Salmo 130: Señor, mi corazón no es ambicioso

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SALMO 130

1 Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
2 sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.

3 Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre.

Catequesis de Benedicto XVI

10 de agosto de 2005

Un salmo de infancia espiritual

1. Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa: la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su «caminito», a su «permanecer pequeña» para «estar entre los brazos de Jesús» (cf. Manoscritto «C», 2r°-3v°: Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 235-236).

En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas: «Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1.4).

La tentación de la soberbia

2. El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y «las grandezas y los prodigios» (cf. Sal 130,1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican «altanería» y «exaltación», la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él.

La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf. Gn 3,5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.

Un vínculo más estrecho

3. Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un «niño destetado» (Sal 130,2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf. Gn 21,8; 1 S 1,20-23; 2 M 7,27).

El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera «infancia» del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.

Imágenes de confianza

4. En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad: «Espere Israel en el Señor ahora y por siempre» (Sal 130,3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, «ahora y por siempre».

Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios: «Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios» (Sal 21,11). «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 26,10). «Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías» (Sal 70,5-6).

Comentario de los escritores cristianos

5. Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que «destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza». Y prosigue: «Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». (…) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido: «Que el pie del orgullo no me alcance» (Sal 35,12)» (Le istituzioni cenobitiche, XII, 6, Abadía de Praglia, Bresseo di Teolo, Padua 1989, p. 289).

De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco del Salmo 130: «No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo» (I Padri del deserto. Detti, Roma 1980, p. 287).

 

Comentario del Salmo 130

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Se ha dicho que éste es el salmo de la «infancia espiritual». Más bien es la canción del hombre adulto, que prescinde de las idealizaciones y pisa la realidad. Sólo el adulto sabe cuál es el centro de su vida: lo «muy, muy interior», y en la interioridad íntima, Dios. El hombre que ha encontrado a Dios es muy feliz siendo hombre: ni él, ni el mundo, ni el hombre son enemigos. Del encuentro consigo mismo y con Dios sale el hombre dispuesto a cargar con sus verdaderas tareas, con sus auténticas obediencias o con sus simples fidelidades. Este salmo puede ser un buen programa de humanización.

La división de los salmos en individuales y colectivos es práctica, pero no siempre responde a la realidad. En este salmo el salmista se expresa en primera persona del singular. Pero su experiencia sólo ha sido posible en cuanto miembro de un pueblo que, en cuanto pueblo religioso, goza de una experiencia similar. Tras el singular, por consiguiente, podemos leer un plural. El salmo puede ser rezado al unísono.

Si atendemos a la formalidad puede adoptarse este otro modo:

Salmista, Vuelta a la intimidad: «Señor, mi corazón… en brazos de su madre» (vv. 1-2).

Asamblea, Confianza de Israel: «Espere Israel… y por siempre» (v. 3).

Recuperar la unidad

El salmista renuncia al mundo de grandezas exclusivas de Dios. Prefiere adentrarse en la intimidad cordial, donde puede relacionarse con Dios, buscándole y alabándole. Sólo Dios llega hasta el fondo del corazón. Sólo Él puede renovarlo. Jesús, reclinado sobre el seno del Padre, renunciando a las grandezas y haciendo suya la voluntad del Padre, es modelo de hombre unificado. Quien baja a «lo muy, muy interior» y encuentra a Dios podrá hacer frente a las dispersiones de la existencia. Habrá recuperado su unidad.

Los ojos altivos serán abajados

El hombre, desde los comienzos, apeteció el centro del universo. El resultado fue la discordia y la dispersión en la familia humana. Dios abate los ojos altivos del hombre, humilla la altanería humana. Desde el momento en que Dios se dignó mirar la bajeza de su sierva, María, e invistió a su Hijo como siervo, la conducta del hombre no puede ser la mirada desafiante hacia el cielo, mientras proclama su inocencia. El publicano, que se mantiene a distancia, sin atreverse a mirar al cielo y proclamando su pecado de palabra y con el gesto, fue justificado. Los que no se complacen en la altivez, sino que más bien son atraídos por lo humilde, entran en la lógica preludiada por Jesús y María: El que se humilla será ensalzado.

En los brazos del Padre

Es verdad que el salmista aquieta su vida en los propios brazos. Pero no lo es menos que Israel se considera un niño en brazos de Dios. Si por ventura una madre puede olvidarse del hijo de su seno, Dios nunca se olvida de Israel, tatuado como está en las manos de Dios (Is 49,15-16). Habrá que esperar, sin embargo, a que llegue el Hijo para que corresponda al cariño del Padre. ¡Qué abismos de ternura y de amor oculta el inefable «Abba»! Era el hogar al que retornaba Jesús en su oración. Los discípulos, impresionados por la relación existente entre Jesús y Dios, quieren entrar en una relación parecida. Se atreven a interrumpir la oración de Jesús y a pedirle que les enseñe a orar. El Padrenuestro es la respuesta de Jesús. El cristiano puede acallar sus deseos, ahora ya en brazos de Dios, su Padre. Puede esperar confiada y filialmente en el Padre, ahora y por siempre.

