SALMO 40
2 Dichoso el que cuida del pobre y desvalido;
en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.
3 El Señor lo guarda y lo conserva en vida,
para que sea dichoso en la tierra,
y no lo entrega a la saña de sus enemigos.
4 El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor,
calmará los dolores de su enfermedad.
5 Yo dije: «Señor, ten misericordia,
sáname, porque he pecado contra ti».
6 Mis enemigos me desean lo peor:
«A ver si se muere, y se acaba su apellido».
7 El que viene a verme habla con fingimiento,
disimula su mala intención,
y, cuando sale afuera, la dice.
8 Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí,
hacen cálculos siniestros:
9 «Padece un mal sin remedio,
se acostó para no levantarse».
10 Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
que compartía mi pan,
es el primero en traicionarme.
11 Pero tú, Señor, apiádate de mí,
haz que pueda levantarme,
para que yo les dé su merecido.
12 En esto conozco que me amas:
en que mi enemigo no triunfa de mí.
13 A mí, en cambio, me conservas la salud,
me mantienes siempre en tu presencia.
14 Bendito el Señor, Dios de Israel,
ahora y por siempre. Amén, amén.
Catequesis de Juan Pablo II
2 de junio de 2004
1. Un motivo que nos impulsa a comprender y amar el salmo 40, que acabamos de escuchar, es el hecho de que Jesús mismo lo citó: «No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón»» (Jn 13,18).
Es la última noche de su vida terrena y Jesús, en el Cenáculo, está a punto de ofrecer el bocado del huésped a Judas, el traidor. Su pensamiento va a esa frase del salmo, que en realidad es la súplica de un enfermo, abandonado por sus amigos. En esa antigua plegaria Cristo encuentra sentimientos y palabras para expresar su profunda tristeza.
Nosotros, ahora, trataremos de seguir e iluminar toda la trama de este salmo, que afloró a los labios de una persona que ciertamente sufría por su enfermedad, pero sobre todo por la cruel ironía de sus «enemigos» (cf. Sal 40,6-9) e incluso por la traición de un «amigo» (cf. v. 10).
2. El salmo 40 comienza con una bienaventuranza, que tiene como destinatario al amigo verdadero, al que «cuida del pobre y desvalido»: será recompensado por el Señor en el día de su sufrimiento, cuando esté postrado «en el lecho del dolor» (cf. vv. 2-4).
Sin embargo, el núcleo de la súplica se encuentra en la parte sucesiva, donde toma la palabra el enfermo (cf. vv. 5-10). Inicia su discurso pidiendo perdón a Dios, de acuerdo con la tradicional concepción del Antiguo Testamento, según la cual a todo dolor correspondía una culpa: «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (v. 5; cf. Sal 37). Para el antiguo judío la enfermedad era una llamada a la conciencia para impulsar a la conversión.
Aunque se trate de una visión superada por Cristo, Revelador definitivo (cf. Jn 9,1-3), el sufrimiento en sí mismo puede encerrar un valor secreto y convertirse en senda de purificación, de liberación interior y de enriquecimiento del alma. Invita a vencer la superficialidad, la vanidad, el egoísmo, el pecado, y a abandonarse más intensamente a Dios y a su voluntad salvadora.
3. En este momento entran en escena los malvados, los que han venido a visitar al enfermo, no para consolarlo, sino para atacarlo (cf. vv. 6-9). Sus palabras son duras y hieren el corazón del orante, que experimenta una maldad despiadada. Esa misma situación la experimentarán muchos pobres humillados, condenados a estar solos y a sentirse una carga pesada incluso para sus familiares. Y si de vez en cuando escuchan palabras de consuelo, perciben inmediatamente en ellas un tono de falsedad e hipocresía.
Más aún, como decíamos, el orante experimenta la indiferencia y la dureza incluso de sus amigos (cf. v. 10), que se transforman en personajes hostiles y odiosos. El salmista les aplica el gesto de «alzar contra él su talón», es decir, el acto amenazador de quien está a punto de pisotear a un vencido o el impulso del jinete que espolea a su caballo con el talón para que pisotee a su adversario.
