Juan Pablo II y el Rosario

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La plegaria del Rosario es oración del hombre en favor del hombre: es la oración de la solidaridad humana, oración colegial de los redimidos, que refleja el espíritu y las intenciones de la primera redimida, María, Madre e imagen de la Iglesia: oración en favor de todos los hombres del mundo y de la historia, vivos o difuntos, llamados a formar con nosotros Cuerpo de Cristo y a ser, con Él coherederos de la gloria del Padre.

Al considerar las orientaciones espirituales que sugiere el Rosario, oración sencilla y evangélica (cf. Marialis cultus, 46), volvemos a encontrar las intenciones que San Cipriano señalaba en el «Padre nuestro». Escribía él: «El Señor, maestro de paz y de unidad, no quiso que orásemos individualmente y solos. Efectivamente, no decimos: ‘Padre mío, que estás en los cielos’; ni ‘Dame mi pan de cada día’. Nuestra oración es por todos, de manera que, cuando rezamos, no lo hacemos por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que con todo el pueblo somos una sola cosa» (De dominica oratione, 8).

El Rosario se dirige insistentemente a quien es la expresión más alta de la humanidad en oración, modelo de la Iglesia orante y que suplica, en Cristo, la misericordia del Padre. Lo mismo que Cristo «vive siempre para interceder por nosotros» (cf. Heb 7, 25), también María continúa en el cielo su misión de Madre y se hace voz de cada hombre y en favor de cada hombre, hasta la consumación perfecta del número de los elegidos (cf. Lumen gentium, 2). Al rezarle, le suplicamos que nos asista durante todo el tiempo de nuestra vida presente y, sobre todo, en el momento decisivo para nuestro destino eterno, que será la «hora de nuestra muerte«.

El Rosario es oración que indica la perspectiva del reino de Dios y orienta a los hombres para recibir los frutos de la redención.