Salmo 110: Doy gracias al Señor de todo corazón

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SALMO 110

1 [¡Aleluya!]
Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
2 Grandes son las obras del Señor,
dignas de estudio para los que las aman.

3 Esplendor y belleza son su obra,
su generosidad dura por siempre;
4 ha hecho maravillas memorables,
el Señor es piadoso y clemente.

5 Él da alimento a sus fieles,
recordando siempre su alianza;
6 mostró a su pueblo la fuerza de su obrar,
dándoles la heredad de los gentiles.

7 Justicia y verdad son las obras de sus manos,
todos sus preceptos merecen confianza:
8 son estables para siempre jamás,
se han de cumplir con verdad y rectitud.

9 Envió la redención a su pueblo,
ratificó para siempre su alianza,
su nombre es sagrado y temible.

10 Primicia de la sabiduría es el temor del Señor,
tienen buen juicio los que lo practican;
la alabanza del Señor dura por siempre.

Catequesis de Benedicto XVI

8 de junio de 2005

Alabanza de los atributos divinos

1. Hoy sentimos un viento fuerte. El viento en la sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del salmo 110, que acabamos de escuchar. Este salmo encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación: se habla de «misericordia», «clemencia», «justicia», «fuerza», «verdad», «rectitud», «fidelidad», «alianza», «obras», «maravillas», incluso de «alimento» que él da y, al final, de su «nombre» glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

Alabanza de la misericordia y fidelidad de Dios

2. El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva del corazón del orante, pero también de toda la asamblea litúrgica (cf. v. 1). El objeto de esta oración, que incluye también el rito de la acción de gracias, se expresa con la palabra «obras» (cf. vv. 2.3.6.7). Esas obras son las intervenciones salvíficas del Señor, manifestación de su «justicia» (cf. v. 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el núcleo del Salmo se transforma en un himno a la alianza (cf. vv. 4-9), al vínculo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y gestos. Así, se habla de «misericordia y clemencia» (cf. v. 4), a la luz de la gran proclamación del Sinaí: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6).

La «clemencia» es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la «misericordia» en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las «vísceras» maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre (cf. Is 49,15).

La alabanza del Señor

3. Este vínculo de amor incluye el don fundamental del alimento y, por tanto, de la vida (cf. Sal 110,5), que, en la relectura cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo: «Como alimento dio el pan bajado del cielo; si somos dignos de él, alimentémonos» (Breviarium in Psalmos, 110: PL XXVI, 1238-1239).

Luego viene el don de la tierra, «la heredad de los gentiles» (Sal 110,6), que alude al grandioso episodio del Éxodo, cuando el Señor se reveló como el Dios de la liberación. Por tanto, la síntesis del cuerpo central de este canto se ha de buscar en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como declara de modo lapidario el versículo 9: «Ratificó para siempre su alianza».

Temor del Señor y gratitud

4. El salmo 110 concluye con la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su «nombre» santo y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial (cf. Pr 1,7; 9,10; 15,33), el salmista invita a todos los fieles a cultivar el «temor del Señor» (Sal 110,10), principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza: del mismo modo que la justicia salvífica del Señor «dura por siempre» (v. 3), así la gratitud del orante no tiene pausa: «La alabanza del Señor dura por siempre» (v. 10).

Para resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.

El principio de la sabiduría

5. Para concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos cristianos el versículo final con su célebre declaración, reiterada en otros lugares de la Biblia (cf. Pr 1,7): «El principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Sal 110,10).

El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera mitad del siglo VI, lo comenta así: «¿Qué es principio de la sabiduría sino abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y totalmente inútil?» (Epistolario, 234: Collana di testi patristici, XCIII, Roma 1991, pp. 265-266).

Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar que «hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado «principio de la sabiduría»; este, por contener en sí la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del amor» (Conferencias a los monjes, 2, 11, 13: Collana di testi patristici, CLVI, Roma 2000, p. 29). Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo.

 

Comentario del Salmo 110

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Este salmo es un canto de alabanza a las obras maravillosas de Dios en la historia pasada y en el presente del pueblo. Objeto de alabanza son el poder, la bondad y la justicia de Dios. Son las maravillas memorables del pasado cantadas ahora por todo el pueblo, aunque el versículo primero lo presente como un solo individuo. Junto con las «obras» el salmista celebra los «preceptos» de Yahvé. Las primeras describen lo que Dios es y hace; los segundos, lo que Él exige. Los versículos finales recapitulan ambos temas con lenguaje sapiencial.

Aunque el primer verso se exprese en singular, es tan sólo un artificio literario para crear ambiente. Continúa la descripción de la actuación divina -de sus obras y de sus preceptos- en favor del pueblo. Los dos últimos versos son un resumen, decíamos, de ambos motivos. En consecuencia, proponemos el siguiente modo de recitación:

Presidente, Ambientación: «Doy gracias al Señor… en la asamblea» (v. 1).

Coro 1.º, Las obras de Dios: «Grandes son las obras… la heredad de los gentiles» (vv. 2-6).

