Salmo 56: Misericordia, Dios mío, misericordia

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SALMO 56

2 Misericordia, Dios mío, misericordia,
que mi alma se refugia en ti;
me refugio a la sombra de tus alas
mientras pasa la calamidad.

3 Invoco al Dios Altísimo,
al Dios que hace tanto por mí:
4 desde el cielo me enviará la salvación,
confundirá a los que ansían matarme,
enviará su gracia y su lealtad.

5 Estoy echado entre leones
devoradores de hombres;
sus dientes son lanzas y flechas,
su lengua es una espada afilada.

6 Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.

7 Han tendido una red a mis pasos
para que sucumbiera;
me han cavado delante una fosa,
pero han caído en ella.

8 Mi corazón está firme, Dios mío,
mi corazón está firme.
Voy a cantar y a tocar:
9 despierta, gloria mía;
despertad, cítara y arpa;
despertaré a la aurora.

10 Te daré gracias ante los pueblos, Señor;
tocaré para ti ante las naciones:
11 por tu bondad, que es más grande que los cielos;
por tu fidelidad, que alcanza a las nubes.

12 Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.

Catequesis de Juan Pablo II

19 de septiembre de 2001

Contexto del Salmo

1. Es una noche tenebrosa, en la que merodean fieras voraces. El orante está esperando que despunte el alba, para que la luz venza la oscuridad y los miedos. Este es el telón de fondo del salmo 56, sobre el que hoy vamos a reflexionar: un canto nocturno que prepara al orante para la llegada de la luz de la aurora, esperada con ansia, a fin de poder alabar al Señor con alegría (cf. vv. 9-12). En efecto, el salmo pasa de la dramática lamentación dirigida a Dios a la esperanza serena y a la acción de gracias gozosa, expresada con las palabras que resonarán también más adelante, en otro salmo (cf. Sal 107,2-6).

En la práctica, se trata del paso del miedo a la alegría, de la noche al día, de una pesadilla a la serenidad, de la súplica a la alabanza. Es una experiencia que describe con frecuencia el Salterio: «Cambiaste mi luto en danzas; me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 29,12-13).

La protección divina en el peligro

2. Por tanto, son dos los momentos del salmo 56 que estamos meditando. El primero se refiere a la experiencia del miedo ante el asalto del mal que intenta herir al justo (cf. vv. 2-7). En el centro de la escena hay leones preparados para el ataque. Muy pronto esta imagen se transforma en un símbolo bélico, delineado con lanzas, flechas y espadas. El orante se siente asaltado por una especie de escuadrón de la muerte. En torno a él ronda una banda de cazadores, que tiende redes y cava fosas para capturar a su presa. Pero este clima de tensión desaparece en seguida. En efecto, ya al inicio (cf. v. 2) aparece el símbolo protector de las alas divinas, que aluden concretamente al Arca de la alianza con los querubines alados, es decir, a la presencia de Dios entre los fieles en el templo santo de Sión.

Serenidad y confianza en la justicia divina

3. El orante pide insistentemente a Dios que mande desde el cielo a sus mensajeros, a los cuales atribuye los nombres emblemáticos de «Fidelidad» y «Gracia» (v. 4), cualidades propias del amor salvífico de Dios. Por eso, aunque lo atemorizan el rugido terrible de las fieras y la perfidia de los perseguidores, el fiel en su interior permanece sereno y confiado, como Daniel en la fosa de los leones (cf. Dn 6,17-25).

La presencia del Señor no tarda en mostrar su eficacia, mediante el castigo de los enemigos: estos caen en la fosa que habían cavado para el justo (cf. v. 7). Esa confianza en la justicia divina, siempre viva en el Salterio, impide el desaliento y la rendición ante la prepotencia del mal. Más tarde o más temprano, Dios, que desmonta las maquinaciones de los impíos haciéndoles tropezar en sus mismos proyectos malvados, se pone de parte del fiel.

Cuando Dios escucha tras una noche de oración

4. Así llegamos al segundo momento del salmo, el de la acción de gracias (cf. vv. 8-12). Hay un pasaje que brilla por su intensidad y belleza: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad cítara y arpa, despertaré a la aurora» (vv. 8-9). Las tinieblas ya se han disipado: el alba de la salvación se ha acercado gracias al canto del orante.

El salmista, al aplicarse a sí mismo esta imagen, tal vez traduce con los términos de la religiosidad bíblica, rigurosamente monoteísta, el uso de los sacerdotes egipcios o fenicios encargados de «despertar a la aurora», es decir, de hacer que volviera a aparecer el sol, considerado una divinidad benéfica. Alude también a la costumbre de colgar y velar los instrumentos musicales en tiempo de luto y prueba (cf. Sal 136,2) y de «despertarlos» con el sonido festivo en el tiempo de la liberación y de la alegría. Así pues, la liturgia hace brotar la esperanza: se dirige a Dios invitándolo a acercarse nuevamente a su pueblo y a escuchar su súplica. A menudo en el Salterio el alba es el momento en que Dios escucha, después de una noche de oración.

La bondad y la fidelidad de Dios

5. Así, el salmo concluye con un cántico de alabanza dirigido al Señor, que actúa con sus dos grandes cualidades salvíficas, ya citadas con términos diferentes en la primera parte de la súplica (cf. v. 4). Ahora aparecen, casi personificadas, la Bondad y la Fidelidad divina, las cuales inundan los cielos con su presencia y son como la luz que brilla en la oscuridad de las pruebas y de las persecuciones (cf. v. 11). Por este motivo, en la tradición cristiana el salmo 56 se ha transformado en canto del despertar a la luz y a la alegría pascual, que se irradia en el fiel eliminando el miedo a la muerte y abriendo el horizonte de la gloria celestial.

