Salmo 134, 1-21: Señor, tu nombre es eterno

2270

SALMO 134, 1-21

1 [¡Aleluya!]
Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
2 que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.

3 Alabad al Señor porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
4 Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.

5 Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
6 El Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.

7 Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta a los vientos de sus silos.

8 Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
9 Envió prodigios y signos
-en medio de ti, Egipto-
contra el Faraón y sus ministros.

10 Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
11 a Sijón, rey de los amorreos,
a Hog, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
12 Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.

13 Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de edad en edad.
14 Porque el Señor gobierna a su pueblo
y se compadece de sus siervos.

15 Los ídolos de los gentiles son oro y plata,
hechura de manos humanas:
16 tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,

17 tienen orejas y no oyen,
no hay aliento en sus bocas.
18 Sean lo mismo los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

19 Casa de Israel, bendice al Señor;
casa de Aarón, bendice al Señor;
20 casa de Leví, bendice al Señor;
fieles del Señor, bendecid al Señor.

21 Bendito en Sión el Señor,
que habita en Jerusalén.
[¡Aleluya!]

Catequesis de Benedicto XVI

28 de septiembre de 2005

Contenido del Salmo 134

1. Se presenta ahora ante nosotros la primera parte del salmo 134, un himno de índole litúrgica, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. En efecto, la liturgia compone a menudo sus textos tomando del gran patrimonio de la Biblia un rico repertorio de temas y de oraciones, que sostienen el camino de los fieles.

Sigamos la trama orante de esta primera sección (cf. Sal 134,1-12), que se abre con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). El llamamiento se dirige a los «siervos del Señor que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios» (vv. 1-2).

Por tanto, estamos en el clima vivo del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. Allí se experimenta de modo eficaz la presencia de «nuestro Dios», un Dios «bueno» y «amable», el Dios de la elección y de la alianza (cf. vv. 3-4).

Después de la invitación a la alabanza, un solista proclama la profesión de fe, que inicia con la fórmula «Yo sé» (v. 5). Este Credo constituirá la esencia de todo el himno, que se presenta como una proclamación de la grandeza del Señor (ib.), manifestada en sus obras maravillosas.

El amor divino en la historia

2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en el mundo entero, «en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos». Él es quien produce nubes, relámpagos, lluvia y vientos, imaginados como encerrados en «silos» o depósitos (cf. vv. 6-7).

Sin embargo, es sobre todo otro aspecto de la actividad divina el que se celebra en esta profesión de fe. Se trata de la admirable intervención en la historia, donde el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, pasan los grandes acontecimientos del Éxodo.

Ante todo, la conmemoración sintética y esencial de las «plagas» de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para doblegar al opresor (cf. vv. 8-9). Luego, se evocan las victorias obtenidas por Israel después de su larga marcha por el desierto. Se atribuyen a la potente intervención de Dios, que «hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos» (v. 10). Por último, la meta tan anhelada y esperada, la tierra prometida: «Dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo» (v. 12).

El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual, que es la raíz de toda otra solemnidad, y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación.

Comentario de S. Clemente Romano

3. Recogemos el espíritu del salmo y de su alabanza a Dios, proponiéndolo de nuevo a través de la voz de san Clemente Romano, tal como resuena en la larga oración conclusiva de su Carta a los Corintios. Él observa que, así como en el salmo 134 se manifiesta el rostro del Dios redentor, así también su protección, que concedió a los antiguos padres, ahora llega a nosotros en Cristo: «Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (…) A ti, el único que puedes hacer esos bienes y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de los siglos» (60, 3-4; 61, 3: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235).

Sí, esta oración de un Papa del siglo primero la podemos rezar también nosotros, en nuestro tiempo, como nuestra oración para el día de hoy: «Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros hoy, para el bien de la paz. Concédenos en estos tiempos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, por Jesucristo, que reina de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén».

 

5 de octubre de 2005

La presencia salvífica de Dios

1. La liturgia de las Vísperas nos presenta el salmo 134, un canto con tono pascual, en dos pasajes distintos. El que acabamos de escuchar contiene la segunda parte (cf. vv. 13-21), la cual concluye con el aleluya, exclamación de alabanza al Señor con la que se había iniciado el Salmo.

El salmista, después de conmemorar, en la primera parte del himno, el acontecimiento del Éxodo, centro de la celebración pascual de Israel, ahora compara con gran relieve dos concepciones religiosas diversas. Por un lado, destaca la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que «gobierna» a sus fieles, «se compadece» de ellos y los sostiene con su poder y su amor.

