Precisamente lo que Dios nos pide, lo que exige de nosotros, lo que vino a buscar a la tierra, en medio de los dolores y miserias de su vida mortal, fue nuestro amor, el amor de sus pobres criaturas; sabía muy bien que no encontraría sobre la tierra ni virtud, ni generosidad, ni hermosura, ni necesitaba tales cosas, pues precisamente traía las manos henchidas de esos dones; mas sabía que sobre la tierra había corazones pobres, miserables y manchados, pero capaces de amar, y vino a pedirles que lo amaran, vino a obligarlos con los extremos de su ternura, con las locuras de su amor a que lo amaran, y después de hablar de amor y de sufrir y morir por amor y de empequeñecerse en la Santa Eucaristía por amor, se quedó en el Sagrario, y como en otro tiempo, se sentó en el brocal del pozo de Jacob, para decir a cada alma que viene a este mundo lo que dijo a la Samaritana; «¡Tengo sed de amor! ¡alma, dame de beber…»! (El Espíritu Santo)