Salmo 66: El Señor tenga piedad y nos bendiga

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SALMO 66

2 El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
3 conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

4 Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.

5 Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.

6 Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.

7 La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
8 Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.

Catequesis de Juan Pablo II

9 de octubre de 2002

Que todos los pueblos alaben al Señor

1. Acaba de resonar la voz del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.

Esta apertura universalista refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en «casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7).

También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (vv. 4 y 6).

El camino revelado por Dios

2. Incluso los que no pertenecen a la comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están llamados a conocer el «camino» revelado a Israel. El «camino» es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahvé (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor «hasta los confines del orbe» (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso de Dios.

El Señor derrama su bendición

3. Al inicio y en la parte final del Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (…). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga» (vv. 2.7-8).

Es fácil percibir en estas palabras el eco de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).

Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso.

El pensamiento va también a la promesa hecha por el Señor a Abrahán en el día de su elección: «De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (…) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12,2-3).

Nuestra gratitud por la presencia de Jesús

4. En la tradición bíblica uno de los efectos comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de la fertilidad.

En nuestro salmo se alude explícitamente a esta realidad concreta, valiosa para la existencia: «La tierra ha dado su fruto» (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a unir el Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del favor divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.

La misma frase llamó la atención de los Padres de la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano simbólico. Así, Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva «la tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán». Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. «La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor (…); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 141).

Novedad y conversión por la venida de Cristo

5. Concluyamos con unas palabras de san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en la tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.

En efecto, «la tierra estaba llena de espinas», explica. Pero «se ha acercado la mano del escardador, se ha acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a alabar. La tierra ya da su fruto». Ciertamente, no daría su fruto «si antes no hubiera sido regada» por la lluvia, «si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios». Pero ya tenemos un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: «Al enviar luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que anunciaron la verdad, «la tierra ha dado su fruto» con más abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero» (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970, p. 551).

 

Comentario del Salmo 66

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Israel imploraba la lluvia con el salmo 84; ahora, después de una buena cosecha, se acerca al templo a dar gracias por los frutos de la tierra. Una fiesta de acción de gracias por las primicias está prevista en el Deuteronomio 26,1-11. Por otra parte, el salmo 66 parece un comentario poético a la bendición sacerdotal de Nm 6,24-27. El salmista sabe elevarse de las bendiciones temporales a la bendición universal otorgada a Israel. Como en el caso de Abrahán, todos los pueblos deben alegrarse y felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre el universo. Más aún, los pueblos se unen a la alabanza que ahora entona Israel.

Más allá del que pudo ser móvil inmediato de la composición de este salmo (quizá una abundante cosecha), el poeta presenta a Israel como escenario de la actuación divina. Los pueblos pueden descubrir al «Dios presente» que se revela en Israel y por Israel les bendice. De aquí nace el deseo de que todas las gentes alaben a Dios (vv. 2-4). La reacción de las naciones, dispuestas a celebrar la guía del Dios universal y su gobierno justo, ocupa el centro de la segunda parte del Salmo (vv. 5-6). El tercer movimiento está dedicado de nuevo a Israel, nación próspera y bendecida con los frutos de la tierra. Decididamente, Dios está aquí. Su presencia motiva la petición de una nueva bendición divina para que todos los pueblos teman a Dios (vv. 7-8).

En la estrofa introductoria del salmo 66, la asamblea cúltica recibe la bendición del sacerdote, como se desprende del Lv 6,24-25. A continuación el pueblo muestra su entusiasmo mediante el estribillo hímnico (vv. 4 y 6), la confesión del dominio universal de Dios, la bendición ya recibida y la petición de otra nueva bendición que sirva de testimonio para todo el orbe. Proponemos, pues, la salmodia siguiente:

Presidente, Bendición inicial: «El Señor tenga piedad… los pueblos tu salvación» (vv. 2-3).

Asamblea, Salmodia al unísono el resto del salmo (vv. 4-8).