Contraposición con los ídolos

2. Por otro lado, se presenta la idolatría (cf. vv. 15-18), manifestación de una religiosidad desviada y engañosa. En efecto, el ídolo no es más que «hechura de manos humanas», un producto de los deseos humanos; por tanto, es incapaz de superar los límites propios de las criaturas. Ciertamente, tiene una forma humana, con boca, ojos, orejas, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente a una estatua inanimada (cf. Sal 113,12-16 ó 4-8).

El destino de quienes adoran a estos objetos sin vida es llegar a ser semejantes a ellos: impotentes, frágiles, inertes. En esta descripción de la idolatría como religión falsa se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en «las obras de sus manos», poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en lo material. Por desgracia, a quienes actúan de esa manera, adorando la riqueza, lo material, les sucede lo que ya describía de modo eficaz el profeta Isaías: «A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá: «¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?»» (Is 44,20).

El culto y la alabanza litúrgica

3. El salmo 134, después de esta meditación sobre la religión verdadera y la falsa, sobre la fe auténtica en el Señor del universo y de la historia, y sobre la idolatría, concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que pone en escena una serie de figuras presentes en el culto tributado en el templo de Sión (cf. Sal 113,9-13).

Toda la comunidad congregada en el templo eleva en coro a Dios, creador del universo y salvador de su pueblo en la historia, una bendición, expresada con variedad de voces y con la humildad de la fe.

La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica. Podríamos decir que es casi una definición de la liturgia: realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre.

Comentario de S. Agustín

4. Comentando los versículos de este salmo referentes a los ídolos y la semejanza que tienen con ellos los que confían en los mismos (cf. Sal 134,15-18), san Agustín explica: «En efecto, creedme hermanos, esas personas tienen cierta semejanza con sus ídolos: ciertamente, no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen orejas, pero no escuchan lo que Dios les dice: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Tienen ojos, pero no ven; es decir, tienen los ojos del cuerpo pero no el ojo de la fe». No perciben la presencia de Dios. Tienen ojos y no ven. Y del mismo modo, «tienen narices pero no perciben olores. No son capaces de percibir el olor del que habla el Apóstol: Somos el buen olor de Cristo en todos los lugares (cf. 2 Co 2,15). ¿De qué les sirve tener narices, si con ellas no logran respirar el suave perfume de Cristo?».

Es verdad -reconoce san Agustín-, hay aún personas que viven en la idolatría; y esto vale también para nuestro tiempo, con su materialismo, que es una idolatría. San Agustín añade: aunque hay aún personas así, aunque persiste esta idolatría, sin embargo, «cada día hay gente que, convencida por los milagros de Cristo nuestro Señor, abraza la fe -y gracias a Dios esto también sucede hoy-. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices antes obstruidas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se enderezan los pies de los lisiados. De todas estas piedras salen hijos de Abraham (cf. Mt 3,9). Así pues, hay que decirles a todos esos: «Casa de Israel, bendice al Señor»… Bendecid al Señor, vosotros, pueblos en general; esto significa «casa de Israel». Bendecidlo vosotros, prelados de la Iglesia; esto significa «casa de Aarón». Bendecidlo vosotros, ministros; esto significa «casa de Leví». Y ¿qué decir de las demás naciones? «Vosotros, que teméis al Señor, bendecid al Señor»» (Exposición sobre el salmo 134, 24-25): Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1997, pp. 375 y 377).

Hagamos nuestra esta invitación y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor, al Dios vivo y verdadero.

 

Comentario del Salmo 134, 1-21

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

En época reciente se compuso el presente salmo, un mosaico de textos del Antiguo Testamento, sobre todo de otros salmos. Una vez más canta Israel el soberano poder de Dios manifestado en la naturaleza y en la historia. Canta litúrgicamente, tal vez en la fiesta de Pascua, como se aprecia en las distintas voces que se perciben en los versículos finales.

En su primera parte (vv. 1-12), recoge una invitación a la alabanza motivada por la elección de Israel (vv. 1-4), continúa festejando a Dios que actúa en la naturaleza (vv. 5-7) y finaliza recopilando los grandes dogmas de Israel: salida de Egipto, travesía del desierto y entrada en la tierra prometida, Canaán (vv. 8-12). La lírica se mezcla con la épica.