Es profunda la amargura cuando quien nos hiere es «el amigo» en quien confiábamos, llamado literalmente en hebreo «el hombre de la paz». El pensamiento va espontáneamente a los amigos de Job que, de compañeros de vida, se transforman en presencias indiferentes y hostiles (cf. Jb 19,1-6). En nuestro orante resuena la voz de una multitud de personas olvidadas y humilladas en su enfermedad y debilidad, incluso por parte de quienes deberían sostenerlas.
4. Con todo, la plegaria del salmo 40 no concluye con este fondo oscuro. El orante está seguro de que Dios se hará presente, revelando una vez más su amor (cf. vv. 11-14). Será él quien sostendrá y tomará entre sus brazos al enfermo, el cual volverá a «estar en la presencia» de su Señor (v. 13), o sea, según el lenguaje bíblico, a revivir la experiencia de la liturgia en el templo.
Así pues, el salmo, marcado por el dolor, termina con un rayo de luz y esperanza. Desde esta perspectiva se logra entender por qué san Ambrosio, comentando la bienaventuranza inicial (cf. v. 2), vio proféticamente en ella una invitación a meditar en la pasión salvadora de Cristo, que lleva a la resurrección. En efecto, ese Padre de la Iglesia, sugiere introducirse así en la lectura del salmo: «Bienaventurado el que piensa en la miseria y en la pobreza de Cristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Rico en su reino, pobre en la carne, porque tomó sobre sí esta carne de pobres. (…) Así pues, no sufrió en la riqueza, sino en nuestra pobreza. Por consiguiente, no sufrió la plenitud de la divinidad, (…) sino la carne. (…) Trata, pues, de comprender el sentido de la pobreza de Cristo, si quieres ser rico. Trata de comprender el sentido de su debilidad, si quieres obtener la salud. Trata de comprender el sentido de su cruz, si no quieres avergonzarte de ella; el sentido de su herida, si quieres curar las tuyas; el sentido de su muerte, si quieres conseguir la vida eterna; el sentido de su sepultura, si quieres encontrar la resurrección» (Commento a dodici salmi: Saemo, VIII, Milán-Roma 1980, pp. 39-41).
Comentario del Salmo 40
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
Es sugerente y no improbable la hipótesis que aplica S. Mowinckel a este salmo. En el fondo de la acción de gracias por la salud recobrada, el salmo presenta indicios de ser un sortilegio. El salmista atribuye el origen de su enfermedad a un pecado grave cometido (cf. v. 5), pero la persistencia de la misma es consecuencia de los deseos de sus enemigos (vv. 6ss), quienes pudieron razonar así: «Este hombre ha pecado, por eso Dios le juzga; precipitemos su muerte con palabras que acaben con él». No creen en el perdón, que no tiene cabida en la magia. La grandeza del salmista consiste en creer en el perdón, en rechazar el veredicto de la gente y en huir del ámbito de la hechicería. ¿No deberá preguntarse la Iglesia por su fe en el perdón?
Este salmo de acción de gracias por la liberación obtenida está compuesto, formalmente, de elementos sapienciales (vv. 2-4) y otros propios de una lamentación: exposición de una necesidad (vv. 5-11), que es escuchada (vv. 12-13). Se cierra el salmo con una doxología con la que concluye el libro primero del salterio (v 14). Teniendo esto en cuenta, el salmo podría rezarse de la siguiente forma:
Asamblea, Bienaventuranza a los misericordiosos: «Dichoso el que cuida… los dolores de su enfermedad» (vv. 2-4).
Salmista 1.º, Exposición de la necesidad y petición: «Yo dije… les dé su merecido» (vv. 5-11).
Salmista 2.º, Confianza de ser escuchado: «En esto conozco… siempre en tu presencia» (vv. 12-13).
Asamblea, Doxología final: «Bendito el Señor… Amén, amén» (v. 14).
