Salmo 113 B: No a nosotros, Señor, no a nosotros

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SALMO 113 B

1 No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu bondad, por tu lealtad.
2 ¿Por qué han de decir las naciones:
«Dónde está su Dios»?

3 Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
4 Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:

5 tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
6 tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;

7 tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
8 que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

9 Israel confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
10 La casa de Aarón confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
11 Los fieles del Señor confían en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.

12 Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,
bendiga a la casa de Israel,
bendiga a la casa de Aarón;
13 bendiga a los fieles del Señor,
pequeños y grandes.

14 Que el Señor os acreciente,
a vosotros y a vuestros hijos;
15 benditos seáis del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
16 El cielo pertenece al Señor,
la tierra se la ha dado a los hombres.

17 Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
18Nosotros, sí, bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

Catequesis de Juan Pablo II

1 de septiembre de 2004

Composición del Salmo 113B

1. El Dios vivo y los ídolos inertes se enfrentan en el salmo 113 B, que acabamos de escuchar, y que forma parte de la serie de los salmos de las Vísperas. La antigua traducción griega de la Biblia llamada de los Setenta, seguida por la versión latina de la antigua liturgia cristiana, unió este salmo en honor del verdadero Señor al anterior. Así se constituyó una única composición, la cual, sin embargo, está formada por dos textos completamente diferentes (cf. Sal 113 A y 113 B).

Después de unas palabras iniciales dirigidas al Señor para proclamar su gloria, el pueblo elegido presenta a su Dios como el Creador todopoderoso: «Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace» (Sal 113 B, 3). «Fidelidad y gracia» son las virtudes típicas del Dios de la alianza con respecto al pueblo que eligió, Israel (cf. v. 1). Así, el cosmos y la historia están bajo su dominio, que es poder de amor y de salvación.

Inutilidad de los ídolos

2. Al Dios verdadero, adorado por Israel, se contraponen inmediatamente «los ídolos de los gentiles» (v. 4). La idolatría es una tentación de la humanidad entera en toda la tierra y en todos los tiempos. El ídolo es una cosa inanimada, fabricada por las manos del hombre, una estatua fría, sin vida. El salmista la presenta irónicamente con sus siete miembros completamente inútiles: boca muda, ojos ciegos, orejas sordas, nariz insensible a los olores, manos inertes, pies paralizados, garganta que no puede emitir sonidos (cf. vv. 5-7).

Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un deseo sarcástico: «Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos» (v. 8). Es un deseo expresado de forma muy eficaz para producir un efecto de radical disuasión con respecto a la idolatría. Quien adora a los ídolos de la riqueza, del poder y del éxito, pierde su dignidad de persona humana. El profeta Isaías decía: «¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por eso quedarán abochornados» (Is 44,9).

La bendición del Señor

3. Por el contrario, los fieles del Señor saben que tienen en el Dios vivo «su auxilio» y «su escudo» (cf. Sal 113 B, 9-13). El salmo nos presenta a esos fieles en tres categorías. Ante todo, «la casa de Israel», es decir, todo el pueblo, la comunidad que se congrega en el templo para orar. Allí se encuentra también la «casa de Aarón», que remite a los sacerdotes, custodios y anunciadores de la Palabra divina, llamados a presidir el culto. Por último, se evoca a los que temen al Señor, o sea, a los fieles auténticos y constantes, que en el judaísmo posterior al destierro de Babilonia, y más tarde, incluían también a los paganos que se acercaban a la comunidad y a la fe de Israel con corazón sincero y con una búsqueda genuina. Ese fue, por ejemplo, el caso del centurión romano Cornelio (cf. Hch 10, 1-2. 22), que san Pedro convirtió al cristianismo.

Sobre estas tres categorías de auténticos creyentes desciende la bendición divina (cf. Sal 113 B, 12-15). Según la concepción bíblica, esa bendición es fuente de fecundidad: «Que el Señor os acreciente, a vosotros y a vuestros hijos» (v. 14). Por último, los fieles, alegres por el don de la vida recibido del Dios vivo y creador, entonan un breve himno de alabanza, respondiendo a la bendición eficaz de Dios con su bendición agradecida y confiada (cf. vv. 16-18).

Comentario de S. Gregorio de Nisa

4. De un modo muy vivo y sugestivo, un Padre de la Iglesia de Oriente, san Gregorio de Nisa (siglo IV), en su quinta Homilía sobre el Cantar de los cantares utiliza este salmo para describir el paso de la humanidad desde el «hielo de la idolatría» hasta la primavera de la salvación. En efecto -recuerda san Gregorio-, en cierto modo, la naturaleza humana se había transformado «en los seres inmóviles» y sin vida «que fueron hechos objeto de culto», precisamente como está escrito: «Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos».

