Salmo 80: Aclamad a Dios, nuestra fuerza

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SALMO 80

2 Aclamad a Dios, nuestra fuerza;
dad vítores al Dios de Jacob:

3 acompañad, tocad los panderos,
las cítaras templadas y las arpas;
4 tocad la trompeta por la luna nueva,
por la luna llena, que es nuestra fiesta.

5 Porque es una ley de Israel,
un precepto del Dios de Jacob,
6 una norma establecida para José
al salir de la tierra de Egipto.

Oigo un lenguaje desconocido:
7 «Retiré sus hombros de la carga,
y sus manos dejaron la espuerta.

8 Clamaste en la aflicción, y te libré,
te respondí oculto entre los truenos,
te puse a prueba junto a la fuente de Meribá.

9 Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti;
¡ojalá me escuchases, Israel!

10 No tendrás un dios extraño,
no adorarás un dios extranjero;
11 yo soy el Señor, Dios tuyo,
que te saqué del país de Egipto;
abre la boca que te la llene».

12 Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no quiso obedecer:
13 los entregué a su corazón obstinado,
para que anduviesen según sus antojos.

14 ¡Ojalá me escuchase mi pueblo
y caminase Israel por mi camino!:
15 en un momento humillaría a sus enemigos
y volvería mi mano contra sus adversarios;

16 los que aborrecen al Señor te adularían,
y su suerte quedaría fijada;
17 te alimentaría con flor de harina,
te saciaría con miel silvestre.

Catequesis de Juan Pablo II

24 de abril de 2002

Una festividad arraigada en la historia de la salvación

1. «Tocad la trompeta por la luna nueva, que es nuestra fiesta» (Sal 80,4). Estas palabras del salmo 80, remiten a una celebración litúrgica según el calendario lunar del antiguo Israel. Es difícil definir con precisión la festividad a la que alude el salmo; lo seguro es que el calendario litúrgico bíblico, a pesar de regirse por el ciclo de las estaciones y, en consecuencia, de la naturaleza, se presenta firmemente arraigado en la historia de la salvación y, en particular, en el acontecimiento fundamental del éxodo de la esclavitud de Egipto, vinculado a la luna nueva del primer mes (cf. Ex 12,2.6; Lv 23,5). En efecto, allí se reveló el Dios liberador y salvador.

Como dice poéticamente el versículo 7 de nuestro salmo, fue Dios mismo quien quitó de los hombros del hebreo esclavo en Egipto la cesta llena de ladrillos necesarios para la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés (cf. Ex 1,11.14). Dios mismo se había puesto al lado del pueblo oprimido y con su poder había eliminado y borrado el signo amargo de la esclavitud, la cesta de los ladrillos cocidos al sol, expresión de los trabajos forzados que debían realizar los hijos de Israel.

El don de la liberación

2. Sigamos ahora el desarrollo de este canto de la liturgia de Israel. Comienza con una invitación a la fiesta, al canto, a la música: es la convocación oficial de la asamblea litúrgica según el antiguo precepto del culto, establecido ya en tierra egipcia con la celebración de la Pascua (cf. Sal 80,2-6a). Después de esa llamada se alza la voz misma del Señor a través del oráculo del sacerdote en el templo de Sión y estas palabras divinas ocuparán todo el resto del salmo (cf. vv. 6b-17).

El discurso que se desarrolla es sencillo y gira en torno a dos polos ideales. Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: «Clamaste en la aflicción, y te libré» (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.

La escucha del pueblo de Israel

3. Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.

El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20,3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo «escuchar», frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad. Efectivamente, en nuestro salmo se repite: «Escucha, pueblo mío. (…) Ojalá me escuchases, Israel (…). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (…) Ojalá me escuchase mi pueblo» (Sal 80, 9.12.14).

Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32,1-14).

Dios aguarda la respuesta fiel

4. La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: «Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino» (v. 14).

Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo «con flor de harina» y saciarlo «con miel silvestre» (v. 17). Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6,3; 11,9; 26,9.15; 27,3; 31,20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.

En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor «los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12,24-25), que resucitó… Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca» (Homilía sobre el salmo 80, n. 17: Origene-Gerolamo, 74 Omelie sul Libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 204-205).

El llamado de Dios a la conversión

5. Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (…) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid» (Ez 18, 23.31-32).

La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34,6).

 

Comentario del Salmo 80

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

No obstante el cambio de tono que posibilitaría la división del salmo en dos unidades, se nos ofrece una composición unificada. Si se evoca la obra de Dios en el pasado, su elección y providencia singular, es para afirmar la fidelidad en el presente. Las palabras de Dios son más promesa renovada que juicio. Formalmente, la primera parte del salmo es una invitación a la alabanza con su motivación (vv. 2-6). El resto es una palabra de Dios que recoge los siguientes motivos: liberación de Egipto y conducción por el desierto (vv. 6c-8), alianza sinaítica (vv. 9-11), la infidelidad de los antepasados (vv. 12-13) y vigencia de las promesas hechas al pueblo (vv. 14-17). Por consiguiente, junto a la alabanza hay un paréntesis de sabor deuteronómico. El contenido básico de la exhortación es que la gracia de Dios exige fidelidad al Pueblo.