Dichosos los misericordiosos
Al principio impersonal del salmo, que cita la norma ética, se opone una praxis personal: quienes rodean al pobre y desvalido no cuidan de él; incluso el amigo desea su muerte. Una conducta en neta oposición evangélica. Si Jesús es el Sumo sacerdote misericordioso, nada extraña que sus preferidos fueran los pobres, que los pecadores hallaran en él un amigo, que no temiera frecuentarlos. Jesús es el rostro del «Padre de las misericordias», que exige a los discípulos la difícil tarea de ser misericordiosos como el Padre es misericordioso (Lc 6,36). En esta tarea entra el prójimo que encuentro en el camino y también quien me ha ofendido, porque Dios ha tenido misericordia conmigo (cf. Mt 18,32,s). Quien asume esta tarea merece la bienaventuranza evangélica: «Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
La enfermedad del abandono
Nuestro salmista, como Job, como tantos otros, proclama el dolor de su enfermedad física y la enfermedad moral de abandono, más dolorosa que aquélla. Jesús ha sufrido la misma enfermedad al ser traicionado por quien comía su pan (Jn 13,18) o ser negado por Pedro, y al dispersarse el resto de sus apóstoles. A diferencia del salmista, el abandono de Jesús tiene mayor intensidad. El salmista acaricia este sentimiento: «El Señor me mantiene siempre en su presencia» (Sal 40,13); Jesús, por el contrario, es el abandonado y maldito de Dios (Gál 3,13). Si el salmista rompe el sortilegio de los enemigos por la confianza en Dios, Jesús nos coloca bajo el signo de la bendición. En adelante ya no rechaza, sino que atrae; no dispersa, sino que unifica. Camino de la absoluta supresión de la maldición, el cristiano se siente impulsado a bendecir a quienes le maldicen, porque ya no está enfermo de abandono.
A quién debemos temer verdaderamente
El salmista no se mueve en un clima halagüeño. Enemigos abiertos y enmascarados acechan su caída y la de su casa. Sólo un punto es fijo: su confianza en Dios. Tampoco Jesús que sufrió en un viernes como hoy, gozó de un clima propicio: la incrédula Jerusalén, los invitados indiferentes o insolentes, los viñadores homicidas, tantas higueras estériles, los perseguidores por herencia como los escribas y los fariseos y cuantos en la hora de su muerte pretendían minarle su confianza en Dios. No obstante, Jesús muere con una oración de confianza en sus labios. Sólo a Dios hay que temer: es el único que puede perdernos totalmente y el único que nos saca del peligro mortal. Si en el mundo hemos de tener tribulaciones por el hecho de ser cristianos, alegrémonos porque nuestra recompensa será grande en el cielo. Ahora oremos por los cristianos incomprendidos y perseguidos.
Resonancias en la vida religiosa
Amor martirial que identifica con los pobres: El proyecto de nuestra pobreza religiosa se define ante todo como opción por los pobres. No pretendemos sin más vivir con lo imprescindible, ni demostrar la capacidad de despojo del hombre, sino que, movidos por el amor del Espíritu, difundido en nuestros corazones, nos acercamos a los pobres, compartimos su mismo destino, convivimos su misma vida y luchamos por conseguir la plenitud a la que todos estamos llamados.
Seremos bienaventurados cuando cuidemos del pobre y desvalido. Gozaremos de la presencia salvadora del Señor cuando, contagiados de pobreza y humillación, recaigan sobre nosotros las enfermedades, las persecuciones y las amenazas de muerte que se ciernen sobre nuestros hermanos, los empobrecidos y oprimidos. Encontraremos la confianza del Padre que nos ama y nos mantendremos en pie delante de Él sin sonrojarnos, incluso cuando quienes están a nuestro lado nos traicionen -como Judas a Jesús- y sean cómplices de nuestra condenación.
El amor que identifica con los pobres es martirial y nos impele a recorrer el mismo camino que penosamente Jesús recorrió.