La primera parte anticipa el tema de la segunda (vv. 13-21). «El Señor es grande, nuestro dueño, más que todos los dioses», se decía allí. Ahora se despoja a los dioses de todo su poder (vv. 15-17) no sin antes haber afirmado el poder benevolente del Dios de Israel (vv. 13-14). La alabanza final se proclama por distintos grupos, que convergen en la bendición a Dios presente en Jerusalén (vv. 19-21). Nuevamente lírica y épica se dan la mano.

Para la celebración comunitaria, en la primera parte del salmo pueden distinguirse una pieza lírica de alabanza y dos piezas épicas; la primera de éstas rememora la acción de Dios en la naturaleza; la segunda, en la historia. Puede salmodiarse del modo siguiente:

Asamblea, Alabanza al Señor: «Alabad al Señor… en posesión suya» (vv. 1-4).

Salmista 1.º, Acción de Dios en la naturaleza: «Yo sé que el Señor… los vientos de sus silos» (vv. 5-7).

Salmista 2.º, Acción de Dios en la historia: «Él hirió… a Israel, su pueblo» (vv. 8-12).

También para el rezo de la segunda parte del salmo es adecuado el modo ya adoptado en la primera. Y así, puede salmodiarse como se indica a continuación:

Asamblea, Canto a la compasión divina: «Señor, tu nombre… se compadece de sus siervos» (vv. 13-14).

Salmista, Sátira antiidolátrica: «Los ídolos de los gentiles… cuantos confían en ellos» (vv. 15-18).

Asamblea, Alabanza final: «Casa de Israel… que habita en Jerusalén» (vv. 19-21).

«Yo os he elegido»

La alabanza brota en Israel porque se sabe elegido de entre todos los pueblos de la tierra. Antes de que pudiera aducir un buen comportamiento, la bondad, la amabilidad de Dios se ha fijado en Israel. Ahora sabemos cuál fue la finalidad de esa elección: que un día pudiera pronunciar Dios con plena satisfacción: «Este es mi hijo amado, en quien me complazco», sobre un hijo de este pueblo. Y Dios continúa pronunciando esas palabras sobre nosotros, llamados a entrar en la maravillosa luz divina. No hemos elegido nosotros a Cristo; Cristo nos ha elegido a nosotros (Jn 15,16). Hay un amable amor benevolente en nuestra historia cristiana: el amor que Cristo nos profesa. De nuestro agradecimiento brota una canción de alabanza al nombre del Señor, porque es bueno, porque es amable, porque nos escogió en posesión suya, para que un día seamos plena alabanza de su gloria.

La plenitud del poder

«Dios de dioses y Señor de señores» sólo hay uno: Yahvé. No condivide su poder con nadie, como sucede en otras religiones. Esta soberanía, lejos de ahuyentar al hombre, lo atrae: el soberano de todo es un dador benévolo. En su generosidad abrió los cielos, y llovieron al Justo sobre la tierra. La debilidad de su carne incitó al tentador a ofrecerle los reinos de la tierra y su magnificencia (Mt 4,8). Pero el Justo debía ser fiel al único Absoluto. Dios no le dejó en la humillante debilidad de la muerte. Al contrario, le dio todo poder en el cielo y en la tierra. Aunque haya sido constituido rey de reyes y señor de señores, atrae fascinantemente a todos hacia sí. Los atraídos por Cristo son enviados al mundo entero para que todas las gentes sepan que sólo Dios es grande, que hace cuanto quiere en el cielo y en la tierra.

El título de propiedad de la Tierra

¿Cómo creer a Dios que promete una tierra en la que se mostrará, pero que ya tiene dueño? (Gn 12,6). Los poderosos de este mundo se obstinaron en no dejar pasar libre y procesionalmente al Pueblo de Dios. Serán aniquilados, y la tierra repartida entre el pueblo. La palabra y la acción de Dios es el título de propiedad que exhibe este pueblo. Una palabra dirigida a «la» descendencia se hace irreversible cuando aparece el Descendiente (Gal 3,16). Éste no sólo posee la Tierra; es la Tierra en la que Dios se ha mostrado. Camino de esa Tierra avanza procesionalmente el nuevo pueblo, con el nombre de Cristo como título de propiedad. Los poderes tiránicos serán destruidos y la Tierra repartida entre los siervos de Dios, que lleven el título marcado en la frente (Ap 7,3).

¡Ven, Espíritu Consolador!