«Y era lógico que sucediese así, pues, del mismo modo que los que miran al Dios vivo reciben en sí mismos las peculiaridades de la naturaleza divina, así el que se dirige a la vacuidad de los ídolos llegó a ser como lo que miraba y, de hombre que era, se transformó en piedra. Por consiguiente, dado que la naturaleza humana, convertida en piedra a causa de la idolatría, fue inmóvil con respecto a lo mejor, congelada en el hielo del culto a los ídolos, por ese motivo en este tremendo invierno surge el Sol de la justicia y forma la primavera con el calor del mediodía, que deshace ese hielo y calienta, con los rayos del sol, todo lo que está debajo. Así, el hombre, que se había convertido en piedra por obra del hielo, calentado por el Espíritu y caldeado por los rayos del Logos, volvió a ser agua que saltaba hasta la vida eterna» (Omelie sul Cantico dei cantici, Roma 1988, pp. 133-134).

 

Comentario del Salmo 113 B

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Un salmo que nace bajo la influencia del exilio. La derrota y dispersión del «pueblo de Dios» ha sido una derrota de su Dios. Las gentes pueden preguntarles: «¿Dónde está vuestro Dios?» El autor responde progresivamente. Nuestro Dios es el Hacedor, el vuestro es hechura humana. Si vuestra hechura no sirve, no es; pero el nuestro es porque hace. De hecho ahí está el pueblo, a pesar de todo. A éste se le exhorta a que afirme su confianza en Dios, se le bendice, y el pueblo responde a la bendición con tonos hímnicos. Formalmente es un salmo de difícil clasificación. Acaso haya sido compuesto para alguna acción litúrgica.

Y tal vez nacido en la liturgia, este salmo se presta a la siguiente representación litúrgica:

Asamblea, La voz del pueblo: «No a nosotros… dónde está su Dios?» (vv. 1-3).

Presidente, Catequesis anti-idolátrica: «Nuestro Dios… cuantos confían en ellos» (vv. 3-8).

Himno coral:

Presidente, «Israel confía en el Señor».

Asamblea, «Él es su auxilio y su escudo».

Presidente, «La casa de Aarón confía en el Señor».

Asamblea, «Él es su auxilio y escudo».

Presidente, «Los fieles del Señor confían en el Señor».

Asamblea, «Él es su auxilio y escudo» (vv. 9-11).

Presidente, Bendición sobre el pueblo: «Que el Señor se acuerde… que hizo el cielo y la tierra» (vv. 12-15).

Asamblea, Alabanza al Señor del universo: «El cielo pertenece… ahora y por siempre» (vv. 16-18).

Santificado sea tu nombre

La auténtica grandeza de Israel consiste en ser portador del nombre de Dios, pregonero de su gloria. La conducta inauténtica de los israelitas motiva, por una parte, la insidiosa pregunta de los gentiles: «¿Dónde está vuestro Dios?», y, por otra, remite la santificación del nombre divino al cuidado del Dios santo. Cuando Dios cambie el corazón de Israel, el nombre de Dios ya no será profanado. Justamente con el escándalo de la cruz retorna la pregunta: «¿Dónde está tu Dios?». Pero como el Crucificado no cometió pecado ni hubo engaño en su boca, Dios demostró la santidad de su nombre glorificando a Jesús junto a sí. Portadores del nombre de Cristo, hemos heredado el oficio de testimoniar y de dar gloria a Dios. Él hará santo, también en nosotros, el nombre que nos ha dado.

Nosotros confiamos en el Señor

La consecuencia lógica de una confesión de fe: «Nuestro Díos está en el cielo; lo que quiere lo hace», es el dulce abandono en el Señor del cielo. Cierto que este Dios no se deja aprehender como los dioses de las gentes. Pero éstos son nada, mientras que el Dios de Israel y del mundo es. ¿Cómo entregar una vida a quienes no son y rechazar al que es y demuestra serlo? Si el título de creador es suficiente como apoyo y refugio, ¡cuánto más lo será el de Padre providente que se ocupa de los pájaros del cielo y de los lirios del campo! Quien confía en Dios se abre a Él como un niño y en Dios deposita su vida. Dios es fiel para plenificar una vida puesta en sus manos. ¡Qué valentía, constancia y libertad genera una confianza así! Nosotros confiamos en el Señor, que es nuestro auxilio y escudo.