Oraciones sálmicas
Oración I: Padre misericordioso, que nos has manifestado la anchura de tu amor en Jesucristo el Señor, amigo de los pecadores, y de esta forma tienes misericordia con nosotros; danos entrañas de clemencia para que sepamos cuidar del pobre y desvalido; así seremos dichosos en la tierra y alcanzaremos la eterna bienaventuranza que concedes a los misericordiosos. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Tú quisiste, Dios nuestro, que tu Hijo Jesucristo experimentara el abandono y la maldición que pesaba sobre nosotros, para que nosotros entráramos en la bendición; ten misericordia de nosotros porque hemos pecado contra ti; y, porque has suprimido definitivamente la maldición, haz que bendigamos a quienes nos maldicen, ya que tú, Señor, nos mantienes siempre en tu presencia. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Tú eres, Señor, el único que nos saca del peligro mortal, el único amigo leal; mira benévolamente a quienes sufren por confesar el nombre de Cristo; no permitas que el enemigo triunfe de ellos, sino consérvales la salud y mantén su paciencia con la esperanza de que su recompensa será grande en los cielos. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Comentario del Salmo 40
Por Maximiliano García Cordero
El salmista refleja la situación angustiada de un enfermo postrado en el lecho del dolor con peligro inminente de muerte. Sus adversarios le visitan, pero interiormente están deseosos de que se acelere el fatal desenlace. En esta situación de incomprensión y abandono, al doliente no le queda sino encomendarse a su Dios, implorando la salvación. Las expresiones del salmista pueden entenderse como reflejando una experiencia actual o como ya pasada, pero recordada después por el mismo.
La exposición va precedida de un prólogo de tipo «sapiencial» sobre la felicidad y las recompensas de los que se preocupan de los desgraciados y necesitados. Es la introducción, que abarca la primera estrofa (vv. 1-4). Los vv. 5-10 constituyen otras dos estrofas (5-7 y 8-10), en las que se reflejan las intrigas y malicia de los adversarios que conspiran contra el salmista. Finalmente, la estrofa final (vv. 11-13) es una súplica de salvación a Yahvé, que se cierra con una doxología (v. 14).
El Señor premia la piedad para con los indigentes (vv.1-4). El salmista inicia su composición declarando que el que se interesa por los indigentes será premiado cuando le llegue la hora de la desventura. En la literatura profética y sapiencial del A. T., el tema del pobre es muy frecuente. Yahvé se preocupa especialmente de los desvalidos, como el huérfano, el extranjero y la viuda; quiere que los que le sean fieles muestren su espíritu de comprensión hacia los que han sido lanzados por la resaca de la vida. Para todo mortal hay días sombríos de dolor y tristeza, y, en esos momentos de abatimiento y abandono, el que haya sido compasivo con los demás sentirá la mano protectora de Yahvé, que le confortará y reanimará cuando se halle postrado en el lecho del dolor. Volverá a disfrutar de las nobles alegrías de la vida en la tierra, sin temor a caer en manos de los que animosamente le hostigan. Por falta de perspectiva de retribución en ultratumba, el salmista, confiado en la justicia divina, proclama que Yahvé premiará al misericordioso y compasivo con su protección, que no le ha de faltar en los momentos más difíciles de su vida.
La hostilidad de los enemigos (vv. 5-10). Después de la introducción sapiencial, en la que se destaca la dicha venturosa reservada al que se ocupa de las desgracias, el salmista pasa a narrar su tragedia personal. Inicia su exposición con una súplica de piedad, reconociendo su culpabilidad, pues, según la mentalidad viejo-testamentaria, atribuye su triste situación a sus pecados. Se siente culpable ante Dios, aunque inocente a los ojos de los hombres. Todo hombre es pecador y, consciente o inconscientemente, es culpable ante Dios. Por eso, en la enfermedad descubren los justos posibles faltas que hayan traído como consecuencia el infortunio. Yahvé es un Dios justo, y, por tanto, si envía el mal contra los suyos, es porque éstos no son del todo inocentes. Todo lo que sucede en el orden material y moral viene de Dios. Como es ley en los autores semitas, éstos -poseídos de un concepto religioso de la vida- atribuyen todo directamente a Dios, prescindiendo de lo que en filosofía se llaman causas segundas o agentes creados, que son los causantes directos de las realidades de este mundo y de los hechos de la historia. El salmista, pues, consciente de su culpabilidad, pide a su Dios que le aparte el mal que le ha enviado, sanando su alma o vida y devolviéndole la salud quebrantada.