Resonancias en la vida religiosa

Brazos maternos de Dios: Hay en nosotros todo un mundo de deseos que nos inquietan y desorientan. El mal se muestra concupiscente y nos saca constantemente de la pista del Evangelio. Por ello nuestra oración es una súplica al Dios que hace de nuestro corazón un corazón pobre, confiado y sereno.

Dios es para nosotros como los brazos de una madre, que calma nuestras concupiscencias, nuestros deseos inquietos. Así, Jesús logró oponerse a la gloria de este mundo; fiándose absolutamente del Padre, por el camino de la pequeñez, por la puerta estrecha, haciéndose como niño, llegó a la gloria de la consumación.

Nuestra comunidad ha de luchar contra la concupiscencia, contra los malos deseos que nos desvían del camino del seguimiento. Hemos de dejarnos penetrar por la presencia materna de Dios sin buscar grandezas que superan nuestra capacidad. Hemos de ser sacramentos de Jesús manso y humilde de corazón.

Oraciones sálmicas

Oración I: Sólo Tú, Señor, llegas hasta el fondo de nuestro corazón; sólo Tú puedes renovarlo según el proyecto amoroso de tu voluntad; haz que te encontremos en lo profundo de nuestro ser para hacer frente a las dispersiones y superficialidades de nuestra existencia, recuperando la unidad en ti. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Oh Dios, que te dignas mirar la bajeza de los humildes y humillas la altivez de los soberbios; concédenos el don de la humildad para configurarnos con tu Hijo que siendo Dios se anonadó por nosotros. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Oración III: Padre, que nunca puedes olvidarte de tus hijos; Tú eres un abismo de amor oculto; Tú eres nuestro hogar; estamos en tus brazos y podemos confiar ilimitadamente en ti, porque Tú eres nuestro Padre, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Comentario del Salmo 130

Por Maximiliano García Cordero

Este bellísimo poema, el salmo 130, expresa la profunda humildad del alma que se entrega sin pretensiones a los caminos secretos de la Providencia. Este espíritu de infancia espiritual refleja una exquisita sensibilidad religiosa en un tiempo en que aún no se tenían luces sobre la retribución en el más allá. Las cosas grandes y fascinadoras de esta vida no turban su serenidad profunda espiritual. Todas sus ambiciones están sujetas a los designios misteriosos de Yahvé sobre su vida.

El salmista simboliza en esta confesión a la clase selecta de piadosos que viven profundamente la religión de sus padres en medio de un ambiente materializado. Como es de ley en esta colección de salmos «graduales», la composición termina con una alusión a la colectividad de Israel para que pueda servir para los peregrinos que se acercaban a la ciudad santa.

Desde el punto de vista literario, la pieza es exquisita: «Es una perla en el Salterio, un brevísimo poema, que con unas sencillas palabras expresa lo que hay de más alto, lo que sobrepasa toda inteligencia, y dice más que muchas palabras: la paz del alma en Dios» (Kittel). «En la escuela del sufrimiento, de la humillación, de los fracasos repetidos, el salmista ha aprendido la resignación tranquila, la humildad sincera, la renuncia a proyectos demasiado grandiosos y quizá a los deseos desbordantes de un patriotismo humano… Está sobre el seno de su Dios como el niño a los pechos de su madre…» (J. Calès).

La paz del alma unida a Dios. La soberbia se manifiesta en la mirada altanera y despectiva. El salmista, en cambio, mantiene un continente mesurado, reflejo de la humildad de su corazón. Poseído de su espíritu conformista y humilde, el salmista renuncia a toda empresa demasiado ardua y brillante, dando de lado a las ambiciones desmesuradas para no enorgullecerse y dar ocasión a apartarse de su Dios. Con todo cuidado ha disciplinado sus desordenados deseos para mantenerse ante Yahvé en la actitud del niño de pecho que se entrega totalmente a la solicitud de su madre. El salmista termina deseando a Israel que tenga este espíritu de confianza absoluta en su Dios, aceptando, sumiso, sus misteriosos designios históricos. El verso 3 tiene el aire de una epifonema [exclamación referida a lo que anteriormente se ha dicho, con la cual se cierra o concluye el pensamiento a que pertenece] litúrgico, quizá de adición posterior.