No hay pasión de amor que pueda compararse con la que enciende las entrañas del alma que ha vislumbrado a Dios en medio de las tinieblas tenebrosas, porque esta alma afortunada no ha encontrado un amor sino al Amor, no ha sentido el encanto de un bien que refrigere un poco su sed insaciable de amar, sino que ha logrado el éxtasis del Bien que calma para siempre esa sed. Ese amor único funde en un haz maravilloso los matices de todos los afectos humanos, porque la divina Hermosura que lo provoca resume todas las bellezas, superándolas, en su perfectísima unidad. El alma tocada por ese amor siente que sus anhelos múltiples y dispersos se simplifican en un anhelo único y gigantesco que corresponde a la infinita belleza que vislumbró y que sube hacia ella como subiría a los cielos la llama formidable que fuera la fusión de todos los volcanes de la tierra. El incendio ha llegado hasta el centro del alma, hasta profundidades que ella no conocía ni sospechaba, porque esas regiones íntimas no se habían conmovido jamás, porque nada ni nadie puede llegar hasta ellas sino el Amor. (El Espíritu Santo)