Salmo 76: Alzo mi voz a Dios gritando

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SALMO 76

2 Alzo mi voz a Dios gritando,
alzo mi voz a Dios para que me oiga.

3 En mi angustia te busco, Señor mío;
de noche extiendo las manos sin descanso,
y mi alma rehúsa el consuelo.
4 Cuando me acuerdo de Dios, gimo,
y meditando me siento desfallecer.

5 Sujetas los párpados de mis ojos,
y la agitación no me deja hablar.
6 Repaso los días antiguos,
recuerdo los años remotos;
7 de noche lo pienso en mis adentros,
y meditándolo me pregunto:

8 «¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
9 ¿Se ha agotado ya su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
10 ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad,
o la cólera cierra sus entrañas?»

11 Y me digo: «¡Qué pena la mía!
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!»
12 Recuerdo las proezas del Señor;
sí, recuerdo tus antiguos portentos,
13 medito todas tus obras
y considero tus hazañas.

14 Dios mío, tus caminos son santos:
¿qué dios es grande como nuestro Dios?

15 Tú, oh Dios, haciendo maravillas,
mostraste tu poder a los pueblos;
16 con tu brazo rescataste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.

17 Te vio el mar, oh Dios,
te vio el mar y tembló,
las olas se estremecieron.

18 Las nubes descargaban sus aguas,
retumbaban los nubarrones,
tus saetas zigzagueaban.

19 Rodaba el estruendo de tu trueno,
los relámpagos deslumbraban el orbe,
la tierra retembló estremecida.

20 Tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas,
y no quedaba rastro de tus huellas:

21 mientras guiabas a tu pueblo, como a un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.

Catequesis de Juan Pablo II

13 de marzo de 2002

Imploración desde la oscuridad

1. La liturgia, al poner en las Laudes de una mañana el salmo 76, quiere recordarnos que el inicio de la jornada no siempre es luminoso. Como llegan días tenebrosos, en los que el cielo se cubre de nubes y amenaza tempestad, así en nuestra vida hay días densos de lágrimas y temor. Por eso, ya al amanecer, la oración se convierte en lamento, súplica e invocación de ayuda.

Nuestro salmo es, precisamente, una imploración que se eleva a Dios con insistencia, profundamente impregnada de confianza, más aún, de certeza en la intervención divina. En efecto, para el salmista el Señor no es un emperador impasible, retirado en sus cielos luminosos, indiferente a nuestras vicisitudes. De esta impresión, que a veces nos embarga el corazón, surgen interrogantes tan amargos que constituyen una dura prueba para nuestra fe: «¿Está Dios desmintiendo su amor y su elección? ¿Ha olvidado el pasado, cuando nos sostenía y hacía felices?». Como veremos, esas preguntas serán disipadas por una renovada confianza en Dios, redentor y salvador.

La prueba de fe

2. Así pues, sigamos el desarrollo de esta oración, que comienza con un tono dramático, en medio de la angustia, y luego, poco a poco, se abre a la serenidad y a la esperanza. Encontramos, ante todo, la lamentación sobre el presente triste y sobre el silencio de Dios (cf. vv. 2-11). Un grito pidiendo ayuda se eleva a un cielo aparentemente mudo; las manos se alzan en señal de súplica; el corazón desfallece por la desolación. En la noche insomne, entre lágrimas y plegarias, un canto «vuelve al corazón», como dice el versículo 7, un estribillo triste resuena continuamente en lo más íntimo del alma.

Cuando el dolor llega al colmo y se quisiera alejar el cáliz del sufrimiento (cf. Mt 26,39), las palabras explotan y se convierten en pregunta lacerante, como ya se decía antes (cf. Sal 76,8-11). Este grito interpela el misterio de Dios y de su silencio.

La luz de la esperanza

3. El salmista se pregunta por qué el Señor lo rechaza, por qué ha cambiado su rostro y su modo de actuar, olvidando su amor, la promesa de salvación y la ternura misericordiosa. «La diestra del Altísimo», que había realizado los prodigios salvíficos del Éxodo, parece ya paralizada (cf. v. 11). Y se trata de un auténtico «tormento», que pone a dura prueba la fe del orante.