A su enfermedad se junta una tragedia moral, pues sus enemigos se alegran de su mal y conspiran maliciosamente contra él. Por el hecho de estar enfermo, ellos suponen que está abandonado de su Dios, en el que tanto confiaba; y, por supuesto, se le considera culpable. Se sienten impacientes porque se retarda el fatal desenlace, deseando que se extinga su nombre o posteridad. Incluso se toman la libertad de ir a visitarle, como era usual en la sociedad israelita. En realidad, lo que quieren es comprobar con sus ojos que la vida del enfermo se extingue, y aunque al enfermo hablan mentirosamente, fingiendo interesarse por su salud (v. 7), por dentro rezuman maldad, pues se alegran de la grave situación del salmista. Saliendo afuera, comentan satisfechos el estado desesperado de salud del que tanto odian: el enfermo es presa de un mal infernal, literalmente una «peste de Belial»; su enfermedad es incurable: se acostó para no volver a levantarse (v. 9). Aun los que se presentaban como amigos, teniendo paz con él, y se sentaban a su mesa, ahora se muestran ingratos, hostigándole: alzan contra mí el calcañal. Jesús, en la última Cena, aplica estas palabras a la traición de Judas, que literalmente había tomado parte en la mesa con Él (cf. Jn 13,18).
Súplica de curación (vv. 11-14). Siempre confiado en el poder y favor de Yahvé, implora su auxilio para que se manifieste en su favor y le salve de tan crítica situación, pues ansía, además de recuperar su salud, dar el pago merecido a sus enemigos, que esperan su muerte. La desaparición prematura del salmista hubiera dado la razón a sus adversarios, que le consideran abandonado de Yahvé. Su curación será la prueba clara de que están equivocados y de que aún disfruta de la amistad divina. Se trata de una rehabilitación moral más que de una acción vindicativa física contra los que hostilmente se acercan a él y se complacen en su enfermedad. Si se salva del peligro de muerte, sus enemigos recibirán una gran humillación moral. Al contrario, si es arrebatado por la muerte prematura, ellos considerarán esto como una victoria sobre él y una confirmación concreta de que Yahvé no protege a los que presumen de fidelidad a Él. Siempre encontramos en los salmos reflejada la pugna entre los justos y los malvados en la sociedad. El salmista, al no esperar un premio a su virtud y fidelidad en la otra vida, declara que la prueba concreta de que su Dios se complace en él es la liberación de la muerte, con lo que no prevalecerán sobre él sus enemigos, que esperan la extinción de su vida y posteridad. A pesar de su crítica situación actual, redobla su confianza en Yahvé, que le ha de sacar incólume del peligro mortal, permaneciendo él y su posteridad en presencia de Él. Es la esperanza de ser rehabilitado en su salud y la seguridad de continuar él y su descendencia -por siempre- bajo la protección bienhechora de su Dios. La recuperación de su salud será la prueba tangible de que ha recuperado también plenamente la amistad divina, quebrantada por sus pecados, que han sido causa de sus infortunios físicos.
El v. 14 es una doxología litúrgica que cierra el primer libro o colección del Salterio, la parte atribuida por la tradición al Profeta Rey. Los dirigentes de las asambleas litúrgicas responderían a los deseos de salvación del salmista asociándolo a los destinos del propio pueblo Israel, vinculado en sus destinos históricos, pasados y futuros, a Yahvé como propio Dios nacional. Y el pueblo responde aprobando los deseos del dirigente del coro: Amén, Amén, expresión hebrea que los LXX y la Vulgata traducen por «fiat, fiat», pero propiamente indican el asentimiento a lo antes declarado.