QUINTO MISTERIO GLORIOSO
La coronación de la Virgen María
«Apareció en el cielo un signo sorprendente: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada de doce estrellas». (Ap 12,1)
Como el sol vespertino se esconde en la tierra, así desde el seno de la Santísima Trinidad el Verbo descendió al seno de la virgen de Nazareth. La Luz escondió su resplandor y no hizo alarde de su divinidad (cfr. Fil 2, 6-8), para caminar con pasos humanos y recuperar así a sus hermanos, llevándonos consigo en Su regreso al Padre.
Escondido en María, el Hijo de Dios se introdujo en la historia como Hombre verdadero. A oscuras, mientras el mundo duerme, el Sol recorre su paso del Occidente al Oriente. Y así como la nube de la Presencia de Dios y la columna de fuego acompañaron el camino del éxodo del Pueblo de Israel, de Egipto a la Tierra Prometida, Jesucristo recorrió con pasos históricos y polvorientos nuestra existencia, envolviendo mansamente en las sombras Su misterio, para acompañarnos y guiarnos en el paso Pascual de la muerte a la Vida. Tenía que venir Él. Y había de ser así, kenóticamente, humildemente, para que la penumbra abrigase nuestra libertad y diera espacio al amor y a la acogida.
¡Oh Madre de la Acogida, qué abismo de silencio iluminado acompañó tu existencia! Tú envolviste en pañales, aquella noche, al Hijo de Dios. Y Jesús, en la noche de tu vida, en tu peregrinar tantas veces a oscuras, te revistió de Sol, de gracia, de Espíritu Santo, transfigurándote a Su imagen, de «hágase» en «hágase», de pascua en pascua. El cielo se instaló en tu carne y se la llevó consigo. La Vida penetró tu mundo y te hizo su Reina.
«Todo el universo se hace pequeño ante la figura de la Virgen, que es ya imagen del mundo nuevo, que lleva en sí a Cristo y que está formado conforme a Él. Por eso una oración bizantina dice que María es más grande que los cielos, porque ha llevado en su seno a Aquel que los cielos no podían contener. Cuando Dios se hace huésped del hombre, no lo destruye, ni lo disminuye o lo aliena, sino que lo coloca en su verdadero lugar, como dominador del universo» (Špidlík- Rupnik, La fe según los iconos).
La libertad y el amor, desde el centro del corazón de María, crecieron día con día en sinergia con el Espíritu Santo. Ambos, Él en ella, ella con Él, la hicieron libre, toda acogida y oblatividad. Sin condicionamiento alguno, ni propio, ni ajeno, ni de tendencias autoafirmativas o de egoísmos posesivos; ni de las circunstancias de la vida, del mundo, de la propia historia o psicología, de la pobreza personal innegablemente presente en nuestra condición humana. Ríos de gracia se derramaron en su vida. No mayores, sin embargo, que los que el Señor ofrece a cada ser humano, llamado a ser su hijo. El amor se hizo aceptación, la aceptación generó nuevo amor, y brotó aquella colaboración a la que Dios llamó al hombre desde el principio de los tiempos para gestar en el mundo la vida nueva, en Cristo Su plenitud, su realización definitiva.
Contemplando a María comprendemos cómo todo hombre y toda mujer estamos llamados a gestar a Cristo en el mundo, pero no solos, sino en comunión. Por el bautismo, cada corazón es tierra en la que penetra el Sol de Cristo, calor, luz, y vida nueva en el Espíritu, llamado a alumbrar a todo hombre, dándole una razón para vivir: la Palabra misma de la Vida (cfr. Fil 2, 14-16). La libertad abraza y el amor une. Cada corazón es un espacio eclesial en el que nos encontramos el uno en el otro unidos en el centro, en Cristo Jesús. Avanzamos con Él, en el camino de retorno al Padre, como peregrinos del amor.
Paso a paso, diría Machado, «hacemos camino al andar» y aprendemos a amar amando. Nuestra vida familiar, las amistades, las relaciones laborales y sociales, las que ensanchan el corazón y las que lo encogen, las personas difíciles que nos hacen sufrir… es el Espíritu Santo el que introduce al espíritu humano en este Reino de libertad y de encuentro, de donación y acogida, de sentido y de alegría que es la vida compartida y ofrecida pascualmente en Cristo Jesús. Nunca solos, nunca aislados, sino injertados en Cristo, entretejidos como hermanos y fortalecidos en esta comunión en el Cuerpo de Cristo, su Iglesia, que somos todos. Esta que así vivimos es la vida misma de Cristo resucitado, prolongada en la historia por el don del Espíritu: ha comenzado en esta tierra, pero no tendrá fin.
«En el icono de la realeza de María hay un nuevo grado de desarrollo, un aspecto que se puede llamar antropológico. El trono del imperio o del mundo pasa a segundo plano. La verdadera sede de Cristo es María, una persona viva, humana. (…) En Cristo, con Cristo y por Cristo todo cristiano es llamado a gobernar el mundo. (…) Cristo aparece en el icono como verdadero rey del universo y de los hombres, que no cede su poder a nadie. Pero para poder ejercerlo como Dios-Hombre, debía nacer en el tiempo de María Virgen. Bajo este aspecto fue ella quien lo puso en el trono del mundo.
Es un privilegio y, al mismo tiempo, una verdadera cooperación, el prototipo de la actividad de los cristianos a través de los siglos. El Reino de Cristo se instaurará definitivamente en su segunda venida. Pero ésta se prepara a través de un largo itinerario de la Iglesia, por obra de los santos que colocan progresivamente a Cristo en el trono del universo. Es un privilegio para nosotros, hombres, y al mismo tiempo una función indispensable en el orden de la salvación. En este sentido se puede hablar del eterno femenino de todo cristiano que “genera” la vida eterna que debe llegar». (Špidlík- Rupnik, La fe según los iconos)
En el mosaico que contemplamos vemos a Jesucristo coronando a su Madre. Sentados ambos sobre el trono del universo, el manto del Hijo de Dios cubre a María de Su gloria. Ella aparece vestida de blanco, resplandeciente de una belleza que brota desde dentro, «engalanada como una novia ataviada para su esposo». María es icono de la nueva Jerusalén, la Iglesia, la Esposa: Jesús coloca en su dedo el anillo de la alianza.
«Luego vi un cielo nuevo, y una tierra nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: “Ésta es la morada de Dios, que compartirá con los hombres. Pondrá su morada entre ellos. Ellos serán su pueblo y él, Dios con ellos, será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado”. Entonces, el que está sentado en el trono dijo: “Voy a hacer nuevas todas las cosas”. Y añadió: “Escribe: Éstas son palabras ciertas y verdaderas”. Me dijo también: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed, yo le daré a beber gratis agua del manantial. Ésta será la herencia del vencedor: yo seré su Dios y él será mi hijo”» (Ap 21, 1-7).
María, Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los apóstoles, peña de donde mana sin cesar el Río de Vida que sacia toda sed, tú conoces el anhelo de todo corazón humano: queremos amar y ser amados, queremos vivir y dar vida. Danos, Madre, de esta agua, para beber, para florecer, para derramarla en muchos otros corazones, para abrevar al universo.
«El Espíritu y la Novia dicen: “¡Ven!” Y el que oiga, que diga: “¡Ven!” El que tenga sed, que se acerque; el que quiera, recibirá gratis el agua de vida». (Ap 22,17)
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