Si así fuese, Dios sería irreconocible, actuaría como un ser cruel, o sería una presencia como la de los ídolos, que no saben salvar porque son incapaces, indiferentes e impotentes. En estos versículos de la primera parte del salmo 76 se percibe todo el drama de la fe en el tiempo de la prueba y del silencio de Dios.

La luz de la esperanza

4. Pero hay motivos de esperanza. Es lo que se puede comprobar en la segunda parte de la súplica (cf. vv. 12-21), que se asemeja a un himno destinado a volver a proponer la confirmación valiente de la propia fe incluso en el día tenebroso del dolor. Se canta el pasado de salvación, que tuvo su epifanía de luz en la creación y en la liberación de la esclavitud de Egipto. El presente amargo es iluminado por la experiencia salvífica pasada, que constituye una semilla sembrada en la historia: no está muerta, sino sólo sepultada, para brotar más tarde (cf. Jn 12,24).

Luego, el salmista recurre a un concepto bíblico importante: el del «memorial», que no es sólo una vaga memoria consoladora, sino certeza de una acción divina que no fallará nunca: «Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos» (Sal 76,12). Profesar la fe en las obras de salvación del pasado lleva a la fe en lo que es el Señor constantemente y, por tanto, también en el tiempo presente. «Dios mío, tus caminos son santos: (…) Tú eres el Dios que realiza maravillas» (vv. 14-15). Así el presente, que parecía un callejón sin salida y sin luz, queda iluminado por la fe en Dios y abierto a la esperanza.

Dios triunfa sobre el mal

5. Para sostener esta fe, el salmista probablemente cita un himno más antiguo, que tal vez se cantaba en la liturgia del templo de Sión (cf. vv. 17-20). Es una clamorosa teofanía, en la que el Señor entra en escena en la historia, trastornando la naturaleza y en particular las aguas, símbolo del caos, del mal y del sufrimiento. Es bellísima la imagen de Dios caminando sobre las aguas, signo de su triunfo sobre las fuerzas del mal: «Tú te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas, y no quedaba rastro de tus huellas» (v. 20). Y el pensamiento se dirige a Cristo que camina sobre las aguas, símbolo elocuente de su victoria sobre el mal (cf. Jn 6,16-20).

Al final, recordando que Dios guió «como un rebaño» a su pueblo «por la mano de Moisés y de Aarón» (Sal 76,21), el Salmo lleva implícitamente a una certeza: Dios volverá a conducir hacia la salvación. Su mano poderosa e invisible estará con nosotros a través de la mano visible de los pastores y de los guías que él ha constituido. El Salmo, que se abre con un grito de dolor, suscita al final sentimientos de fe y esperanza en el gran Pastor de nuestras almas (cf. Hb 13,20; 1 Pe 2,25).

 

Comentario del Salmo 76

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El lamento del salmista no es fruto de una desgracia personal (persecución, injusticia, enfermedad), sino de la situación del pueblo. No importa mucho la circunstancia histórica concreta. Lo decisivo es que Dios, que prometió estar y actuar con Moisés (como estuvo y actuó con Abraham, Isaac y Jacob), ha cambiado. Algo irreparable ha sucedido. Un terremoto convulsiona el alma del pueblo y del salmista: «¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!» No es posible silenciar las preguntas que se aglomeran. El salmista las asume con fe varonil, y pregunta, y ora, mientras su espíritu se refugia en el credo de su pueblo. ¿No obrará Dios hoy como ayer? Tras la tempestad puede venir la bonanza.

Para el rezo comunitario hay que tener en cuenta que, por la métrica y la temática, se mezclan dos géneros en un mismo salmo: lamentación e himno. Es verdad que ambos vertebran la experiencia del salmista, quien del tormento pasa al sosiego, mediando el recuerdo. Su experiencia nos atañe. Si queremos ser fieles a la conjugación de géneros, podemos adoptar la siguiente salmodia:

Salmista, Lamentación: «Alzo mi voz a Dios… la diestra del Altísimo» (vv. 2-11).

Coro 1.°, Himno evocador de los beneficios de Dios: «Recuerdo las proezas… a los hijos de Jacob y de José» (vv. 12-16).

Coro 2.°, Himno evocador del éxodo: «Te vio el mar… por mano de Moisés y de Aarón» (vv. 17-21).