El pueblo de Dios ha experimentado el consuelo, la compasión de Dios. Satisfecha su culpa, Dios ha consolado a su pueblo. ¡Qué bien ha aprendido este pueblo a celebrar cordialmente la compasión divina! Verdad es que no se trataba del consuelo, de la liberación definitiva. El viejo Israel sigue esperando ese consuelo que se insinúa con la aparición de Jesús en Jerusalén (Lc 2,38). La multitud postrada clama hacia Jesús, consolador de los hombres. Si su violenta desaparición supuso una nueva tormenta de depresión, fue momentánea. Sabemos que tenemos un Abogado ante el Padre, mientras su Espíritu da seguridad a los discípulos de la nueva fe. ¡Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones!, hasta que nos conduzca al lugar del consuelo, de la luz y de la paz.

El abandono de los ídolos

La biografía religiosa de la humanidad es la historia del abandono de los ídolos. Comenzó el día en que el Señor «tomó» a Abraham, que «servía a otros dioses». Continuó a lo largo de la historia de Israel, que debió renovar constantemente su opción de seguir al Único en vez de «perseguir la vanidad». Se perpetúa en nosotros, enfrentados entre el seguimiento a Cristo y otros muchos ídolos: el dinero, el vino, la voluntad de dominar al prójimo, el poder político, el placer, la envidia y el odio, incluso la observancia material de la ley. Estos, como los antiguos ídolos, son nada, son vacuidad, no pueden salvar. Quienes les sirven, quienes confían en ellos dilapidan su vida; heredarán un viento mortal. Quien sirve al único Dios manifestado en Cristo entrará en el Reino: el fruto del Espíritu es la vida.

Resonancias en la vida religiosa

El poder de Aquel que nos eligió: Nuestra forma de vida se torna misteriosa y enigmática para no pocos hombres. Reunidos aquí, en la casa del Señor, en su presencia llena de ausencia, testificamos su alabanza, glorificamos su nombre. En medio de un mundo acosado por el mal, proclamamos la bondad del Creador de este mundo. Ante el sinsentido de muchos aconteceres humanos y naturales, confesamos que «el Señor todo lo que quiere lo hace en el cielo y en la tierra».

En la raíz de esta forma nuestra de ser hay una experiencia inobjetivable, pero real: el Dios poderoso nos ha elegido, nos ha escogido como posesión suya. Y en esta elección nos ha hecho comprender de alguna forma quién es Él: su señorío, su grandeza, su dominio sobre la historia humana. Él es poderoso para llevar a cumplimiento la obra iniciada en nosotros, nuestra elección. Pero a través de ella Dios restaurará este mundo derruido y minado por el pecado, y le dará la herencia que Él prometió en su alianza con el hombre.

Testigos del Dios que nunca pasa: Nuestro tiempo nos tiene habituados a la moda pasajera. Pocas obras pretenden ser monumentos para la historia futura; pocas instituciones humanas cuentan con una solidez invencible ante el desgaste imperturbable del tiempo. Y, sin embargo, nosotros, los religiosos somos testigos de unas instituciones carismáticas que desde Antonio Abad, Pacomio y Benito o desde Francisco de Asís, Domingo de Guzmán o más tarde Ignacio de Loyola han logrado mantenerse a pesar del paso contundente del tiempo. No estamos fundados en la moda, sino en un fundamento consistente.

Hemos surgido en la Iglesia y en el mundo «en el nombre del Señor», en el nombre que es eterno y cuyo recuerdo se perpetúa de edad en edad. Él nos está gobernando, Él mantiene y vigoriza nuestra vida, y en los momentos de deficiencia nos arropa con su compasión.

Sin embargo, cuando buscamos otros ídolos como el dinero, el prestigio, el placer, la pura secularidad, nuestra existencia comunitaria pierde su verticalidad, comienza a tambalearse como toda obra humana y puede llegar hasta la muerte paralizadora: tiene boca y no habla, ojos y no ve, orejas y no oye.

Que nuestra comunidad alabe en esta tarde al Señor, que evoque su eterna fidelidad y quede ella misma penetrada por el amor fiel.