Coro 2.º, Los preceptos divinos: «Justicia y verdad… con verdad y rectitud» (vv. 7-8).

Asamblea, Síntesis final: «Envió la redención… dura por siempre» (vv 9-10).

Memorial de las obras divinas

La historia santa es la conjunción de dos memorias. La memoria de Dios que prometió acordarse para salvar, descubre en sus obras la piedad y la clemencia divina (vv. 2-4). El hombre acoge el obrar divino y lo evoca en el recuerdo transmitido y en los memoriales festivos. El olvido del hombre es su pecado y su drama, porque Dios responde con su propio olvido. La tragedia de ambos olvidos se resuelve en Cristo mediante el retorno del hombre y el perdón de Dios. En lo sucesivo, la memoria del hombre mira hacia Cristo, donde el hombre está definitivamente presente a Dios, y Dios al hombre. La representación litúrgica es el memorial que actualiza la obra de Dios: el Cuerpo resucitado del Señor y presente en el mundo vigoriza la memoria del cristiano y le invita a permanecer en el amor hasta el final. Demos gracias a Dios que se ha acordado de nosotros.

El pan del peregrino

Entre Egipto y la Tierra prometida se interpone el inhóspito desierto. Israel corría el peligro de morir de hambre si Dios no hubiera intervenido dándole un manjar, que revela la dulzura divina con sus hijos. Ese pan es el alimento del peregrino hasta que llegue a la tierra. El nuevo pueblo, que sigue a Jesús a un lugar solitario, tiene necesidad de un nuevo pan que sacie. Se lo dará Jesús compadecido de las turbas. Es el nuevo pan bajado del cielo. Quien come de él no tendrá ya hambre. El que come de ese pan vivirá para siempre, porque es la carne de Cristo entregada para la vida del mundo. Vigorizados con ese pan podemos emprender las jornadas que nos restan hasta llegar a la Tierra.

Nos ha redimido con su sangre

El esplendor y belleza de la obra de Dios, sus maravillas y el recuerdo de su alianza, la fuerza de su obrar y sus preceptos estables son, en definitiva, manifestaciones de la redención. Se celebra la adquisición de Israel, propiedad particular de Dios, cuando Dios lo liberó de la servidumbre egipcia, y también cuando lo rescató del destierro babilónico. El precio del rescate es la sangre de Cristo. Derramada cuando aún éramos pecadores, es expresión del inefable amor de Dios por nosotros: Cristo me amó y se entregó por mí, dice Pablo. De este modo, el Padre ha ratificado su alianza para siempre: la humanidad queda restaurada, «rescatada», reunida con Dios, en posesión de la vida divina. Es bueno que demos gracias a Dios de todo corazón: nos ha redimido con la sangre de su Hijo.

Resonancias en la vida religiosa

Insertos en la historia que Dios protagoniza: La historia de nuestro mundo, nuestra propia historia, está grávida de Dios. Él ha hecho «maravillas memorables». La presencia de su Hijo Jesús ha predeterminado el tiempo y ha revaluado la existencia humana de tal forma, que el tiempo ha quedado revestido de eternidad (condición de existencia de lo divino), y aquellos acontecimientos que podrían ser pasajeros se han convertido en memoria permanente, huella indeleble, fuerza inmanente en la humanidad. Allí donde el Espíritu del Señor Resucitado se hace presente, se eterniza la historia, y ésta se ve sustraída del flujo amenazante del tiempo.

La Iglesia vive en esta nueva condición del tiempo. Y nuestra pequeña comunidad religiosa participa de ella: es el resultado de la generosa elección divina que ha recaído sobre nosotros y nos ha congregado con la fuerza del amor redentor de Cristo y de los carismas del Espíritu. Estamos definitivamente aliados con la eternidad de Dios, gozamos ya de una anticipada libertad escatológica.

Démosle gracias comunitariamente y comprometámonos a vivir la sabiduría de este nuevo tiempo de gracia.

Oraciones sálmicas

Oración I: Dios clemente y piadoso, que, a pesar del olvido del hombre, has decidido acordarte de tu pueblo enviando a tu Hijo; y, resucitándolo de entre los muertos, nos has dejado el memorial de su presencia entre nosotros; te damos gracias porque hoy nos has permitido celebrar la memoria de su pasión y resurrección, y te pedimos que permanezcamos en tu amor hasta que el Señor vuelva. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Dios de ternura y amor, que en otros tiempos manifestaste tu solicitud con tus fieles dándoles el alimento del cielo hasta que llegaron a la Tierra, y hoy, compadecido de nosotros, nos has admitido a la mesa eucarística; continúa manifestando la fuerza de tu obrar, para que, sostenidos con el pan que baja del cielo, alcancemos la Tierra prometida, donde seremos definitivamente saciados. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Te damos gracias, Señor, de todo corazón porque con la sangre de Cristo has ratificado para siempre tu alianza: has hecho de nosotros un pueblo santo, una nación consagrada, el pueblo de tu propiedad; que siempre nos acompañe el gozo de ser propiedad tuya, y tu alabanza dure entre nosotros por siempre. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 110