Comentario de S. Gregorio de Nisa

6. San Gregorio de Nisa descubre en las palabras de este salmo una especie de descripción típica de lo que acontece en toda experiencia humana abierta al reconocimiento de la sabiduría de Dios. «Me salvó -exclama- habiéndome cubierto con la sombra de la nube del Espíritu, y los que me habían pisoteado han quedado humillados» (Sui titoli dei Salmi, Roma 1994, p. 183).

Refiriéndose luego a las expresiones finales del salmo, donde se dice: «Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria», concluye: «En la medida en que la gloria de Dios se extiende sobre la tierra, aumentada por la fe de los que son salvados, las potencias celestiales, exultando por nuestra salvación, alaban a Dios» (ib., p. 184).

 

Comentario del Salmo 56

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Un acusado es sometido durante la noche a una ordalía. Los hombres ya le han juzgado; sólo esperan el juicio de Dios. Acogido al abrigo del templo, bajo la sombra protectora del arca, el acusado expone su lamentable situación recurriendo a diversas imágenes e insta a Dios que manifieste su justicia. El estribillo del v. 6: «Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria», es una súplica en medio del salmo y una confesión al final del mismo (v. 12), una vez que Dios ha juzgado y sentenciado. ¿Qué motivos tiene el acusado para obstinarse en su inocencia y recurrir confiadamente a Dios?

En la celebración comunitaria pueden tomarse en consideración las siguientes secciones del salmo: Plegaria para ser liberado: «Misericordia, Dios mío… su lengua es espada afilada» (vv. 2-5). Estribillo: «Elévate… la tierra tu gloria» (v. 6). Certeza de la liberación: «Han tendido… que alcanza a las nubes» (vv. 7-11). Estribillo: «Elévate… la tierra tu gloria» (v. 12).

Refugio para tiempo de inclemencia

Como David, el salmista prefiere «caer en las manos de Yahvé antes que en las de los hombres». Tanto más cuando sabe lo que Dios ha hecho por el pueblo y por él en el pasado. Dios es, ciertamente, el «Padre de las misericordias». Los marginados encuentran un lugar preferente en este asilo de clemencia, porque nuestro Señor es el Sumo Sacerdote que «habiendo sido probado en todo sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Hb 2,17). Consecuentemente, todos los afligidos nos dirigimos a Cristo como a Dios, repitiendo «Kyrie, eleison», Señor, ten piedad. Pero a la vez hemos de ser conscientes del imperativo de misericordia que se nos impone, referido al prójimo necesitado que encontramos en nuestro camino y también con quienes nos han ofendido. Así seremos juzgados con misericordia.

La bondad de Dios permanece para siempre

El Dios de Israel es una mezcla de ternura, de fidelidad, de misericordia. Si los hombres fallan y traicionan, Dios jamás se vuelve atrás. Así le experimenta el salmista: primero, como Aquel que «enviará su gracia» y hará gracia y misericordia con quien recurre a Él; después, como Aquel que, por haber sido «gratificante», ha demostrado su inmensa «bondad», más grande que los cielos. Tan grande es que se abajó hasta nosotros. En Jesús hemos visto al Hijo de Dios, «lleno de gracia y de verdad», y hemos intuido que tras este gesto se esconde el AMOR que es Dios. Si es así de estable la fidelidad generosa de Dios, «si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?». El que «no perdonó a su propio Hijo… nos dará con él graciosamente todas las cosas».

El Juez soberano del universo

Dios se pone en pie en el cielo para dictar sentencia justa: es la aurora de luz que separa el día de la noche. Por eso la luz creada ha de unirse al himno que se entona a la Luz sin ocaso. Esta Luz estaba en el mundo… «y el mundo no la conoció», «vino a su casa y los suyos no la recibieron». Quien le rechaza ya ha sido condenado en el «ahora» de la exaltación de Cristo a la dignidad regia y judicial. Nosotros, como el salmista, «damos gracias a Dios… Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido». Inauguramos el día con un gozo renovado.

Resonancias en la vida religiosa

Procesados por los hombres y justificados por Dios: Si sometiéramos nuestra forma de vida religiosa al juicio de los hombres saldríamos malparados y hasta condenados. Es más: nuestra historia es testigo de esa lucha incesante y sorda contra un proyecto de vida evangélica que en su autenticidad resulta incómodo. Hay hombres interesados en matar nuestra vocación; se inventan todos los artilugios verbales, sociales, psicológicos para hacernos caer en la fosa y lograr que compartamos con ellos su misma suerte. Lo peor es que tales hombres o mujeres, sin ser de los nuestros, están a veces entre nosotros.

Nuestro juez es el Señor, aquel que nos juzga benevolentemente y es al mismo tiempo nuestro abogado. Quien nos convocó, justificará nuestra vida y la llevará a plenitud. No confiamos en nosotros, en nuestras obras, pues tal confianza sería ya nuestra condenación. Nuestra firmeza nos viene del Padre, que nos ha atraído al seguimiento de Jesús. Aunque todos nos rechacen, el Padre nos acoge, repitiéndonos en la Palabra, que es su Hijo Jesús, la ininterrumpida llamada. Él es el Refugio y la protección de nuestra existencia. ¡Sólo Él!

Al alborear este nuevo día demos gracias al Señor y reconozcamos su ilimitada bondad y fidelidad.