Por otra parte, como este salmo es un comentario de la bendición sacerdotal del libro de los Números, puede ser salmodiado también del siguiente modo:

Presidente, Bendición inicial: «El Señor tenga piedad… los pueblos tu salvación» (vv. 2-3).

Asamblea, Estribillo hímnico: «Oh Dios, que te alaben… que todos los pueblos te alaben» (v. 4).

Presidente, Ampliación de la bendición: «Que canten de alegría… las naciones de la tierra» (v. 5).

Asamblea, Estribillo hímnico: «Oh Dios, que te alaben… que todos los pueblos te alaben» (v. 6).

Presidente, Bendición sobre los campos. Nueva bendición: «La tierra ha dado su fruto… los confines del orbe» (vv. 7-8).

Asamblea, Estribillo hímnico: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben».

«Las naciones se estremecerán de tanta bondad»

Dios ocultó su rostro a Israel durante algún tiempo. Ahora exhibe a su pueblo como un título de gloria: le ha bendecido con una abundante cosecha y, sobre todo, le ha salvado, reconstruido. ¿Quién no se estremece ante el Dios que restaura y colma de bienes? El que da simiente, multiplica nuestra sementera. Es un gesto de la bondad de Dios, ampliamente superado por el don inefable de su único Hijo. Inefable don de amor porque aconteció cuando aún éramos pecadores (Rm 5,8). Para rescatar al esclavo, Dios entrega al Hijo; para salvar a los injustos, hubo de morir el Justo. Más aún, con Cristo Dios nos da gratuita y benévolamente todas las cosas. Con gozo sobrecogido y estremecido bendecimos a Dios, que ilumina su rostro sobre nosotros.

Nuncios de una riqueza incalculable

La buena cosecha es un signo tan sólo que patentiza el recto gobierno de Dios, su salvación benevolente, su riqueza, bendición oculta. Ahora bien, la bendición con la que hemos sido bendecidos es el Fruto bendito del seno virginal (Lc 1,42). Ha venido en el nombre del Señor para glorificar a su Pueblo y ser luz de las naciones (Lc 2,32). Por ello, hemos sido bendecidos en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales (Ef 1,3). No sólo nosotros; también los gentiles llamados a disfrutar la riqueza del pueblo de Dios, la fecundidad de Dios. Cada cristiano es apremiado como Pablo a comunicar entre las naciones la incalculable riqueza de Cristo: su insondable misterio de amor. Así, ellos y nosotros seremos llenos de la plenitud de Dios. Es la mejor cosecha que puede producir nuestra tierra.

Tened una conducta ejemplar

Nadie se beneficia impunemente del amor de Dios. El pueblo bendecido en este salmo descubre a los demás pueblos el poder divino. Su alabanza incita la alabanza de los demás. De modo parecido, la conducta de Jesús no sólo induce a la admiración porque todo lo hizo bien, no sólo a descubrir la hondura de su afecto por su amigo Lázaro, sino que conduce a la fe a aquellos samaritanos que han oído y saben que Él es verdaderamente el Salvador del mundo. La desaparición de Jesús de la escena histórica exige que haya nuevos testigos de Dios, dispuestos a ser luz entre los hombres, para que viendo sus buenas obras glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mt 5,16). Si el modo de vida de la actual comunidad cristiana deparara la admiración entre los no creyentes, como sucedía en la primera comunidad, el nombre del Señor sería alabado por un mayor número de creyentes.

La tierra se llenará del conocimiento de Dios

Es el vaticinio de Isaías para los tiempos finales. Será el momento en que Dios haga resplandecer la gracia de su presencia sobre todos los hombres. El futuro profético o la oración del salmista es una gozosa realidad presente: Dios nos ha mostrado su favor. Nuestros ojos han visto al Salvador, Luz de las gentes y Gloria de Israel (Lc 2,30-32). Es la Luz puesta en nuestros brazos, que nos lleva al conocimiento del Dios verdadero, a la experiencia de su vecindad amorosa. Ella nos transforma en hijos de la Luz, de la que somos portadores, con frutos de bondad, justicia y verdad para que todos los pueblos conozcan la salvación de Dios.

