Hijos de Dios que es Padre
Dios nos ha llamado en Cristo a ser sus hijos. “Yo seré para él padre y él será para mí hijo” (2 Sam 7, 14). El Padrenuestro es el momento en que gozamos de ser hijos. Estás llamado a sentir en tu corazón la ternura de Dios que es Padre y es Madre (Sal 27, 10). Es importante que te dejes conquistar por su amor que se derrama sin cesar. Recitar cada una de las frases del Padrenuestro con cariño de hijo, te puede ayudar a darte cuenta de la grandeza del amor de tu Dios.
Padre nuestro
Ésta es la primera frase que decimos con amor. Para quien se sabe hijo, para quien ha experimentado el amor de Dios Padre, estas dos palabras son suficientes. Él es mi padre, de quien vengo y a quien voy (Gen 2, 7). Es un padre bueno que no pide nada de mí, solo quiere que me deje amar por Él. Dice el Evangelio que Jesús se llenaba de gozo en el Espíritu cuando se elevaba en oración al Padre (Lc 10, 21). Intenta llenarte de gozo en el Espíritu tú también y decir con fuerza: “Padre Nuestro”. En silencio puedes decir “Padre mío”.
Que estás en el cielo
Cuando pensamos en Dios, levantamos la mirada a lo alto para encontrarlo. Nos da una sensación de estar elevando el alma hacia Él. “A ti, Yahveh, levanto mi alma.” (Sal 25, 1). Sin embargo, sabemos que el cielo no está arriba sino que es otra dimensión. Esa dimensión la podemos vivir ya en la tierra.
Es por eso que cuando decimos que Dios está en el cielo tenemos que mirar en nuestro corazón. Dios ha puesto su morada en nosotros. “La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.” (Jn 1, 14).
La presencia de Dios ya no está en el arca de la alianza, ni en el templo. La presencia de Dios está en nosotros. Somos templos del Espíritu Santo. “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Cor 3, 16). Si estás en vida de gracia puedes mirar hacia dentro de tu corazón y encontrarte con tu Dios que es Padre. El cielo está en tu corazón.
Santificado sea tu nombre
Santo, Santo, Santo (Is 6, 3). Dios es el tres veces Santo. Él es el único que podemos llamar santo, puro, perfecto. Todo lo demás participa de esta perfección. Es necesario que nos dirijamos a nuestro Padre con el respeto que se merece. A Él le agrada que lo reconozcamos como Dios y Señor de nuestras vidas, pues lo es. Dejar a Dios ser Dios es santificar su nombre en nuestra vida.
Venga a nosotros tu Reino
El Reino de Dios es el reino de la justicia y de la paz. Deseamos profundamente vivir en paz y en justicia. El Reino de Dios vino en Jesucristo pero los hombres no lo recibieron, prefirieron las tinieblas a la luz (Jn 1, 9-11). Es por eso que invocamos a Dios para suplicarle que venga su Reino (Mt 6, 10). Queremos la paz, queremos la concordia, la fraternidad, la justicia. Cristo Rey Nuestro, venga Tu Reino.
Nosotros podemos vivir el Reino de Dios si vivimos conforme a las bienaventuranzas. Cuando pensamos en las bienaventuranzas, podemos quedarnos solamente en las exigencias. Esas exigencias son la verdad de nuestra condición de criaturas. Todos vivimos la pobreza, ya sea material o moral. Todos lloramos. Todos tenemos hambre y sed de justicia. Todos tenemos necesidad de perdonar, de ser misericordiosos. Todos deseamos trabajar por la paz (Mt 5, 3-12). La diferencia entre las personas del Reino de la luz y las del Reino de las tinieblas radica en el modo de afrontar estas realidades propias de la condición de seres creados.
Las personas que hacen presente el Reino de la luz, el Reino de Dios, son aquellas que aceptan su realidad y viven felices en ella. Ellos son los dichosos, los bienaventurados. Aquellos que han sabido mirar y gozar del fruto de las bienaventuranzas en lugar de detenerse a querer cambiar su realidad. Los bienaventurados gozan ya, desde ahora, de ser hijos del Padre, de ver a Dios, de alcanzar misericordia, de recibir la herencia de Dios, de ser consolados (Mt 5, 3-12). Eso les hace dichosos. ¡Qué bienes mayores se pueden tener!
En cambio, las personas que deciden vivir en el Reino de las tinieblas (Jn 1, 5) son las que no aceptan que son criaturas y las consecuencias que ello conlleva. Son las que no están conformes con su realidad y no pueden ser felices hasta que la vida sea perfecta, su frustración y su tristeza durarán por siempre, ya que la felicidad no se encuentra en cambiar las cosas, sino en aceptarlas y saber que Dios, en su omnipotencia, puede sacar un bien de cualquier mal. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8, 28).
Es por eso que suplicamos a Dios que venga Su Reino y que nos reine Él, no nosotros mismos ni el enemigo, sino Él, que es juez justo y misericordioso (Is 33, 23).
Autor: Taís Gea
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