José Sánchez del Río: «¡Viva Cristo Rey!»

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José Sánchez del Río, quien a los 14 años y once meses de edad fue encontrado digno de la palma del martirio, gracia que él mismo pidió ante la tumba de quien es el titular de la causa, el beato Anacleto. En verdad, ¡qué grandes y maravillosos son los designios del Señor!

Venimos al lugar mismo de los hechos, y parece que el espacio y el tiempo se vuelven sagrados, cargados de gracia, preñados del misterio de Dios:  hemos recorrido procesionalmente, con las reliquias del beato, la distancia que él mismo tuvo que recorrer con los pies sangrantes para llegar al lugar de su martirio. En lo profundo de nuestra alma resonaban sus gritos juveniles:  ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe! En un recorrido triunfal, hemos llegado a este templo parroquial del Apóstol Santiago, donde él estuvo preso hasta los últimos días, y donde el celo por la casa de Dios le devoró las entrañas y le inflamó el corazón para defender la dignidad del santuario, despedirse de sus familiares, caminar con pie firme y decidido al encuentro de Jesús.

Ni la tropa toda junta tenía el valor y la entereza de este muchacho, confesaron sus mismos victimarios. ¿De dónde sacaba el beato José tanta fuerza y valentía? ¿Cómo se puede explicar tanta fe y amor a Jesús en un alma aún tierna y juvenil? El beato José es un prodigio de la gracia, es una muestra de la grandeza de su vocación cristiana, es un ejemplo del testimonio interior del Espíritu:  «Puesto que tú me conoces y me amas —dice el Señor—, yo te libraré y te pondré a salvo; cuando tú me invoques, yo te escucharé y en tus angustias estaré contigo» (Sal 90, 7-8). 

2. La lectura del libro de la Sabiduría nos ofrece una admirable descripción del alma de un justo, de un santo, de un bienaventurado:  la convicción de que la vida del hombre está en las manos de Dios, la absoluta confianza en el juicio de Dios y no en el de los hombres, la fidelidad a toda prueba, la certeza del triunfo definitivo y la fecundidad de una vida que se creía perdida. ¡Qué maravillosa imagen nos diseña la Sabiduría y cómo se transforma cuando vemos cumplido todo esto en Jesús, el justo perseguido, el Hijo que nos revela al Padre en el momento del dolor y del sufrimiento, el Señor triunfador del pecado y de la muerte!

Es verdad que, a lo largo de los siglos, hombres y mujeres de toda condición han alcanzado una perfección muy grande, una imitación admirable del único modelo, una madurez espiritual que ha irradiado su santidad a todos los tiempos y lugares; pero lo admirable aquí es que esto se ha cumplido en un adolescente, casi un niño todavía. Como otros jóvenes a lo largo de la historia, este jovencito, nacido aquí mismo, bautizado aquí mismo, martirizado aquí mismo, nos muestra el camino de la santidad y nos invita a recorrerlo en el seguimiento de Jesús.

«Nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo», le escribía a su mamá con una candorosa sencillez. Los testigos de su vida nos hablan de él como de un niño normal, como los demás, que iba a la escuela y jugaba con sus compañeros, que amaba a sus padres y a sus familiares, a los que estuvo siempre unido. Pero sobre todos los cariños humanos, sobre todas las cosas de este mundo, sobre las riquezas mismas, pudo más el amor a Cristo:  «Fui hecho prisionero —escribía cuatro días antes de su martirio—; voy a morir, pero nada me importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios. Yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor». Y en los instantes mismos del martirio, sus últimas palabras son una despedida casi litúrgica, con la que rubrica el holocausto de su vida:  «Nos veremos en el cielo. ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva Santa María de Guadalupe!». 

3. Todos conocemos las difíciles circunstancias históricas que rodearon el martirio del beato José. Una violenta persecución se desató contra la Iglesia, despiadada y cruel, que tenía como claro objetivo acabar con la fe cristiana del pueblo, con el amor a la Virgen Morena, con todos los sacerdotes que fuera posible pasar por las armas. El fruto de estos tiempos calamitosos está ya a la vista, con los santos canonizados por el Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, y con los beatos del día de ayer, beatificados por mandato del Papa Benedicto XVI. La Iglesia de hoy en México es fruto del testimonio de muchos mártires, confesores, sacerdotes, religiosas y cristianos a carta cabal que defendieron y difundieron su fe con valentía. 

