Salmo 137: Te doy gracias, Señor, de todo corazón

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SALMO 137

1 Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti,
2 me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre:

por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera a tu fama;
3 cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma.

4 Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar el oráculo de tu boca;
5 canten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande.

6 El Señor es sublime, se fija en el humilde,
y de lejos conoce al soberbio.

7 Cuando camino entre peligros,
me conservas la vida;
extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo,
y tu derecha me salva.

8 El Señor completará sus favores conmigo:
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.

Catequesis de Benedicto XVI

7 de diciembre de 2005

La presencia de Dios en su pueblo

1. El himno de acción de gracias que acabamos de escuchar, y que constituye el salmo 137, atribuido por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.

En efecto, el salmista afirma que «se postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo (cf. v. 1). El orante tiene la certeza de que el «nombre» del Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son el fundamento de toda confianza y de toda esperanza (cf. v. 2).

La acción de Dios en la historia

2. Aquí la mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor al alma turbada (cf. v. 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la fuerza en el alma» del justo oprimido: es como si se produjera la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas y los temores, infunde una energía vital nueva y aumenta la fortaleza y la confianza.

Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de la tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor (cf. vv. 4-6).

Opción por los humildes y débiles

3. El contenido de esta alabanza coral que elevan todos los pueblos permite ver ya a la futura Iglesia de los paganos, la futura Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (cf. v. 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente, es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (cf. v. 6).

Como proclama Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo: «En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados»» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y los débiles.

Mantener siempre la confianza

4. Después de este llamamiento, con dimensión mundial, a los responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo sino también de todos los tiempos, el orante vuelve a la alabanza personal (cf. Sal 137,7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora una ayuda de Dios también para las pruebas que aún le depare la existencia. Y todos nosotros oramos así juntamente con el orante de aquel tiempo.

Se habla, de modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará la obra de sus manos», es decir, su criatura (cf. v. 8). Y también nosotros debemos vivir siempre con esta confianza, con esta certeza en la bondad de Dios.

Debemos tener la seguridad de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que debamos afrontar, nunca estaremos abandonados a nosotros mismos, nunca caeremos fuera de las manos del Señor, las manos que nos han creado y que ahora nos siguen en el itinerario de la vida. Como confesará san Pablo, «Aquel que inició en vosotros la obra buena, él mismo la llevará a su cumplimiento» (Flp 1,6).

Comentario de S. Efrén

5. Así hemos orado también nosotros con un salmo de alabanza, de acción de gracias y de confianza. Ahora queremos seguir entonando este himno de alabanza con el testimonio de un cantor cristiano, el gran san Efrén el Sirio (siglo IV), autor de textos de extraordinaria elevación poética y espiritual.

«Por más grande que sea nuestra admiración por ti, Señor, tu gloria supera lo que nuestra lengua puede expresar», canta san Efrén en un himno (Inni sulla Verginità, 7: L’arpa dello Spirito, Roma 1999, p. 66), y en otro: «Alabanza a ti, para quien todas las cosas son fáciles, porque eres todopoderoso» (Inni sulla Natività, 11: ib., p. 48); y éste es un motivo ulterior de nuestra confianza: que Dios tiene el poder de la misericordia y usa su poder para la misericordia. Una última cita de san Efrén: «Que te alaben todos los que comprenden tu verdad» (Inni sulla Fede, 14: ib., p. 27).

 

Comentario del Salmo 137

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Aunque presente la forma de una acción de gracias individual, en el salmo 137 se expresa la comunidad israelita, sea que todo el pueblo alabe, o lo haga un representante en su nombre. Los «ángeles», ante los que tañe el salmista, pueden ser los dioses derrotados de otras naciones. Ellos y sus señores deben unirse ahora a la alabanza al Único Señor. A Este se le pide que no abandone la obra de sus manos, que es Israel. «El salmo estaba destinado para ser recitado por los fieles reunidos en el templo, en una ceremonia de acción de gracias por la liberación del exilio» (A. Deissler). Tiene tres partes: una acción de gracias (vv. 1-3), una alabanza universal (vv. 4-6) y una confesión de confianza sin límites (vv. 7-8).

En la celebración comunitaria, es conveniente que este canto de acción de gracias colectivo sea salmodiado por diversos coros de la asamblea orante, de acuerdo con los tres tiempos de que se compone:

Coro 1.º, Acción de gracias: «Te doy gracias, Señor… el valor de mi alma» (vv. 1-3).

Coro 2.º, Alabanza universal: «Que te den gracias, Señor… conoce al soberbio» (vv. 4-6).

Coro 3.º, Confianza en Dios: «Cuando camino… la obra de tus manos» (vv. 7-8).

Dios es sublime en su victoria

Que Dios sea sublime se venía repitiendo en Israel desde el nacimiento del pueblo. La atención deparada a los desterrados es una ratificación de lo sublime que es Dios. Ha dado vigor al cansado, ha acrecentado la energía del que no tenía fuerzas. La respuesta del hombre es tributarle rendidas gracias desde las profundidades del corazón. ¡Qué himno de acción de gracias el del Señor Resucitado! El Nombre-sobre-todo-nombre le da una relevancia superior a los ángeles, y muestra la estupenda, la sublime victoria de Dios. La asamblea creyente, congregada en el Santuario, celebra a Dios por sus favores, por su amor salvador, por su bondad paternal, porque es sublime en su victoria. Nuestra canción es un eco de la que resuena ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7-9-10).