Los hijos de la estéril

Jerusalén destruida es una virgen estéril. Sólo la bendición de Dios, que es fruto del seno, podrá rescatarla de tan deplorable situación. He aquí a Dios dispuesto a realizar lo que era promesa profética: son más los hijos de la abandonada que los hijos de la casada (Is 54,1-3). Esta bendición fecunda es una oculta fuerza generadora en Jesús, que vivió virginalmente y murió abandonado. Por medio de Cristo, el Padre ha llevado a muchos hijos a la gloria. En verdad, Dios se ha acordado de nosotros y sobre nosotros ha derramado la bendición de la Jerusalén de arriba: es nuestra madre (Ap 21,2). Alégrese la Iglesia, portadora de la bendición divina. Alabemos los cristianos a nuestro Dios y Padre. Nuestra alegría y alabanza serán nuestro «aleluya» dominical.

Resonancias en la vida religiosa

¿Dónde está nuestro Dios?: El ateísmo creciente de nuestra sociedad nos hace escuchar más de lo deseable esta interpelación: «¿Dónde está tu Dios?» No podemos remitirle a un lugar, o a nuestras poco nítidas experiencias religiosas, ni al ejemplo débil y hasta ambiguo de nuestra conducta. Como el salmista, también nosotros confesamos que nuestro «Dios está en el cielo», que es «el absolutamente Otro». En cambio, podemos preguntar a los no creyentes: «¿Dónde está vuestro Dios?», «¿Cuál es el horizonte y el sentido último de vuestra existencia?» Incluso debemos denunciar que están confiando en «seres de polvo que no pueden salvar» y que caminan por una senda de muerte. «Los muertos ya no alaban al Señor ni los que bajan al silencio».

Nuestro Dios, «el absolutamente Otro», ha asumido nuestra condición al encarnarse. Ha nacido, vivido y muerto, como nacemos, vivimos y morimos los hombres. Más aún: se ha hecho el «Dios crucificado», el maldito por la Ley. Mas, gracias a su maldición, ha recaído sobre nosotros la bendición de Dios. Por la muerte de Jesús, Dios Padre se ha acordado de nosotros, nos ha bendecido y comunicado una vida, que superará la muerte y está abierta a una sorprendente resurrección.

Oraciones sálmicas

Oración I: Señor, nuestras acciones motivan la pregunta insidiosa de los hombres: «¿Dónde está su Dios?», pero tu nombre supera toda obra humana y es digno por sí mismo de ser glorificado. Sólo en ti confiamos, porque no eres hechura humana, sino el Dios creador de todo y podrás confundir a través de tu Iglesia a los incrédulos. Que así sea.

Oración II: Aunque los hombres confíen en los ídolos, nosotros, Señor, ponemos nuestra omnímoda confianza en ti, que eres nuestro auxilio y escudo. Acuérdate de nosotros y bendícenos en tu Hijo Jesucristo, vivificando nuestros cuerpos mortales según el modelo de su resurrección. Te lo pedimos, Padre, por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Padre, fuente de toda paternidad, fija tus ojos en la humillación de nuestra vida virginal y haz fecunda nuestra existencia con la fuerza generadora de tu Espíritu para que tu bendición se propague a través de todos los hombres. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del  Salmo 113 B

Por Maximiliano García Cordero

Los salmos 114 y 115 del hebreo son totalmente diversos por su contenido y estilo, pero han sido agrupados en un solo salmo en las versiones de los LXX y de la Vulgata. El primero canta las maravillas del éxodo, y puede considerarse como un himno pascual.

En el salmo 115 hebreo, igual a nuestro 113 B, se suplica el auxilio divino para que sea glorificado Yahvé entre los pueblos, ya que, si deja abandonado a su pueblo, los gentiles creerán que el Dios de Israel no existe. La pieza se divide en tres partes: a) profesión de fe en Yahvé, con desprecio de los ídolos de los otros pueblos (vv. 1-8); b) confianza de Israel en su Dios (vv. 9-11); c) súplica de ayuda y bendición (vv. 12-18). Esto parece indicar que el salmista escribe en tiempos en que la nación se hallaba en una situación crítica como consecuencia de un poderío extranjero. Los gentiles parecen burlarse del pueblo elegido, que se halla desamparado de su Dios. La situación parece reflejar las duras condiciones de vida de los repatriados de la cautividad, cuando, en medio de la hostilidad de los pueblos vecinos, tuvieron que reconstruir el patrimonio nacional. Desde el punto de vista literario, el salmo es una composición litúrgica en la que se mezclan la plegaria, la elegía, las consideraciones sapienciales y la exhortación.

