Salmo 116: Alabad al Señor, todas las naciones

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SALMO 116

[¡Aleluya!]
1 Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos.

2 Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.

Catequesis de Juan Pablo II

28 de noviembre de 2001

Un salmo de alabanza

1. Este es el salmo más breve. En el original hebreo está compuesto sólo por diecisiete palabras, nueve de las cuales son las particularmente importantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto esencial de alabanza, que idealmente podría servir de conclusión de oraciones más amplias, como himnos. Así ha sucedido a veces en la liturgia, como acontece con nuestro «Gloria al Padre», con el que suele concluirse el rezo de todos los salmos.

Verdaderamente, estas pocas palabras de oración son significativas y profundas para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, dentro de una perspectiva universal. A esta luz, el apóstol san Pablo utiliza el primer versículo del salmo para invitar a todos los pueblos del mundo a glorificar a Dios. En efecto, escribe a los cristianos de Roma: «Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: (…) Alabad al Señor todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos» (Rm 15,9.11).

Una alabanza de todos los pueblos

2. Así pues, el breve himno que estamos meditando comienza, como acontece a menudo en este tipo de salmos, con una invitación a la alabanza, que no sólo se dirige a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un Aleluya debe brotar de los corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero. Una vez más el Salterio refleja una visión de gran alcance, alimentada probablemente por la experiencia vivida por Israel durante el exilio en Babilonia, en el siglo VI a. C.: el pueblo hebreo se encontró entonces con otras naciones y culturas y sintió la necesidad de anunciar su fe a los pueblos entre los cuales vivía. En el Salterio se aprecia la convicción de que el bien florece en muchos terrenos y, en cierta manera, puede ser orientado y dirigido hacia el único Señor y Creador.

Por eso, podríamos hablar de un ecumenismo de la oración, que estrecha en un único abrazo a pueblos diferentes por su origen, historia y cultura. Estamos en la línea de la gran «visión» de Isaías, que describe «al final de los tiempos» cómo confluyen todas las naciones hacia «el monte del templo del Señor». Entonces caerán de las manos las espadas y las lanzas; más aún, con ellas se forjarán arados y podaderas, para que la humanidad viva en paz, cantando su alabanza al único Señor de todos, escuchando su palabra y cumpliendo su ley (cf. Is 2,1-5).

Una relación cordial

3. Israel, el pueblo de la elección, tiene en este horizonte universal una misión particular. Debe proclamar dos grandes virtudes divinas, que ha experimentado viviendo la alianza con el Señor (cf. v. 2). Estas dos virtudes, que son como los rasgos fundamentales del rostro divino, el «buen binomio» de Dios, como decía san Gregorio de Nisa (cf. Sobre los títulos de los salmos, Roma 1994, p. 183), se expresan con otros tantos vocablos hebreos que, en las traducciones, no logran brillar con toda su riqueza de significado.

El primero es hésed, un término que el Salterio usa con mucha frecuencia y sobre el que ya he tratado en otra ocasión. Quiere indicar la trama de los sentimientos profundos que marcan las relaciones entre dos personas, unidas por un vínculo auténtico y constante. Por eso, entraña valores como el amor, la fidelidad, la misericordia, la bondad y la ternura. Así pues, entre nosotros y Dios existe una relación que no es fría, como la que se entabla entre un emperador y su súbdito, sino cordial, como la que se desarrolla entre dos amigos, entre dos esposos o entre padres e hijos.

Su amor dura por siempre

4. El segundo vocablo, ‘emét, es casi sinónimo del primero. También se trata de un término frecuente en el Salterio, que lo repite casi la mitad de todas las veces en que se encuentra en el resto del Antiguo Testamento.

Este término, de por sí, expresa la «verdad», es decir, la genuinidad de una relación, su autenticidad y lealtad, que se conserva a pesar de los obstáculos y las pruebas; es la fidelidad pura y gozosa que no se resquebraja. Por eso el salmista declara que «dura por siempre» (v. 2). El amor fiel de Dios no fallará jamás y no nos abandonará a nosotros mismos o a la oscuridad de la falta de sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte.

Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce el cansancio, que no se apaga nunca. Este es el mensaje de nuestro salmo, casi tan breve como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.

Que la alabanza resplandezca en nuestras vidas

5. Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio poético y por el arte musical. Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: «Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur», «A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos, a ti, eterno Padre, te venera toda la creación». Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando constituye una síntesis eficaz de la perenne liturgia de alabanza con que la Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre.

Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la vida, antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de alabanza.

 

Comentario del Salmo 116

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Este brevísimo salmo, el más pequeño del salterio, tiene entidad independiente, sin hacer de él la conclusión del salmo anterior: la invitación a la alabanza va seguida de la motivación. Por el lenguaje y por el contenido procede de la comunidad post-exílica. ¿Para festejar la gracia de la restauración? ¿Como una pieza cultual para ser recitada por los judíos y prosélitos con motivo de alguna peregrinación o fiesta? No lo sabemos. Lo cierto es que celebra el universalismo yahwista fundamentado en atributos permanentes del Dios universal. Por ambas razones el salmo tiene un alcance universal.

En la celebración comunitaria se pueden tomar en consideración los dos momentos del salmo:

Presidente, Invitación a la alabanza: «Alabad al Señor… todos los pueblos» (v. 1).

Asamblea, Motivo de la alabanza: «Firme es su misericordia… dura por siempre» (v. 2).

Si se canta, cosa que es recomendable por ser un himno de alabanza, después de cada versículo, cantado por un solista, podrían repetir todos «Aleluya».