Oraciones sálmicas

Oración I: Tú nos has elegido, Señor, para hacernos posesión tuya; así has demostrado tu amabilidad y benevolencia con nosotros; concédenos la gracia de ser siempre fieles a nuestra vocación, entregando nuestra vida por amor. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Dios de los dioses y Señor de los señores, que en tu benevolencia hiciste que los cielos llovieran al justo sobre la tierra, y después de su humillación lo constituiste rey de reyes; fíjate en nuestra situación pecadora y transfórmala en gloriosa por medio del Espíritu de tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Oración III: Alabado seas, Señor, dueño nuestro y dominador de la naturaleza y de la historia; que nuestra vida sea un himno de alabanza a tu glorioso poder. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración IV: Padre benevolente, que te compadeces de tus hijos; haznos experimentar la fuerza renovadora de tu consuelo, envíanos el Espíritu consolador para estar seguros en la lucha contra los ídolos y proclamar incesantemente tu nombre glorioso. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Oración V: Tú eres el único Dios, y los ídolos de los gentiles son hechura de manos humanas; no permitas que sacrifiquemos nuestra vida ante ellos; que sólo te bendigamos a Ti, el único Dios, cuyo nombre es eterno y cuyo recuerdo dura de edad en edad. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 134, 1-21

Por Maximiliano García Cordero

El salmo 134 es una composición esencialmente heterogénea, hecha a base de reminiscencias de otros pasajes bíblicos, tomados principalmente del Salterio. Desde el punto de vista literario podemos considerarlo como un himno litúrgico en el que se cantan las grandezas de Yahvé, manifestadas en la creación, en los fenómenos de la naturaleza y en los portentos obrados en favor de su pueblo: en Egipto, en las estepas del Sinaí y, finalmente, en la conquista de Canaán. La actividad protectora de Yahvé se contrapone a la inanidad de los ídolos de los otros pueblos, que ni siquiera tienen vida. A pesar de ser el salmo un mosaico de frases tomadas de diversos pasajes bíblicos, tiene vigor de expresión y aun de ritmo. Es como una explicitación de la invitación del salmo anterior a alabar a Yahvé, enumerando sus beneficios en favor de su pueblo, y tiene alguna analogía con las bendiciones de los levitas de Neh 9,4s.

La grandeza de Yahvé, manifestada en la creación (vv. 1-7).- Como en el salmo anterior, se invita especialmente a los levitas y sacerdotes a celebrar el nombre glorioso de Yahvé, porque se manifiesta bueno y complaciente en sus obras, entre las cuales está la elección de Israel como «heredad» o posesión suya entre todas las naciones. Su grandeza sobrepasa a la de los supuestos dioses de otros pueblos, de los que dirá después que no tienen vida. En primer lugar, es el Hacedor de cielos y tierra, y su poder creador se extiende hasta los abismos misteriosos sobre los que flota la tierra, asentada en cuatro columnas. También los fenómenos atmosféricos son promovidos por su mano todopoderosa: las nubes, los relámpagos y el viento, al que se concibe encerrado en grandes depósitos o escondrijos, de los que le hace salir para enviar la tempestad huracanada. Este v. 7 está literalmente tomado de Jr 10,13 y 51,16, donde se contrapone el poder de Yahvé a la inanidad de los ídolos.

Los beneficios otorgados a Israel (vv. 8-14).- El poder omnímodo de Yahvé se muestra no sólo en las manifestaciones grandiosas atmosféricas, sino en la historia de Israel, particularmente durante sus primeros años de vida nacional. Las plagas de Egipto -particularmente la muerte de los primogénitos- mostraban su protección al pueblo elegido. Y, al entrar en la tierra prometida, la mano poderosa de Yahvé se mostró en la victoria sobre los reyes de Transjordania y de Canaán. Sólo así los israelitas pudieron entrar en posesión de la tierra de Canaán, que les estaba destinada como «heredad» en los planes divinos. Así se cumplían las antiguas promesas hechas a los patriarcas (Dt 4,38) y se iniciaba la historia de Israel con vida propia nacional. El nombre de Yahvé queda, pues, indefectiblemente unido a la historia de su pueblo, al que protege en los momentos críticos de su existencia como colectividad teocrática.

La inanidad de los ídolos (vv. 15-21).- Los vv. 15-18 se encuentran ya en el salmo 113 B. La inanidad de los ídolos contrasta con la omnipotencia divina antes proclamada.

El salmista termina invitando a todo Israel, particularmente a los pertenecientes a la clase sacerdotal y a la tribu de Leví, a reconocer y agradecer los beneficios de Yahvé con cantos de alabanza en su santuario. En Sión tiene su morada, y desde allí envía bendiciones continuamente a su pueblo.