Los tiempos actuales son exactamente los mismos, pero la exigencia de vivir coherentemente la fe en todos los ámbitos de la vida es la misma ayer que hoy. En este sentido, la beatificación del niño de Sahuayo nos recuerda los primeros tiempos de la Iglesia, en los que los cristianos eran perseguidos por invocar el nombre de Cristo:  «Si los injurian por el nombre de Cristo, ténganse por dichosos —dice san Pedro en la segunda lectura—; quien sufre por ser cristiano, que le dé gracias a Dios por llevar ese nombre». Cristiano, en los primeros tiempos, era signo de perseguido, proscrito. No a todos nos llama el Señor a derramar la sangre por él, pero sí nos llama a todos a ser sus testigos, a confesar su nombre, a amar a todos sin discriminación, y a obedecer a Dios antes que a los hombres. 

La invocación a Cristo Rey no se le caía de los labios a José, ni la invocación del nombre de María de Guadalupe. Podemos entrever en las exclamaciones de su voz juvenil una gran profecía, la proclamación de una utopía, un pequeño pregón pascual. Anunciar a Cristo Rey es hacer la confesión de fe en el Hijo de Dios vivo, y es en el fondo un grito de batalla para que los valores del reino que vino a instaurar en la tierra sigan vigentes en la querida nación mexicana:  la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz, como lo celebraba el prefacio de la fiesta de ayer. E igualmente, invocar el nombre de la Guadalupana es una exclamación kerigmática del evangelio del Tepeyac, cuna de la nación mexicana, que en la Virgen tiene que encontrar la inspiración para forjar una patria más justa y fraterna, y en la Madre la ternura necesaria en los momentos más difíciles y el ejemplo para acoger como hermanos a los más pobres entre los pobres, a los indígenas, a los que sufren. La beatificación de José Sánchez del Río es un buen motivo para que la Iglesia diocesana ponga en práctica las recomendaciones del Papa Benedicto XVI a los obispos de México:  «La unidad entre la fe y la vida que implica proyectar los valores del Reino en todos los ámbitos de la vida de la nación mexicana».

4. El Papa Pío XI no desconocía estas dolorosas situaciones ni la historia de estos gloriosos mártires mexicanos. Emocionado escribía:  «Venerables hermanos, entre aquellos adolescentes y jóvenes hay algunos —y no puedo contener las lágrimas al recordarlos— que, llevando en las manos el rosario y aclamando a Cristo Rey, sufrieron espontáneamente la muerte». Pensaba, sin duda, el recordado Pontífice en personas como nuestro joven beato, quien supo poner en práctica la palabra de Jesús:  «El que quiera ser mi discípulo, que me siga, para que donde yo esté, esté también mi servidor». 

La inscripción en la lista de los mártires de Cristo Rey del primer beato de la Iglesia de Dios que peregrina en Zamora es un don y una gracia ante todo para toda la diócesis. Los santos son signos visibles de la presencia del Señor Jesús hasta el fin de los tiempos, y una respuesta viva al deseo de los hombres de ver a Jesús. El beato José deberá ser para todos un ejemplo del camino de Jesús y de la lógica de su seguimiento:  el que se ama a sí mismo, se pierde; y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna; y, al mismo tiempo, una fuente de esperanza y una garantía de frutos de vida eterna para todos los fieles:  la sangre de los mártires, en efecto, sigue siendo semilla de cristianos.

En primer lugar, para las familias cristianas:  para que sigan siendo, como hasta hace poco, semilleros de vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada, iglesias domésticas donde se vivan los valores evangélicos y las virtudes cristianas, centros de comunión y de vida, donde padres e hijos vivan unidos por el vínculo del matrimonio y los lazos del amor y del cariño, rectificando su jerarquía de valores, respetando sus compromisos sagrados, buscando la santidad como ideal de la vida. También para los jóvenes, para que sean los centinelas del mañana y los apóstoles del tercer milenio, siguiendo los pasos de un compañero, sensible como ellos a las maravillas de la creación, amante de la vida e ilusionado por la causa de Cristo. Pero, sobre todo, para los niños y los adolescentes como José Sánchez del Río:  para que se sientan, como él, llamados a las filas de Cristo Rey, seleccionados para vivir más cerca de él, invitados a un amor más grande, motivados para dar sentido a su vida amando a Jesús como él nos amó. 

Gracias por la santidad y sabiduría del adolescente, por la confesión del nombre de Jesús de un cristiano tan joven, y por el martirio tan glorioso de un hijo de esta parroquia de Santiago Apóstol y de esta diócesis de Zamora, el beato José Sánchez del Río. Que él interceda por nosotros en el cielo y que muy pronto lo podamos ver canonizado aquí en la tierra. Así sea.