Salmo 85: Inclina tu oído, Señor, escúchame

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SALMO 85

1 Inclina tu oído, Señor, escúchame,
que soy un pobre desamparado;
2 protege mi vida, que soy un fiel tuyo;
salva a tu siervo, que confía en ti.

3 Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor,
que a ti te estoy llamando todo el día;
4 alegra el alma de tu siervo,
pues levanto mi alma hacia ti;

5 porque tú, Señor, eres bueno y clemente,
rico en misericordia con los que te invocan.
6 Señor, escucha mi oración,
atiende a la voz de mi súplica.

7 En el día del peligro te llamo,
y tú me escuchas.
8 No tienes igual entre los dioses, Señor,
ni hay obras como las tuyas.

9 Todos los pueblos vendrán
a postrarse en tu presencia, Señor;
bendecirán tu nombre:
10 «Grande eres tú, y haces maravillas;
tú eres el único Dios».

11 Enséñame, Señor, tu camino,
para que siga tu verdad;
mantén mi corazón entero
en el temor de tu nombre.

12 Te alabaré de todo corazón, Dios mío;
daré gloria a tu nombre por siempre,
13 por tu gran piedad para conmigo,
porque me salvaste del abismo profundo.

14 Dios mío, unos soberbios se levantan contra mí,
una banda de insolentes atenta contra mi vida,
sin tenerte en cuenta a ti.

15 Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso,
lento a la cólera, rico en piedad y leal,
16 mirame, ten compasión de mí.

Da fuerza a tu siervo,
salva al hijo de tu esclava;
17 dame una señal propicia,
que la vean mis adversarios y se avergüencen,
porque tú, Señor, me ayudas y consuelas.

Catequesis de Juan Pablo II

23 de octubre de 2002

Familiaridad y comunión del creyente con Dios

1. El salmo 85, que se acaba de proclamar y que será objeto de nuestra reflexión, nos brinda una sugestiva definición del orante. Se presenta a Dios con estas palabras: soy «tu siervo» e «hijo de tu esclava» (v. 16). Desde luego, la expresión puede pertenecer al lenguaje de las ceremonias de corte, pero también se usaba para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o de una tribu. Desde esta perspectiva, el salmista, que se define también «fiel» del Señor (cf. v. 2), se siente unido a Dios por un vínculo no sólo de obediencia, sino también de familiaridad y comunión. Por eso, su súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y esperanza.

Sigamos ahora esta plegaria que la Liturgia de las Horas nos propone al inicio de una jornada que probablemente implicará no sólo compromisos y esfuerzos, sino también incomprensiones y dificultades.

Confianza y gratitud por el amor de Dios

2. El Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en su amor (cf. vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un «Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal» (v. 15; cf. Ex 34,6). Estos reiterados y convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se abandona al «Señor (…) bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (v. 5).

En el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los pueblos (cf. vv. 8-13).

Dios nos enseña a vivir en libertad

3. Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día «todos los pueblos» adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a «todas las gentes» (Mt 28,19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85,9). En efecto, él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).

En este contexto el salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: «Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre» (v. 11). Es hermosa esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don de un «corazón entero», como el de un niño, que sin doblez ni cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.

Dios protege a sus fieles

4. En este momento aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado (cf. vv. 12-13; Sal 15,10-11).

El salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de «el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero»: «Todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti»; y el Apocalipsis añade: «porque tus juicios se hicieron manifiestos» (Ap 15,4).

San Agustín dedicó a este salmo un largo y apasionado comentario en sus Exposiciones sobre los Salmos, transformándolo en un canto de Cristo y del cristiano. La traducción latina, en el versículo 2, de acuerdo con la versión griega de los Setenta, en vez de «fiel» usa el término «santo»: «protege mi vida, pues soy santo». En realidad, sólo Cristo es santo, pero -explica san Agustín- también el cristiano se puede aplicar a sí mismo estas palabras: «Soy santo, porque tú me has santificado; porque lo he recibido (este título), no porque lo tuviera; porque tú me lo has dado, no porque yo me lo haya merecido». Por tanto, «diga todo cristiano, o mejor, diga todo el cuerpo de Cristo; clame por doquier, mientras sufre las tribulaciones, las diversas tentaciones, los innumerables escándalos: «protege mi vida, pues soy santo; salva a tu siervo que confía en ti». Este santo no es soberbio, porque espera en el Señor» (Esposizioni sui Salmi, vol. II, Roma 1970, p. 1251).

