La Transfiguración

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La Transfiguración

CUARTO MISTERIO

La Transfiguración

«Seis días después, tomo Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él.

Tomó Pedro la palabra y dijo a Jesús: “Señor, está bien que nos quedemos aquí Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y salió de la nube una voz que decía: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”.

Al oír esto los discípulos, cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Ellos alzaron sus ojos y no vieron a nadie más que a Jesús». (Mt 17, 1-8)

Este pasaje comienza «seis días después», y sabemos que el séptimo día bíblico es el día del descanso, el día del Señor. En este día en que Dios descansó de la creación, en el séptimo día consagrado a la gloria de Dios, Jesús sube al monte Tabor con Pedro, Santiago y Juan, y llegado allí se «transfigura» ante ellos. La palabra griega habla de una «metamorfosis» (meta -morfe; más allá de la forma). La interpretación de los Padres de la Iglesia es unánime: no se trata de que Jesús «se transfigure», como quien pasa de ser una cosa a ser otra, sino que se manifiesta como quien verdaderamente es ante sus discípulos. Y es en ellos en quienes algo nuevo opera: Jesús les ha abierto los ojos, «y de ciegos que eran, los hace videntes» (S. Juan Damasceno).

¿Y qué ven? Ven que Cristo es verdaderamente hombre y Dios. «El Verbo deja ver en su Cuerpo la Luz de su divinidad no para hacer saber, sino para hacer vivir, para salvar: se revela al darse y se da para transformarnos a nosotros en Él». «La Humanidad de Jesús es el foco vivo donde el hombre llega a ser Dios. ¡Cristo es verdaderamente hombre! (…) Porque el ser humano es su cuerpo, él está, a imagen de su Dios, en relación con las otras personas, con el cosmos, con el tiempo, con Aquel que es la Comunión en plenitud». (Jean Corbon)

En español existe la expresión «cuesta arriba» para expresar que las cosas son cansadas o difíciles: parece que sube uno una montaña, y subir se hace pesado. Muchas cosas en la vida se nos hacen «cuesta arriba»: el esfuerzo de estudiar para unas oposiciones, levantarse de la cama los lunes, soportar las humillaciones en el trabajo, un horario apretado, una rutina sin escapatoria, una relación sofocante, los altibajos hormonales propios y ajenos… y, en fin, terminamos por «hacer una montaña de un granito de arena».

Innumerables ermitas se encuentran en la cumbre de montes y colinas, e incluso coronan picos de improbable altura. Ha quedado en esta expresión de la fe popular, como lo es emprender una peregrinación a una ermita, la convicción de que para alcanzar a Dios hay que subir con esfuerzo, de que la vida espiritual implica un camino de subida -así lo llamaba San Juan de la Cruz, o Juan Clímaco en su «Scala Paradisi»- y ciertamente la libre colaboración del hombre a la acción del Espíritu Santo lleva consigo la connotación innegable de la ascesis, del combate espiritual.

Pero dos verdades anejas a esta son menos recordadas hoy en día y menos conocidas. La primera, que el ascenso a la montaña no lleva tan sólo a conocer a Dios sino a conocerse a sí mismo en Dios, de modo que podría decirse que no se pierde sino se gana, no se termina desfallecido y «medio muerto» sino revestido de Vida, de Luz; no se llega a solas sino más unido que nunca en Cristo a todos.

La segunda, que se es alcanzado por Cristo allí donde Él ha descendido en la mayor de las kénosis: en nuestra humanidad. La santidad no consiste en una obra del hombre sino en la obra de Dios en el hombre concreto que somos cada uno de nosotros, en cuerpo, alma y espíritu. En una sinergia con el Espíritu Santo, en el que Él es el artista y nosotros quienes acogemos, correspondemos, deseamos, nos le prestamos y vivimos. Dios no quiere hacer de nosotros algo diverso a lo que somos. Quiere conducirnos a la máxima belleza, aquella única e irrepetible para cada uno, que es participación, imagen llamada a ser cada vez más semejante a la plenitud de la belleza divino-humana de Jesucristo.

Si comprendemos lo que esto quiere decir, sentiremos que las toneladas de piedra de todas las montañas que no sólo subimos sino pretendemos cargar día a día, desaparecen en un soplo. Nos sentíamos exigidos a ser buenos. Y descubrimos que Nuestro Señor desde la eternidad nos ha pensado bellos. Muy bellos. Así nos ve: su amor de Padre cuando nos contempla, no se detiene en los errores del pasado, se encuentra con nosotros en el presente y hoy, hoy mismo, le parecemos valiosos, preciosos a sus ojos, y nos proyecta llenos de luz hacia el futuro.