«Acogeos mutuamente»

La elección de Israel desembocó en el universalismo cuando comprendió que no sólo había sido separado de entre los pueblos, sino para los pueblos. Para llegar aquí hubo de mediar el destierro con la posterior restauración. En este momento el Dios de Israel, nocionalmente universal, comienza a ser vivencialmente universal. La barrera nacionalista caerá definitivamente cuando se derrumbe el muro que separaba a judíos y paganos, dándonos la cercanía a quienes antes estábamos lejos (Ef 2,13). Nace la Iglesia con vocación y misión universalista. Consecuencia de esto es la acogida mutua que debemos dispensarnos «como nos acogió Cristo para gloria de Dios» y como acogerá en el Reino eterno a hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación. Unidos ya ahora a todos los pueblos cantamos.

«Si somos infieles, Él permanece fiel»

La íntima historia de todo creyente es un claroscuro de infidelidad personal y de fidelidad divina. El presente restaurado del que goza el Pueblo -y que motiva la alabanza- es efecto de la fidelidad de Dios a sí mismo y a la palabra dada, cuya solidez resiste la prueba de los siglos. Una fidelidad que toma carne humana en el testigo fiel: manifestación de la fidelidad de Dios, el «sí» a sus promesas. Cristo es una invitación al creyente para que también él sea fiel. Es una conducta que traerá consigo gran dosis de dolor, con la consiguiente paciencia y constancia, en el sufrimiento. Quien supere la prueba de la fidelidad se sentará en el trono del Vencedor (Ap 3,21). Celebremos ahora la gran fidelidad de Dios y hagamos votos por nuestra fidelidad.

Resonancias en la vida religiosa

Alabanza de los hijos dispersos: Nuestra misión universal nos dilata el corazón. Dios Padre nos ha enviado al mundo, como a Jesús. El vasto mundo que es Europa, Asia, África, América y Oceanía es nuestro destino misionero. Tantos millones y millones de hombres, a quienes Dios Padre dice en Jesús: «Hijos míos, Hijas mías», están esperando nuestro mensaje. Es una espera silenciosa, anónima, real; la creación entera está ansiosa de la manifestación de los hijos de Dios. Que le alaben todos los hombres. Que lo aclamen los pueblos de sus «hijos dispersos». Dios sigue manteniendo su amor de Padre y nadie ni nada destruirá su amor fiel e inquebrantable.

Oraciones sálmicas

Oración I: Que te alaben, Señor, todas las naciones y te aclamen todos los pueblos porque has derribado el muro de separación y han caído las barreras que dividían a los hombres: a todos nos has dado acogida en Cristo; borra toda mezquindad y egoísmo entre nosotros; que nuestra acogida mutua sea sin reservas hasta que un día nos acojas en tu Reino eterno. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Señor Dios todopoderoso y eterno, para mostrar tu fidelidad has ratificado todas las promesas en Cristo; así sabemos que tu fidelidad dura por siempre. Reúne a los hombres de todos los pueblos y naciones y fortalece de tal suerte su fidelidad que aclamen siempre la firmeza de tu misericordia con nosotros. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 116

Por Maximiliano García Cordero

[Esta brevísima pieza poética, el aleluya de todos los pueblos, tiene el aire de una doxología que se repetiría al principio y al fin de las funciones litúrgicas. El salmista, en nombre del pueblo, invita a todas las naciones a asociarse a las alabanzas a Yahvé por haber mostrado su piedad y fidelidad hacia su pueblo. La proyección es netamente mesiánica, pues se da acceso a todas las gentes a participar en el culto al Dios de Israel. El poeta considera las voces de todos los pueblos como un gigantesco orfeón que entona el aleluya en honor del Dios único, especialmente vinculado a los destinos de Israel como centro de la historia. La piedad y la fidelidad de Yahvé para con su pueblo son una prenda de benevolencia para todas las naciones, ya que Israel constituye como las primicias de todos los pueblos en los planes salvadores del Dios único.

Esta invitación a las naciones a asociarse a las alabanzas de Yahvé en torno a Israel prueba el carácter excepcional del pueblo elegido en orden a la salvación del mundo. He aquí cómo bellamente explica esta idea el cardenal Faulhaber: «El salmista quisiera reunir todos los pueblos de la tierra en un orfeón gigantesco, cuyos coros masivos cantaran al Señor de la revelación un aleluya de miles y miles de voces, una verdadera coral de Pentecostés. La primera mitad del salmo contiene la invitación a establecer el orfeón mundial y a cantar; la segunda mitad expone los motivos de la invitación… El objeto perpetuo y continuo del canto de los pueblos es Yahvé, el Dios de la revelación y de la redención… Las dos columnas sobre las que se funda la salvación de los pueblos, sobre las que también, por consiguiente, se basa la acción de gracias de los gentiles por la actividad salvifica de Dios, son la misericordia y la fidelidad de Dios. Su misericordia ha construido sólidamente, en la antigua alianza, los muros de los cimientos; su fidelidad garantiza que el edificio será llevado a buen término en la nueva alianza. Ante la mirada profética del salmista, el edificio está ya en pie, completamente acabado. La barrera entre Israel y las naciones ha sido echada a tierra (Rm 15,11). Puesto que el Mesías es la piedra angular que debe unir en un edificio único el pueblo de Canaán con los otros pueblos, este salmo 116 recibe de su autor una coloración mesiánica. Por el Mesías, el gran retoño de Israel, las bendiciones de la revelación, las verdades y las gracias, se derraman sobre todos los pueblos. El Mesías representa el unísono y el acorde de las voces en el aleluya de la humanidad rescatada. Israel estaba encargado de dirigir el canto, pero no de hacer de solista».