En el aprieto te buscamos, oh Dios

Los huesos de Raquel se estremecen en su tumba de Ramá. El llanto por sus hijos desaparecidos es insondable. Eco de ese llanto es el gemido del salmista, porque yace solitaria la ciudad populosa. Existe un claro contraste entre los tiempos pasados y el momento presente. Pero, aún ahora, el dolor no ha podido secar la plegaria que clamorosamente se dirige hacia Dios. Todo un pueblo está en el aprieto. Jesús, el hijo de este pueblo y de toda la humanidad, llora por la capital de su pueblo, e invita a las mujeres a dolerse por la ciudad. ¡Si en el seno de este dolor colectivo floreciera una plegaria…! Nada estaría perdido. Y Jesús ora por su pueblo. Pide un perdón clemente. ¿Sabremos buscar a Dios en la noche del quebranto?

Las preguntas que importan

Muchas de las preguntas que hacemos o nos hacemos tienen escasa importancia. Hay otras que sí nos importan. Acertamos a formularlas cuando las raíces vitales quedan a la intemperie. Dios escogió a su pueblo, ¿habrá finalizado la historia del amor de Dios de modo que nunca más seremos «pueblo de Dios»? La misericordia de Dios es eterna, ¿se ha puesto límite a la eternidad? Dios ha prometido su asistencia al pueblo, ¿ha fallado la promesa? El pasado es un memorial de gratos recuerdos, ¿el olvido suplanta a la memoria?… Son las grandes preguntas que agitan el alma del salmista, que se recopilan en el tremendo interrogante de la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Antes de que Dios responda se impone un compás de espera y de esperanza, parecida a la esperanza de los creyentes veterotestamentarios: Dios ha dispuesto que nosotros lleguemos a la perfección, pero no sin ellos. La perfección que nos ofrece en Cristo pasa por la pregunta alimentada en el dolor.

La respuesta de la fe

Las atormentadas preguntas del salmista tienen una respuesta desde la fe. Superficialmente, la fe es un recuerdo del pasado, que motiva esta pregunta: «¿Qué dios es tan grande como nuestro Dios?». Sobre todo el recuerdo de la gran proeza liberadora de Egipto está en el horizonte de la fe. La presencia de Dios es misteriosa; no ha dejado rastro de sus huellas. Pero ahí está su pueblo, que, aunque derrotado, lleva consigo el recuerdo de su Dios. El recuerdo del pasado puede apuntalar la confianza del presente. En la confianza se inicia el camino que conduce a Dios. Lleva al total abandono en sus manos. La fe nos capacita para depositar la vida en el Padre. Dios es el mismo ayer, hoy y lo será siempre. Es la canción que ha mecido la vida y la muerte de muchos hombres. Considerando el final de su vida imitemos su fe, que ahora celebramos aunque sea de noche.

Resonancias en la vida religiosa

Noches oscuras de nuestra comunidad: La Iglesia, comunidad de Jesús, y nuestras comunidades congregacionales -comunidades de la Iglesia- pasan por situaciones de dramáticas crisis y trágicos sucesos. El pánico y la deserción pueden asentarse por doquier; defecciones en la fe, abandonos casi masivos del ministerio y de la vocación religiosa, una cierta esclerosis del corazón que impide a los hombres acoger la Palabra de Dios y un sentido crítico que les hace casi repugnante incluirse en la comunión de la Iglesia y de sus instituciones comunitarias.

Nuestra voz orante se alza desde el silencio de nuestra noche, llena de gemidos y desconsuelo; suplicamos a Dios desde el desgarro de una Iglesia dividida. Quisiéramos recordarle a Dios Padre el pasado de oro, en el que la Iglesia y sus comunidades entraban decididamente en la historia de la salvación. ¿A qué se debe esta situación actual? ¿Es que Dios se ha olvidado de nosotros?

Todos sabemos que Dios puede reproducir las maravillas de otros tiempos: un nuevo Éxodo, un nuevo Pentecostés. «¿Qué Dios es grande como nuestro Dios?» La meditación serena del pasado nos abre a la esperanza. Volverán nuestros ojos a contemplar la tierra prometida; la fe renacerá con renovado vigor en los hombres, la vocación religiosa asumirá nuevos estilos carismáticos, los hombres seguirán a Cristo como su única solución. Y el Espíritu de Dios no nos abandonará.