Sobra decir que en todos estos consejos tan caritativos [para tomar con paz nuestras caídas] no hay ni una palabra encaminada a adormecer el alma en su pecado. A nadie se le podría aconsejar que se durmiese con una serpiente en su seno. Y sobre todo, ¿cómo podría uno no estremecerse, estando en pecado grave, ante la idea de la muerte, que puede hacer eternos el remordimiento y el castigo? ¿Cómo no quitarse de encima a un enemigo que, con su abrazo, puede arrastrarnos en cualquier instante al abismo de la eterna desgracia? Y aunque sólo se trate de pecados veniales, no podemos conservar el alma con esa suciedad tan desagradable a Dios y cuyo peso nos irá llevando fatalmente, poco a poco, hasta el pecado mortal. Precisamente para que podamos apartarnos mejor del pecado, es por lo que el santo Doctor nos prohíbe que perdamos la paz. Sabe muy bien que nada bueno se hace, cuando se obra con inquietud y enfado. Como hábil médico, sabe que para llevar a cabo una amputación difícil, hay que acariciar al enfermo y no tratarlo bruscamente: el éxito de la operación será tanto más rápido y seguro, cuanto con mayor tranquilidad se haga. Por eso, ante todo, hay que restablecer la tranquilidad y la calma. Lo que aconsejaba a otros, él lo practicaba consigo mismo en las imperfecciones que se le escapaban: «Un día que tuve la dicha de hablar con él de cosas espirituales, dije que los pecados veniales, si bien pequeños, causaban cierta perturbación e inquietud en el corazón; pero apenas hube yo dejado de hablar, me replicó: Dispensadme, los pecados veniales no deben perturbarnos ni causarnos inquietudes, aunque sí los debemos detestar; porque la inquietud es causada por el amor propio, el cual siente enfado por el trabajo que tiene en el ejercicio de las virtudes, y porque todos los días hay que volver a empezar; mientras que el desagrado es un efecto de la gracia, que nos inspira aversión a todo lo que desagrada a nuestro Creador. Esta era su manera de sentir en lo que se refiere al dolor que debemos tener por las ofensas diarias; esto era lo que él practicaba en semejantes ocasiones, pidiendo la gracia a nuestro Redentor, pero sin amargarse ni irritarse lo más mínimo. (José Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas)