III. Cristocentrismo de la vida espiritual

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III. Cristocentrismo de la vida espiritual

La Carta a los Hebreos en el capítulo 11 hace un elogio de los hombres y mujeres que se destacaron por su fe antes de la venida de Cristo. Se menciona Abel, Henoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Sara, Esaú, Jacob, Moisés, Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel. Todos ellos «murieron en la fe, sin haber conseguido el objeto de sus promesas, viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros en la tierra» (Heb 11, 13). El hombre de oración también se siente como extraño y peregrino en la tierra. Sabe que está aquí de paso, que la vida terrena no es eterna.

 

Con la mirada fija en Cristo

Ello le da una visión nueva de la realidad, comprometida y al mismo tiempo distante de lo terreno. Se esfuerza al máximo para cambiar las cosas, para instaurar el Reino de Cristo, para hacer que Cristo sea más conocido y amado, pero al mismo tiempo sabe que su acción es limitada y que sólo el poder de Dios puede realmente transformar el fondo de las almas.

A pesar de su fe, de la resistencia hasta la muerte de muchos de los grandes creyentes del Antiguo Testamento, no consiguieron el objeto de sus promesas hasta que llegó Cristo. Dios tenía dispuesto algo mejor (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 147; Heb 11, 40). Ese «algo mejor» es Cristo con quien llega a la perfección el don de Dios al hombre.

La oración cristiana no puede ignorar este gran don de Dios a la humanidad que es Único Hijo Jesucristo y por ello debe ser eminentemente cristocéntrica. Ello quiere decir que Cristo debe situarse en el centro de la oración del cristiano. Él debe inspirar la oración, debe ser el objeto principal de meditación, debe permear toda la relación del hombre con Dios. El hombre debe relacionarse con el Padre en modo semejante en el que se relaciona el Hijo. Es por ello que poder penetrar y asimilar la oración de Jesús es sumamente eficaz para realizar una oración verdaderamente cristiana.

La oración nos debe cristificar

Podemos usar diferentes métodos de oración. Los hay en la sana tradición cristiana, pero lo que nunca los cristianos podremos dejar de lado es que nuestra oración está centrada en Cristo como centro de la misma. La oración nos debe cristificar: hacer más semejantes a Cristo, a su entrega al Padre, a su amor por los hombres, a su humildad profunda, a su misericordia para con los pecadores, a su obediencia heroica al plan del Padre, a su atención a las inspiraciones del Espíritu.

Creer en Cristo es una gracia y esta gracia se forja, se amplifica, se profundiza, se enraíza en el alma a través de la oración. Por ello los grandes orantes han sido aquellos que poco a poco, casi sin saberlo se han ido asimilando a Cristo, imitándolo en sus virtudes, conociéndolo de modo experiencial, amándolo por encima de cualquier otro amor. Los grandes orantes han sido los grandes santos y los grandes santos los grandes orantes.


Agradecemos esta aportación al P. Pedro Barrajón, L.C. (Más sobre el P. Pedro Barrajón, L.C)

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