La unidad en el Señor

5. El cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y ora con el salmista: «Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor» (Sal 85,9). Y san Agustín comenta: «Todos los pueblos en el único Señor son un solo pueblo y forman una unidad. Del mismo modo que existen la Iglesia y las Iglesias, y las Iglesias son la Iglesia, así ese «pueblo» es lo mismo que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora forman un solo pueblo. ¿Por qué un solo pueblo? Porque hay una sola fe, una sola esperanza, una sola caridad, una sola espera. En definitiva, ¿por qué no debería haber un solo pueblo, si es una sola la patria? La patria es el cielo; la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de oriente a occidente, desde el norte hasta el sur, en las cuatro partes del mundo» (ib., p. 1269).

Desde esta perspectiva universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un himno de alabanza y un canto de gloria al Señor en nombre de todas las criaturas.

 

Comentario del Salmo 85

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Este salmo puede definirse como una carta desde la tierra al Rey del cielo. Imposible descifrar la firma del mitente, tan pobre se presenta, tanto entrelaza los motivos. Pero el salmo sí que tiene la belleza de ser la oración tranquila de un servidor humilde. Si lo que busca es socorro, compasión, quietud y fuerza para enfrentarse con lo que aún le espera, lo consigue con el abundante recurso al nombre del Señor. Aunque la estructura sea suelta, se distinguen tres partes: la súplica (vv. 1-7), con numerosas motivaciones y sentimientos de confianza; una parte hímnica (vv 8-13), cuya finalidad es mover con la alabanza y la habitual acción de gracias; finalmente, una alusión más directa a los pesares del salmista con la petición correspondiente (vv 14-17).

En el rezo comunitario, las tres partes de esta súplica individual deben distinguirse en la salmodia aun cuando los motivos fluyan de una a otra. La recitación de la segunda parte, con versos tomados de salmos hímnicos, puede correr a cargo de la asamblea. Las otras dos serán salmodiadas por un solista:

Salmista, Súplica: «Inclina tu oído… porque me escuchas» (vv. 1-7).

Asamblea, Himno de alabanza y de acción de gracias: «No tienes igual… del abismo profundo» (vv. 8-13).

Salmista, Pesares del salmista y petición: «Dios mío, unos soberbios… tú, Señor, me ayudas y consuelas» (vv. 14-17).

«Dios le escuchó por su actitud reverente»

El salmista es «un pobre desamparado», un «fiel» suplicante todo el día, un «siervo» que levanta su alma al Dios clemente con la confianza de ser escuchado. Son los mejores títulos que se pueden presentar ante Dios, defensor del pobre, del huérfano, de la viuda. El Siervo de Yahwé es un ejemplo cumbre: sin apariencia humana y computado entre los poderosos (Is 53,2.12). Es un anticipo de lo que hará Dios con el siervo Jesús, humillado hasta la muerte y una muerte de cruz. Fue tal el respeto, tal la sumisión a la voluntad del Padre, que Dios le escuchó, transformando su muerte en una exaltación de gloria. ¿Puede extrañar, en lo sucesivo, que este Pobre se rodee de pobres? Se realizan las promesas antiguas: «Los pobres comerán y quedarán saciados» (Sal 22,27). Quien conserva un espíritu parecido al del salmista, o mantiene una actitud reverente como la de Jesús, es invitado a la mesa de Dios.