«Todos los pueblos verán mi gloria»

El profeta de la esperanza y del consuelo exílico columbraba días en los que Dios rescataría la vida del esclavo. Una acción que obligará a los reyes a ponerse de pie y a postrarse ante Dios. Es que esa acción manifestará la gloria de Dios, y la verá toda carne. Para la nueva humanidad en camino, la gloria resplandece en el Hombre, en Jesús. Su actuación en Caná es la primera manifestación de la gloria, en espera de la hora decisiva, cuando el Padre glorifique plenamente a su Hijo. ¡Qué bien se está al amparo de la gloria de Dios!, como manifiestan los testigos de la Transfiguración. Pero no pueden deleitarse en un gozo aislado. Si han visto la gloria, si han gozado de ella es para transmitir su dicha a los demás, para que todos los pueblos crean «que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre» (Jn 20,31).

«No abandones la obra de tus manos»

En el pasado, Dios vio la aflicción de su pueblo. Bajó para liberarlo del poder de los egipcios. Así se explica la confianza que respira este salmo: la diestra divina salva a su pueblo, aunque camine entre peligros. Israel puede mirar confiadamente el futuro. Dios completará sus favores. Puede suplicar con esperanza que Dios concluya lo que ha comenzado. Ha iniciado una historia de amor incomparable: Su presencia en nuestra carne, en el hombre. Es lógico que Jesús suplique de este modo: «Padre, que mis discípulos contemplen mi propia gloria, la que Tú me has dado, porque me has amado antes que existiera el mundo» (Jn 17,24). Los discípulos podrán experimentar el amor del Padre y responder a él como Jesús, gracias al Espíritu recibido. El discípulo sabe que la historia del amor de Dios para con él pide un desprendimiento, una heroicidad hasta el extremo. Por eso suplica: «No abandones, oh Dios, la obra de tus manos. Lleva a feliz término lo que has comenzado en nosotros».

Resonancias en la vida religiosa

Eucaristía de todo corazón: La experiencia de la gracia de Dios, de su benevolencia, de su generosidad superabundante, de su infinita capacidad de perdón, de su amor sin fronteras e insondable, de su encanto, genera en la comunidad religiosa la acción de gracias más sincera, una Eucaristía «de todo corazón». Eucaristía es entonces la existencia misma de la fraternidad religiosa, reflejo de la benevolencia, generosidad, perdón reconciliador, amor, encanto de Dios.

En nuestra desgracia, el Dios de la gracia nos ha escuchado: nos envió al «lleno de gracia y de verdad», Jesús. El Hijo, siendo Dios, se fijó en el humilde y se humilló a sí mismo para juzgar con su existencia toda soberbia; asumió en su propia carne nuestras desgracias, para compadecerse de nosotros, para que recobráramos la vida que por el pecado habíamos perdido; y en su muerte nos comunicó el Espíritu, que acrecienta el valor en nuestra alma.

Acción de gracias es nuestra comunidad cuando, siguiendo los pasos de Jesús, atiende prevalentemente a los humildes, se encarna en las situaciones desgraciadas, compadece el dolor humano y por amor está dispuesta a perder su vida para que otros la recobren. Acción de gracias es nuestra comunidad cuando expande su radio de acción e invita proféticamente a todos los poderosos a escuchar la Palabra y a cantar la gracia del Señor, esperando que un día la obra de sus manos, toda la creación, complete la gran canción de acción de gracias universal.

Oraciones sálmicas

Oración I: Damos gracias a tu nombre, Señor, porque nos has comunicado tu misericordia y tu lealtad en Jesús, el lleno de gracia; acepta, Padre, nuestro canto y acrecienta el valor en nuestra alma. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Oración II: Tu gloria, Señor, es grande; manifiéstala ante todos los reyes y poderosos de la tierra, para que canten tus caminos, escuchen el oráculo de tu boca y colaboren en tu salvación. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Oración III: No abandones, Padre, a tu Iglesia, la familia que Tú constituiste; consérvale la vida, sálvala de sus enemigos interiores y exteriores, completa tus favores con ella y hazle signo permanente de tu misericordia. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 137

Por Maximiliano García Cordero

El salmista parece hacerse eco de los sentimientos de gratitud del pueblo al ser liberado de la opresión babilónica. Así, alaba a Yahvé por el cumplimiento de sus antiguas promesas, lo que servirá para que todos los reyes de la tierra reconozcan su señorío y poder. Esta esperanza de conversión de las naciones aparece en Salmo 101,15-16 y en la segunda parte del libro de Isaías (cc. 40-66).

El poeta quiere declarar las alabanzas de su Dios ante los supuestos dioses [= delante de los ángeles] de las otras naciones (v. 1). Esto no quiere decir que reconozca las divinidades de los pueblos gentílicos, sino que se dispone a cantar las alabanzas de Yahvé en medio de un ambiente idolátrico, declarando su superioridad sobre todo lo que es objeto de adoración por parte de los gentiles. La liberación del pueblo israelita es una prueba del poder del nombre del Señor. Por ella reconocerán su soberanía todos los reyes de la tierra. Al ver el cumplimiento de las antiguas promesas, le reconocerán como Dios único y salvador.

En efecto, por excelso y encumbrado que esté Yahvé en los cielos de los cielos, no se desentiende de los humildes, a los que dispensa su protección, mientras que al altivo y soberbio le conoce (le tiene ante sus ojos escrutadores), pero de lejos, pues no le dispensa su protección (v. 6). La distancia no impide que esté al tanto de sus inicuas acciones; pero su mirada, lejos de ser protectora, es justiciera y punitiva. El salmista tiene experiencia personal de la protección divina, que le salva de la angustia y, al mismo tiempo, castiga inexorablemente a sus enemigos (v. 7). Seguro del auxilio divino, pide a Yahvé que continúe favoreciéndole, cumpliendo así sus promesas. Israel es la obra de sus manos, y, en consecuencia, no debe dejarla incompleta, sino protegerla hasta que alcance la plenitud prevista en sus augustos designios (v. 8).