Así, esta persona que somos, ni más ni menos. Basta abrirle una rendija del corazón y su Luz entra a raudales, llega y se instala. Llega y nos permite ver nuestras oscuridades. Y aunque esto no nos parezca bonito, en realidad nos damos cuenta de que nos purifica, nos alivia, nos hace más humildes y sencillos, con menos pretensiones acerca de nosotros mismos -cuántas veces nuestro verdugo más exigente somos nosotros- y más comprensivos hacia los demás. Y la luz sigue penetrando y se expande, nos abre a los demás y al mundo. Las relaciones se suavizan. Las rutinas se llenan de sentido y pronto un día no se parece al otro. Y vienen ganas de abrir ventanas, de ser creativos. Basta abrir una rendija del corazón, ya iluminado, al mundo, y su Luz sale a raudales. La luz de toda belleza viene de adentro.

«Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas». (Fil 3, 20-21)

Jean Corbon escribe al respecto: «Ya no hay distancia entre la materia y la divinidad: en el Cuerpo de Cristo, nuestra carne está en comunión con el Príncipe de la Vida, sin confusión ni separación. La Transfiguración nos hace vislumbrar el pleno desarrollo de lo que el Verbo inauguró en su Encarnación y manifestó a partir del Bautismo en sus milagros: el Cuerpo de Jesús es el sacramento que da la Vida de Dios a los hombres. Cuando nuestra humanidad consienta en unirse a la Humanidad del Señor Jesús, participará entonces en la naturaleza divina (2 P 1, 4), será deificada. Si todo el significado de la Economía de la salvación está en esto, se comprende que la Liturgia sea su cumplimiento. La deificación del hombre será participación del Cuerpo de Cristo».

Dice San Pablo: «Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu». (2 Cor 3, 18)

Vale la pena acudir a Nicolás Cabasilas cuando cita a San Juan Crisóstomo comentando este texto: «¿Qué quiere decir esto? Era más fácil de entender cuando estaba en plena autoridad el carisma de los milagros; pero también ahora es manifiesto para los ojos que ilumina la fe. En el instante mismo de ser bautizados, el alma, purificada por el Espíritu, queda más resplandeciente que el sol, y no sólo contemplamos la gloria de Dios, sino que, además – y por ello-, recibimos en nosotros su luz, como la plata pulimentada, que se torna fulgurante a los rayos el sol, emitiendo ella misma sus rayos. (…)

¿Queréis ver más tangible esto mismo en los Apóstoles? Pensad en Pablo, cuyo vestido obraba milagros, y en Pedro, cuya sombra irradiaba virtud divina. Ni vestidos ni sombra gozarían de tal eficacia de no llevar los Apóstoles la imagen del rey en sí y de no ser su luz más que un reflejo de fulgor inaccesible. Y es que hasta el manto del rey ahuyenta los malhechores. ¿Deseas ver irradiar esa luz aun a través de los cuerpos? “Mirando el rostro de Esteban creyeron ver la cara de un ángel” (Act 6,15)Mas esto no es nada al lado de la fulgurante gloria interior. Mientras a Moisés le era exterior y sensible en el rostro, en los apóstoles revestía el alma». (N. Cabasilas, La vida en Cristo, pp.95-96)

En el mosaico que contemplamos, vemos la figura central de Jesucristo transfigurado, con el vestido blanco «como la luz». El fondo negro nos recuerda su victoria sobre el pecado -victoria de la luz sobre las tinieblas- y sobre la muerte. Moisés con las tablas de la Ley y Elías el profeta hacen presente el Antiguo Testamento, la Antigua Alianza, que en la persona divino-humana de Cristo está por cumplirse. Los apóstoles: Pedro (con las llaves), Juan (con el Evangelio) y Santiago (quien procura hacer de su manto una tienda) gozan con estupor de la visión de Cristo glorioso. Jesús les ha concedido «un atisbo» de los frutos de su resurrección, preparándolos para la Pascua que ha de venir, ya inminente, en la que Dios establecerá con el hombre una Nueva y definitiva Alianza de vida y amor en el Cuerpo de Cristo.


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