El cambio del plural al singular, de la forma hímnica a la oracular, del presente de alabanza a la renovación de la promesa, etc., aconsejan salmodiar este salmo del siguiente modo:

Asamblea, Invitación a la alabanza: «Aclamad a Dios… al salir de la tierra de Egipto» (vv. 2-6b).

Presidente, Oráculo: «Oigo un lenguaje… te saciaré con miel silvestre» (vv. 6c-17).

La fiesta de la ley

La fiesta de los tabernáculos, posiblemente celebrada en este salmo, recuerda las marchas por el desierto y el tiempo de los esponsales con Yahvé. El judaísmo tardío la asociará al don de la ley en el Sinaí. Como toda fiesta, la celebración de los tabernáculos incide en el presente: «¡Ojalá me escuches, Israel!», se dice con motivo de esta fiesta. A la vez es una celebración esperanzada del futuro: todas las naciones subirán a Jerusalén con ocasión de la fiesta de los tabernáculos. El pueblo, consiguientemente, debe llenarse de gozo porque está en presencia de Dios. Jesús personalmente da sentido a esta fiesta. En el decurso de la misma clama para que todos vengan a Él (Jn 7,37ss), se declara luz del mundo e Hijo de Dios y es vitoreado por la multitud. Los vítores de la multitud son tan sólo un reflejo del festejo ejecutado por la mansedumbre de los rescatados. Antes de asociarnos a la solemnidad celeste, acogemos la exhortación a escuchar al Señor y nos regocijamos porque Dios está en medio de nosotros.

Que nadie apostate del Dios vivo

El amor de Dios, mostrado en la redención y liberación de Egipto, no fue correspondido ni siquiera por la generación del Éxodo. Puesto a prueba por Dios para ver lo que había en el corazón de Israel, Israel tentó a Dios: dudó de su presencia en medio del pueblo, prefirió salvar su vida amenazada de sed mortal. No quiso, en definitiva, fiarse de Yahvé y confiarse a Él. Jesús, el resto santo del Pueblo, el Israel esencial, no sucumbió ante una prueba similar, sino que transmite y testifica la Palabra paterna, que escucha atentamente. Su entrega incondicional al Padre, aunque le costara la vida, es un reclamo en el seno del nuevo Israel. Que ningún ciudadano del nuevo pueblo se endurezca seducido por el pecado; que en ninguno exista un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar del Dios vivo.

«No hay mandamiento mayor que éstos»

La religiosidad de Israel es una conjunción de libertades: la de Dios, que ofrece su amor benevolente, y la del hombre, que lo acepta. Su resultado es la alianza con un compromiso de fidelidad y de justicia para ambas partes. Para el interlocutor humano todo esto se traduce prácticamente en la observancia de los mandamientos; señaladamente del mandamiento principal, quicio y síntesis de los restantes. La formulación neotestamentaria del mandamiento es el amor a Dios y al prójimo. «No existe mandamiento mayor que éstos» (Mc 12,31), como lo prueba el hecho de que Jesús viviera ese mandamiento hasta las últimas consecuencias. En lo sucesivo, si alguno ama a Cristo, guardará su Palabra y el Padre le amará, y ambos morarán en el amante (Jn 14,23). Quien así se comporta, quien es fiel a las estipulaciones del pacto se beneficiará de las bendiciones concedidas en la agresión bélica y en la paz agrícola. Será declarado bendito del Padre en la hora postrera.

Resonancias en la vida religiosa

«¡Ojalá me escuchase mi pueblo!»: ¿Qué ocurriría si nuestra comunidad religiosa se dejase dócilmente conducir por la Palabra de Dios? La Palabra nos pide que abandonemos los dioses extraños, que reconozcamos a Dios Padre que va trazando y construyendo nuestra historia, que permanezcamos perseverantemente en actitud de escucha de su voz. «Yo soy el Camino». Jesús es la senda que hemos de seguir comunitariamente. ¿Qué ocurriría?

Se manifestaría el poderoso vigor de la Palabra a través de nuestra pobre comunidad; «en un momento humillaría a nuestros enemigos…; su suerte quedaría fijada» y Dios sería para nosotros nuestro mejor manjar, el «pan de Vida»; se renovarían en nuestra comunidad los prodigios del Éxodo, de la Alianza, de la muerte y resurrección de Jesús, de la sorprendente irrupción del Espíritu.

¡Ojalá me escuchase mi Pueblo!