Fortaleced las rodillas vacilantes

En tiempos de dificultad es más fácil doblar las rodillas ante los baales, los dioses paganos, que emprender una huida solitaria en busca de Dios. Nuestro salmista no se pliega a la facilidad ordinaria. Predica su fe en el Único, aunque teme que lo ordinario le alcance (vv. 11.16). Tampoco Jesús se doblegó ante lo común. Le habría ido bien ser proclamado rey, pero huyó solo, como Elías, como Moisés, en busca de Dios, de la identidad perdida de su pueblo. Su soledad traerá la zozobra a su espíritu, sólo superada con la insistente oración. Pero en el monte no está solo, el Padre está con Él, aunque sus discípulos le abandonen, En el monte es el Rey de todos (Jn 19,19). De aquí brota una fuerza desconocida que lleva a Pedro a afirmarle tres veces, cuando su cobardía le indujo a negarle otras tres. En el futuro ya no le negará. Confirmará a sus hermanos (Lc 22,32). Pidamos la fuerza del salmista, la fuerza de Pedro para no negar al Señor. Que Dios nos mantenga enteros y podremos fortalecer las rodillas vacilantes.

La señal de Jonás

Los soberbios, que se levantan contra el salmista, los insolentes, que atentan contra su vida, sólo cesarán en sus empeños si ven a Dios obrando en favor del orante. La confianza de éste está suficientemente afianzada con la experiencia de haber sido salvado del abismo profundo, aun cuando pida una señal futura para sus adversarios. Para él basta la ayuda y el consuelo presente. La generación malvada reclama a Jesús una señal del cielo. Lo mismo esperaba Herodes y los que rodeaban al crucificado. Se les dará el signo de Jonás (Mt 16,4). Para ellos no es suficiente; para los discípulos sí. Los judíos continuarán pidiendo señales y los griegos, sabiduría; los discípulos predicarán a Cristo crucificado. En El se ha manifestado Dios salvándole del abismo y así fomenta en nosotros la confianza de la ayuda y del consuelo.

Resonancias en la vida religiosa

La humilde oración del pobre: Cada uno de nosotros está aquí ante el Señor, como un pobre desamparado, como una voz que ininterrumpidamente suplica, como un corazón humano que confía ciegamente en Él. Hemos dejado que el Señor del cielo domine nuestra carne; que Él sea nuestro Señor; y hemos aceptado orgullosamente ser sus siervos. Ante El no buscamos libertad; hacemos de Él el horizonte de nuestra libertad.

Cada uno de nosotros advierte cómo se acerca el día del peligro, de la tentación, de la amenaza diabólica de ciertas fuerzas que atentan contra nuestra vocación y que, a veces, hasta intentan hacernos claudicar. Son otros señores que luchan por conquistar nuestra esclavitud.

El salmo 85 aviva nuestra confianza en el Dios cuya competencia se impone sobre cualquier otro simulacro divino; cuyo encanto atrae a todos los pueblos. Define el salmista a nuestro Dios como el todo amor, «el clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal». Es el Dios todo gracia: exuberancia de amor, de simpatía, de perdón, de belleza.

Él iluminará nuestro camino, nos mantendrá en la verdad, reforzará nuestro corazón, suscitará en nosotros una alabanza inacabable. Dios Padre y Señor nos marcará con su signo y todos lo comprenderán; y los que atentaban contra nosotros quedarán avergonzados.

Oraciones sálmicas

Oración I: Como un pobre desamparado está cada uno de nosotros en tu presencia, Señor, Dios clemente y misericordioso; contempla en nosotros la imagen de tu Hijo pobre y sumiso a tu voluntad; escúchanos como a Él y haznos dignos de formar parte de tu comunidad de amor. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Tu no tienes igual entre los dioses, Señor; fortalece nuestras rodillas vacilantes; haznos rocas en la fe; danos aquella fuerza que nos mantenga enteros en la confesión de tu nombre para que podamos confirmar la fe de nuestros hermanos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Oh Dios, que haces maravillas con quienes confían en ti; no permitas que atenten contra nuestra vida; sálvanos y danos una señal propicia para que los hombres sepan que tú nos ayudas y consuelas. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.