanos tu Espíritu, que nos lleve hacia la verdad completa. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.