QUINTO MISTERIO DOLOROSO (1)
La Crucifixión
«Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Se repartieron sus vestidos, echándolos a suertes. La gente estaba mirando. Los magistrados, por su parte, hacían muecas y decían: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el Elegido”. También los soldados se burlaban de él; se acercaban, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!” Era ya cerca de la hora sexta, cuando se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Y dicho esto, expiró». (Lc 23, 33-37. 44-46)
El misterio de la Cruz
Qué mal nos han explicado a veces el misterio de la Cruz. «Sufres porque Dios te quiere mucho». Un Dios así inspira sólo temor. En un Dios así, cuesta confiar. Como si Dios se dedicara a preparar cuál será nuestro próximo sufrimiento, el de nuestra familia o el de la sociedad. El Dios cristiano no es un terrorista. Es Padre. Es Hijo que se ha hecho hermano nuestro. Es el Espíritu de Amor. Es Cristo el que libre y voluntariamente se pone en manos de su Padre. ¿Para que lo crucifique? No. Para decirle que está dispuesto a que los hombres – ¡nosotros! – hagamos con Él lo que queramos, sin rebelarse, «como cordero manso llevado al matadero» (Is 53,7), y a ofrecerse en rescate nuestro de tal modo que no aparezcamos culpables de arrebatar la vida al Hijo de Dios. «Nadie me la quita, soy yo quien la doy» (Jn 10,18). «Perdónales, Padre, no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Quien sufre profundamente a causa del ser amado, y sostiene su amor ofreciéndose sin reproches ni rencores, con libertad y alegría, sin más deseo que no cesar de amarle, entra mansamente en el misterio del amor agápico del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
«El Hijo de Dios se entrega completamente en manos del hombre dejando que el hombre haga de Él lo que quiera. El reconocimiento del otro tiene lugar en el momento en que yo lo acepto tan radicalmente que admito su libertad incluso en relación conmigo hasta el punto de que el otro puede hacer de mí lo que quiera. (…) Esto es lo que Dios ha hecho con nosotros. El Hijo de Dios ha venido para entregarse en nuestras manos. (…) Cuando Cristo se confía a los hombres, se confía totalmente al Padre y cumple su voluntad, que es dar a conocer el amor. (…) La crucifixión es un acontecimiento revelador. Aquí el hombre conoce a Dios porque puede ver hasta dónde llega su amor». (Špidlík – Rupnik, La fe según los iconos)
Aprender a amar cuesta. Es tarea de toda la vida. A veces parece que vivimos exigiendo reciprocidad. Nos hieren profundamente la ingratitud, la indiferencia, el rechazo, el abandono. Esperamos, en realidad, que el amor que entregamos termine regresando. Qué bella es, sin embargo, la presencia en la vida de alguien que nos dice: «yo te quiero. Quiéreme si quieres, me harás muy feliz, pero no cambiará mi amor por ti si no me quieres». Es el corazón de la amistad, aquella a la que se refería Jesús cuando dijo a sus discípulos la noche antes de su Pasión: «ya no os llamo siervos… a vosotros os llamo amigos…» (cfr. Jn 15,15), «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos…» (Jn 15,13)
«El Señor Dios ha entregado su propio Hijo a la muerte de cruz a causa de su ardiente amor por la creación […] A causa de su amor por nosotros y por obediencia a su Padre, Cristo ha aceptado gozosamente los insultos y la amargura […] Del mismo modo, cuando los santos llegan a ser perfectos alcanzan todos la misma perfección y, derramando abundantemente su amor y su compasión sobre todos los hombres, se asemejan a Dios». (Isaac el Sirio, Primera colección, 71, en Centro Aletti, Guarderanno a Colui che hanno trafitto, p.8, trad.mía)
«Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, tal como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 1-2) Mientras vivamos en la tierra, amar y sufrir serán caras de la misma moneda. «Cristo nos revela que el sufrimiento es parte integrante del amor. Quien ama, antes o después sufre. Pero es precisamente el amor el que convence del sentido del sufrimiento y el que es capaz de transfigurarlo». (Špidlík – Rupnik, op.cit.) La oblación desinteresada, la acogida del otro tal cual es, en mutuo y absoluto respeto, en total libertad, en confianza ilimitada, sin sombra de egoísmo, son propias de la vida en Cristo, la vida eterna que ha venido a instaurar en esta tierra y que alcanzará su plenitud en el cielo. «¡Mirad cómo se aman! Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro» (Tertuliano). La amistad y la caridad cristianas en medio del mundo en que vivimos, no pueden no ser pascuales: un continuo dinamismo de cruz y de resurrección. No estamos exentos de egoísmo. Ni nosotros, ni los demás. Tantas veces al día toca morir mil muertes. Puede ser que el ego se debata. Puede ser que lo dejemos morir en paz. La segunda opción será siempre más serena, más sencilla, acorde a la esperanza.
«Y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. Y pensemos que difícilmente habrá alguien que muera por un justo -tal vez por un hombre de bien se atrevería uno a morir -. Así que la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, nos salvará mediante su vida!» (Rm 5, 5-8.10)
Si el amor de verdadera amistad es un don celestial, el amor «a los enemigos», a quienes no nos resulta espontáneo amar y más bien nos inspirarían sentimientos contrarios, es la piedra de toque de la presencia de Dios en el corazón puro, siempre más libre, humilde y abierto a acoger al otro en su diversidad. El cristiano, experimentándose limitado, combatido por sus pasiones, pobre, incapaz de amar, confía que el Espíritu Santo puede y quiere hacer germinar la vida nueva en su corazón, una y otra vez, desde la oscuridad de la tierra donde el ego fue sepultado. El cristiano se sabe amado así por el Padre. Se sabe perdonado y rescatado de la muerte por Jesucristo Salvador, y día a día se ve revestido de alegría, de fortaleza, de paz, de bondad… de cuanto obra, en fin, en su persona el Espíritu Santo, de cuyo poder transformante, por fe y por creciente experiencia, no puede dudar. Lo sabía bien san Pablo cuando escribía a una de las primeras comunidades cristianas: «así que doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que, en virtud de su gloriosa riqueza, os conceda fortaleza interior mediante la acción de su Espíritu, y haga que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Y que, de este modo, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conozcáis el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Y que así os llenéis de toda la plenitud de Dios». (Ef 3, 14-19)
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