Profesión de estricto monoteísmo (vv. 1-8). Se le pide a Yahvé la pronta y decisiva asistencia para salir de una situación comprometida de postración nacional. En la humillación de su pueblo está comprometida la honra del nombre de Yahvé, pues a los ojos de los gentiles resulta impotente para ayudarlo y salvarlo de la enconada hostilidad de sus enemigos. Por eso, el salmista insiste en que por la gloria de su nombre intervenga con urgencia, y también atendiendo a su tradicional bondad y lealtad para con Israel, tantas veces demostradas al salvarlo de las situaciones de peligro. La elección de Israel como pueblo predilecto entre todos los del orbe está en la base de la alianza sinaítica. Yahvé, pues, no puede faltar a su palabra y a sus promesas de auxilio.

El salmista es consciente del poder soberano de Yahvé, que está en el cielo y desde allí es el árbitro supremo sobre todo lo creado, sin que nadie pueda resistir a su voluntad. Si Israel ahora está postrado, no es porque le falte poder para levantarlo, sino porque en sus misteriosos designios así lo ha dispuesto. Frente a Él nada pueden los ídolos de los otros pueblos, que son meros simulacros de plata y oro, obra de los mismos hombres, y, como tales, no pueden asistir a sus fieles, pues no tienen vida. La descripción es sarcástica y tiene sus antecedentes literarios en la literatura profética. Los que adoran estos simulacros son, por ello, semejantes a ellos en estupidez e ignorancia. Les espera la ruina, pues confían en lo que no tiene vida ni consistencia.

Yahvé, protector de Israel (vv. 9-11). En contraposición a la inanidad de los ídolos está el poder salvador de Yahvé. Todos los componentes del pueblo elegido -los de la clase laical y los de la sacerdotal- no deben tener otra confianza que la puesta en su Dios. Parece que aquí hay una distribución coral: un levita invita a la casa de Israel -el pueblo israelita en general- a confiar en Yahvé. El coro responde con el estribillo complementario: porque sólo Él es el auxilio y el escudo de Israel. De nuevo un levita invita a la casa de Aarón -los representantes de la clase sacerdotal- a poner la confianza ciega en Yahvé. El coro responde del mismo modo. Por fin, se invita a los piadosos -los fieles de Yahvé- a asociarse a este acto de confianza hacia el Dios de Israel, y el coro responde afirmando que es el único defensor de su pueblo. Algunos comentaristas interpretan la expresión de fieles o temerosos de Yahvé en el sentido de «prosélitos» asimilados al pueblo de Israel. Pero en Salmo 21,24 la expresión es equivalente a «linaje de Jacob», que aparece en el estico siguiente; por tanto, más bien hemos de suponer que se trata de los israelitas cumplidores de la Ley y, como tales, con más sensibilidad religiosa que el común del pueblo.

Súplica de ayuda y asistencia (vv. 12-18). Siguiendo la distribución coral anterior, podemos suponer que la voz de un levita hace la súplica final en consonancia con la fe de estricto monoteísmo antes pronunciada: si Yahvé es el único Dios de Israel, debe acordarse de la triste situación en que se halla ahora su pueblo. Es hora de que derrame sus bendiciones sobre los componentes del pueblo elegido en general -casa de Israel-, y en particular sobre la clase sacerdotal -casa de Aarón- y sobre sus fieles más adictos: los que temen a Yahvé. A todos sin distinción, a grandes y pequeños, pues todos los israelitas, en sus diferentes capas sociales, constituyen la «heredad» de Yahvé.

El salmista recoge las súplicas del levita director del coro, y desea los mejores augurios a todos sus compatriotas. Todo es posible a Yahvé, porque es el que hizo el cielo y la tierra. La afirmación ha de medirse en contraposición a lo dicho anteriormente sobre la inanidad de los ídolos. En realidad, Dios se ha reservado el cielo para Él, para su morada permanente, mientras que a los hombres les ha entregado la tierra como morada propia (v. 16). Según los antiguos hebreos, Yahvé habitaba permanentemente en el cielo de los cielos, es decir, en la cúspide de la bóveda celeste que aparece a nuestra vista. Desde allí contempla y dirige la historia de los hombres y de los pueblos.

El salmista cierra su poema con una alusión a la triste situación de los muertos en el seol, la región de los muertos, a la que poéticamente se la llama lugar del silencio, porque de ella están ausentes las alegrías de la vida. Los moradores de esa región tenebrosa no pueden alabar a Yahvé, sino sólo los que viven sobre la tierra. Es una insinuación de que Dios sale perdiendo si deja morir a los suyos, pues no pueden continuar alabándole después de la muerte en la región subterránea de los difuntos. Por eso, el salmista se siente dichoso al poder disfrutar de la vida, pues en ella puede continuar alabando a su Dios (v. 18).