Esta era una de las preguntas más profundas y urgentes que me planteé en mi juventud. Quería elegir bien, quería asegurarme de tomar un camino que fuera conforme al Plan de Dios sobre mi vida. Él como Padre tendría un sueño para su hijo, como Creador un plan para su criatura; y yo quería darle gusto y acertar en el uso de mi libertad y poder escuchar al final de mi vida: «Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor.» (Mt 25,21)
Independientemente de la vocación específica de cada uno, hay un llamado que tenemos todos en común: ser conforme a la imagen de Cristo (Rom 8,29). Eso es lo que Dios espera de nosotros: que seamos como su Hijo Primogénito: Jesucristo.
Al ver San Juan de la Cruz cómo teniendo vocación tan sublime nos ocupamos muchas veces de otras cosas, dice: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿Qué hacéis, en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!» (Cántico espiritual, 39,7)
¿Hacia dónde?
Así es, a veces andamos como ciegos caminando fuera del camino o como sordos sin escuchar la Palabra de Dios que nos llama a vivir a su lado. Cristo es la Palabra y es el Camino y vino al mundo para mostrarnos cómo andar y por dónde avanzar. Así lo explica el Papa Juan Pablo II: «La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo.» (Redemptor Hominis, 7) «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo.» (Redemptor Hominis, 10)
Como una semilla destinada a germinar y crecer
¿Maravilla de sí mismo? Sí, maravilla, pues llevamos a Cristo dentro de nosotros, ha establecido allí su casa y quiere instaurar y extender su reino. Participamos de la misma vida de Dios. La gracia de Dios en nosotros es como una semilla plantada en nuestro interior el día de nuestro bautismo. Y esta semilla está destinada a crecer. San Basilio Magno explica que: «….desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección.»
De lo que se trata es de avivar la chispa del amor que llevamos en lo más profundo de nuestro ser. Cristo nos participa de su vida, como la vid al sarmiento (Jn 15), de manera que sea Él quien viva y se manifieste en nosotros: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (cfr. Gal 2, 20).
¿De quién depende?
Nuestra unión con Dios y nuestra transformación en Cristo se lleva a cabo dentro de nosotros, pero sólo si nosotros lo permitimos y lo queremos. Una semilla de limón se siembra, se cultiva y da un limonero. En nuestro caso, la semilla de la gracia está destinada a convertirnos en un hijo como el Hijo, pero no se da por descontado, Dios nos hizo libres para ir hacia Él o no. En este cometido no estamos solos; el proyecto de Dios es obra conjunta de cada uno y del Espíritu Santo: artífice de nuestra unión y transformación en Cristo.
¿De qué tipo de crecimiento estamos hablando?
De un doble crecimiento:
– El crecimiento de la raíz: Que consiste en profundizar en el conocimiento personal de Cristo, cultivar la vida de gracia, crecer en intimidad con Dios, permitir que el reino de Cristo triunfe en nuestras vidas. Esto comporta también un trabajo de purificación de todo aquello que no sea Dios y de aquellos amores y aficiones que no sean conformes a Su querer, pues debido al pecado original arrastramos unas tendencias negativas a la que llamamos concupiscencia y debido al propio pecado encontramos también basura, piedras y espinas que limpiar.
– El crecimiento del árbol: Es decir, nuestra transformación en Cristo, que seamos más semejantes a Él, por su imitación en el ejercicio de las virtudes cristianas y la vivencia de las virtudes teologales.
Sin oración no hay crecimiento
Este doble crecimiento es arduo y fatigoso, como el cuidado de todo campo de cultivo. Entre otras cosas se requiere oración. Sin oración no hay crecimiento espiritual. La semilla crece cuando ponemos en acto las virtudes teologales. La fe: en la oración conocemos a Dios. Orar es poner la fe en acto. Esperanza: orar es ejercitar el deseo de Dios, es abandonarnos en Sus manos, es entrega confiada en Sus brazos. Amor: orar es acoger el amor de Dios y corresponderle amando.
En esto consiste el quehacer del hombre en su camino al cielo. ¡Buen viaje!
Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)
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