La tierra ha dado su fruto

Desde la primera bendición del Génesis, los frutos de la tierra atestiguan la presencia benefactora de Dios. Para el fiel israelita, la fecundidad de la tierra es un símbolo elocuente: Dios se ha desposado con su pueblo, con su tierra; y ésta responde al vino, al mosto y al aceite. El mismísimo Dios siembra en la llanura de Yizreel (Os 2,24). Fértil llanura; pero mucho más ubérrima es aquella parcela de nuestra raza -María- donde ha germinado el Salvador. Es el fruto bendito de la carne de María, el mejor fruto de nuestra tierra. Esta maravillosa germinación promete una abundante cosecha. Los nuevos obreros sólo debemos plantar y regar, que Dios dará el crecimiento. Sí, nuestra tierra ya ha dado su fruto; por eso bendecimos a nuestro Díos.

Volveos a mí, confines de la tierra

El compositor del salmo no es egoísta. Quisiera que todos los pueblos encontrasen al Dios de la bendición y que disfrutasen de ella. Es el lenguaje de la profecía el que aquí resuena: «Volveos a mí, confines de la tierra, y seréis salvados» (Is 45,22). No es un retorno a lo desconocido, ni una búsqueda en el vacío. Dios debe ser buscado allá donde se ha hecho presente: en Jerusalén, «prez y ornato para todas las naciones de la tierra que oyeren todo el bien que voy a hacer» (Jr 33,9). La Iglesia, nueva Jerusalén, tiene vocación de ciudad universal. Es la ciudad sobre el monte, el lugar privilegiado donde se manifiesta el gran amor de Dios y de los hombres. La Iglesia no puede mantener oculta esa hoguera de amor, sino que, como el Maestro, ha de hablar abiertamente ante todo el mundo. Oremos por la integridad y libertad de la Iglesia, y pidamos que todos los pueblos encuentren a nuestro Dios en nuestra Santa Madre la Iglesia.

Resonancias en la vida religiosa

¡Ilumina tu rostro sobre nosotros!: Cuando tanto se habla del silencio y de la ausencia de Dios, cuando su ocultamiento hace penosa y sombría nuestra vida, podemos sintonizar con el salmista que anhela que el Señor «ilumine su rostro sobre nosotros». Entonces adquiriría todo una nueva dimensión y descubriríamos en las cosas, «de repente, los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados». Nuestra condición de religiosos no nos exime de esta noche oscura. Podemos dramatizar hoy aquel grito de Cristo en la cruz: «¿Dios mío, Dios mío, para qué me has abandonado?» Para suplicarle que «ilumine su rostro sobre nosotros».

Ahí nuestra tierra producirá su fruto, que es Cristo Jesús. Se proclamará entonces en el mundo una alabanza colectiva, dirigida y armonizada por Jesús.

Necesitamos ver a Dios, contemplarlo para quedar transformados y seducidos por su atracción irresistible. Cristo Jesús, el rostro iluminado del Padre, es aquel a quien seguimos con nuestra vida en pobreza, virginidad y obediencia. Hagamos lo posible para permitir que el Padre, a través de su Espíritu, reproduzca en nosotros los rasgos de su Hijo querido, para que en el mundo seamos alusión permanente a su rostro.

Consagración que provoque la alabanza universal a Dios: Los religiosos hemos recibido la bendición de Dios: el día de nuestra profesión religiosa Dios Padre ratificó, confirmó y plenificó en nosotros la consagración de nuestro bautismo. Nos hizo pertenecer más decididamente a su mundo sagrado. Pertenecientes a su ámbito divino, esperamos que Él ilumine su rostro sobre nosotros en la noche que nos impide contemplarle.