Por Maximiliano García Cordero

En esta composición se entona un himno de alabanza a Dios por sus grandes beneficios en favor de su pueblo. Por su estructura y contenido, este salmo se asemeja al siguiente. Ambos constan de 22 hemistiquios, conforme a las letras del alfabeto hebreo, cada uno de ellos comenzando con una letra distinta, siguiendo el orden del mismo. En el salmo 110 se canta el poder, bondad y justicia de Dios, mientras que en el siguiente se declara la felicidad y provecho del que se acoge temeroso a la ley de su Dios. En este sentido, ambos salmos se complementan. En el salmo 110 se canta la protección dispensada por Yahvé a su pueblo a través de la historia, rescatándolo de la opresión, que puede ser la egipcia o la babilónica.

El salmista se siente eufórico y quiere manifestar sus alabanzas a Yahvé no sólo con los labios, sino de todo corazón y en compañía de los rectos, principalmente en los momentos solemnes de la asamblea litúrgica del templo (v. 1). Su himno de alabanza se inicia con la declaración de las obras portentosas de Dios, que se manifiestan en la naturaleza y en la historia del pueblo elegido, y aun en la vida privada de sus adeptos. Ellas proporcionan un motivo de meditación, y son dignas de estudio en toda su profundidad y consecuencias para la vida religiosa del hombre (v. 2). En las obras de la naturaleza se destacan el esplendor y la magnificencia de Dios, pues son el reflejo de sus atributos de sabiduría, bondad y poder, y en sus providencias hacia el hombre se pone de relieve su generosidad, que, lejos de atenuarse con el tiempo, se muestra inmutable para siempre (v. 3).

Particularmente, su providencia se ha manifestado en la historia de Israel; en ella hizo maravillas memorables, liberando a su pueblo de la esclavitud faraónica y protegiéndole contra sus enemigos. Literalmente habría que traducir: «hizo un memorial de sus maravillas»; y, en ese supuesto, parece que se alude a la institución de la Pascua en conmemoración de la liberación de los israelitas del ángel exterminador antes de emprender la huida hacia las estepas del Sinaí. En las maravillas del Éxodo, Yahvé se mostró realmente piadoso y clemente con su pueblo, acompañándole y obrando prodigios en su favor (v. 4). Este modo de proceder brilla en toda la historia de Israel. Fiel a su alianza, proveyó de mantenimiento a los israelitas cuando andaban hambrientos por las estepas del Sinaí (v. 5).

Esta protección se manifestó también en la ocupación de la tierra de Canaán, pues, a pesar de ser Israel un pueblo menos numeroso que el que habitaba en ella, Yahvé les dio la heredad de los gentiles, expulsando a los cananeos. Así mostró la fuerza de su obrar. Y todo ello en virtud de las exigencias de la alianza que había hecho con Abraham, en la que le había prometido entregar a su descendencia la tierra en la que entonces se sentía extranjero. La liberación de Egipto fue la prueba de la fidelidad de Dios a sus promesas hechas a los patriarcas (vv. 5-6).

Todas las obras de Dios se caracterizan por su justicia y su verdad (v. 7), pues son la manifestación de sus atributos esenciales; por eso, sus preceptos merecen confianza, pues están como sellados, sin que puedan engañar a nadie ni ser ellos mismos defectibles. El salmista pasa insensiblemente de los portentos hechos por Dios en favor de Israel en el Éxodo a la legislación del Sinaí, que es la base de las relaciones entre Yahvé y los componentes de su pueblo. Como expresión de la verdad y rectitud divinas, sus preceptos permanecen para siempre (v. 8).

Esta providencia protectora de Yahvé se manifestó últimamente de un modo excepcional en la redención de su pueblo de la cautividad babilónica (v. 9). Con ello confirmó de nuevo y de modo solemne su antigua alianza, que le obligaba a salir por los intereses del pueblo israelita. Los profetas hablaban de una nueva alianza en sustitución de la antigua. La repatriación de los cautivos confirmó las antiguas esperanzas de rehabilitación nacional. Con ello se manifestó el nombre de Yahvé como sagrado y temible, pues se ha revelado en todo su poder como en los antiguos tiempos del Éxodo. Las victorias de su pueblo redundaban en la gloria del nombre temible de Yahvé, cuyas gestas antiguas sembraban de consternación a las naciones vecinas a Israel.

El salmo se cierra con unas consideraciones sapienciales: el verdadero sabio es el que sabe conducirse conforme a las exigencias del temor de Dios, que implica acatamiento de sus leyes y docilidad a sus preceptos. Yahvé se manifiesta poderoso en sus obras de la naturaleza y en sus relaciones con el pueblo de Israel. Esto exige reconocimiento de su voluntad, manifestada en la Ley, pues es inútil y necio oponerse a sus caminos. Sólo Él es digno de alabanza, que se muestra a través de todas las generaciones (v. 10).