Nuestra consagración tiene una finalidad misionera última: la de provocar la alabanza y adoración universal a Dios. «¡Que todos los pueblos te alaben!» Y sabemos que esta adoración es veraz allí donde se manifiesta la justicia y la rectitud de Dios, donde Él es el motor del gobierno, de la conducta moral de los hombres.

Pedimos al Padre que nuestra tierra dé el fruto que Él mismo arrojó en su seno y que, tras un proceso de muerte, debe convertirse en bendición para todos los hombres.

Comunidad consagrada y misionada, hemos de acelerar el proceso que diviniza nuestro mundo.

Oraciones sálmicas

Oración I: Oh Dios misterioso, que a veces ocultas tu rostro a los hombres, pero de manera inmerecida lo manifestaste en tu Hijo, cuando todavía éramos pecadores; suscita en nosotros la alabanza para que con gozo sobrecogido y estremecido te bendigamos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Padre de la fecundidad, que en el seno virginal de María suscitaste el fruto más bendito de nuestra tierra, Jesús; bendícenos en Cristo con la fecundidad de tu Espíritu y haz que comuniquemos a todos los hombres la incalculable riqueza de tu misterio. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Que seamos, Padre, testigos de tu bondad y que a través de tu Iglesia se perpetúe entre los hombres el reconocimiento de tu gloria; que nunca falten en ella mensajeros y proclamadores de tus maravillas. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración IV: Padre invisible, ilumina tu rostro sobre nosotros para que toda la tierra conozca tus caminos y todos los pueblos tu salvación; no nos dejes en tenebrosa espera; adelántanos tu visión para que canten ya de alegría las naciones, para que te alaben los pueblos y nosotros nos sintamos transformados. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Señor, has tenido piedad de nosotros y nos has bendecido sobreabundantemente al hacer germinar en el seno de María a Jesús, la nueva Humanidad; que esta bendición llegue a nosotros y por la fe participemos en la regeneración que tu Espíritu sigue produciendo entre nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VI: Oh Dios, que todos los pueblos te alaben y que seamos nosotros humildes portadores de tu nombre y portadores de tu reinado entre todos los pueblos. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 66

Por Maximiliano García Cordero

Este salmo -de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz» [es la bendición de Aarón, fuente de la bendición de San Francisco]. Parece que fue compuesto como acción de gracias con motivo de la cosecha. Quizá se cantara en el templo con motivo de las tres grandes fiestas anuales -Pascua, Pentecostés y Tabernáculos-, en las que se daba gracias por la salida de la esclavitud de Egipto, por las primicias de las cosechas y por la terminación de la recolección de los frutos (Ex 23,14-16).

El salmista sabe elevarse de las bendiciones temporales otorgadas a Israel a la bendición universal sobre todas las gentes, como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse y felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre todo el universo. Estas alabanzas que ahora dirige a Yahvé el pueblo escogido, deben repetirse por gentes de todas las naciones; la perspectiva es universal y mesiánica.

Por el contenido de ideas netamente universalistas, la mayor parte de los comentaristas modernos suponen que esta composición poético-litúrgica es de los tiempos posteriores al exilio.

Israel, misionero de la salvación entre los pueblos (vv. 1-4). El salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus caminos.

El v. 4 es un estribillo que señala la división de las estrofas, sin duda cantando con alternancia de coros; y en él se invita a los pueblos a alabar a Yahvé. La perspectiva del salmista es netamente universalista; como en las profecías mesiánicas de Isaías, se considera a Israel el centro de todos los pueblos: la protección de Dios y elevación religiosa y moral de su Ley será una invitación a las gentes para acercarse al pueblo que ha sido objeto de las predilecciones divinas.

El reconocimiento del gobierno equitativo de Dios (vv. 5-6). Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores.

Acción de gracias por la cosecha (vv. 7-8). La benevolencia divina se ha manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra. El salmista, agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la bendición divina para su pueblo. Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8).