SALMO 134, 1-12
[1 ¡Aleluya!]
Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
2 que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.
3 Alabad al Señor porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
4 Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.
5 Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
6 El Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.
7 Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta a los vientos de sus silos.
8 Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
9 Envió signos y prodigios
-en medio de ti, Egipto-
contra el Faraón y sus ministros.
10 Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
11 a Sijón, rey de los amorreos,
a Hog, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
12 Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.
Catequesis de Juan Pablo II
9 de abril de 2003
Contexto festivo del salmo 134
1. La liturgia de Laudes, que estamos siguiendo en su desarrollo a través de nuestras catequesis, nos propone la primera parte del salmo 134, que acaba de resonar en el canto de los solistas. El texto revela una notable serie de alusiones a otros pasajes bíblicos y parece estar envuelto en un clima pascual. No por nada la tradición judaica ha unido este salmo al sucesivo, el 135, considerando el conjunto como «el gran Hallel», es decir, la alabanza solemne y festiva que es preciso elevar al Señor con ocasión de la Pascua.
En efecto, este salmo pone fuertemente de relieve el Éxodo, con la mención de las «plagas» de Egipto y con la evocación del ingreso en la tierra prometida. Pero sigamos ahora las etapas sucesivas, que el salmo 134 revela en el desarrollo de los doce primeros versículos: es una reflexión que queremos transformar en oración.
Invitación a la alabanza
2. Al inicio nos encontramos con la característica invitación a la alabanza, un elemento típico de los himnos dirigidos al Señor en el Salterio. La invitación a cantar el aleluya se dirige a los «siervos del Señor» (v. 1), que en el original hebreo se presentan «erguidos» en el recinto sagrado del templo (cf. v. 2), es decir, en la actitud ritual de la oración (cf. Sal 133,1-2).
Participan en la alabanza ante todo los ministros del culto, sacerdotes y levitas, que viven y actúan «en los atrios de la casa de nuestro Dios» (Sal 134,2). Sin embargo, a estos «siervos del Señor» se asocian idealmente todos los fieles. En efecto, inmediatamente después se hace mención de la elección de todo Israel para ser aliado y testigo del amor del Señor: «Él se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya» (v. 4). Desde esta perspectiva, se celebran dos cualidades fundamentales de Dios: es «bueno» y es «amable» (v. 3). El vínculo que existe entre nosotros y el Señor está marcado por el amor, por la intimidad y por la adhesión gozosa.
3. Después de la invitación a la alabanza, el salmista prosigue con una solemne profesión de fe, que comienza con la expresión típica: «Yo sé», es decir, yo reconozco, yo creo (cf. v. 5). Son dos los artículos de fe que proclama un solista en nombre de todo el pueblo, reunido en asamblea litúrgica. Ante todo se ensalza la acción de Dios en todo el universo: él es, por excelencia, el Señor del cosmos: «El Señor todo lo que quiere lo hace: en el cielo y en la tierra» (v. 6). Domina incluso los mares y los abismos, que son el emblema del caos, de las energías negativas, del límite y de la nada.
El Señor es también quien forma las nubes, los rayos, la lluvia y los vientos, recurriendo a sus «silos» (cf. v. 7). En efecto, los antiguos habitantes del Oriente Próximo imaginaban que los agentes climáticos se conservaban en depósitos, semejantes a cofres celestiales de los que Dios tomaba para esparcirlos por la tierra.
Signos de la alianza
4. El otro componente de la profesión de fe se refiere a la historia de la salvación. Al Dios creador se le reconoce ahora como el Señor redentor, evocando los acontecimientos fundamentales de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. El salmista cita, ante todo, la «plaga» de los primogénitos (cf. Ex 12,29-30), que resume todos los «prodigios y signos» realizados por Dios liberador durante la epopeya del Éxodo (cf. Sal 134,8-9). Inmediatamente después se recuerdan las clamorosas victorias que permitieron a Israel superar las dificultades y los obstáculos encontrados en su camino (cf. vv. 10-11). Por último, se perfila en el horizonte la tierra prometida, que Israel recibe «en heredad» del Señor (v. 12).
Ahora bien, todos estos signos de alianza, que se profesarán más ampliamente en el salmo sucesivo, el 135, atestiguan la verdad fundamental proclamada en el primer mandamiento del Decálogo. Dios es único y es persona que obra y habla, ama y salva: «el Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses» (v. 5; cf. Ex 20,2-3; Sal 94,3).
Comentario de S. Clemente
5. Siguiendo la línea de esta profesión de fe, también nosotros elevamos nuestra alabanza a Dios. El Papa san Clemente I, en su primera Carta a los Corintios, nos dirige esta invitación: «Fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador de todo el universo y adhirámonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. Mirémosle con nuestra mente y contemplemos con los ojos del alma su magnánimo designio. Consideremos cuán blandamente se porta con toda la creación. Los cielos, movidos por su disposición, le están sometidos en paz. El día y la noche recorren la carrera por él ordenada, sin que mutuamente se impidan. El sol y la luna y los coros de las estrellas giran, conforme a su ordenación, en armonía y sin transgresión alguna, en torno a los límites por él señalados. La tierra, germinando conforme a su voluntad, produce a sus debidos tiempos copiosísimo sustento para hombres y fieras, y para todos los animales que se mueven sobre ella, sin que jamás se rebele ni mude nada de cuanto fue por él decretado» (19,2-20,4: Padres Apostólicos, BAC 1993, pp. 196-197). San Clemente I concluye afirmando: «Todas estas cosas ordenó el grande Artífice y Soberano de todo el universo que se mantuvieran en paz y concordia, derramando sobre todas sus beneficios, y más copiosamente sobre nosotros, que nos hemos refugiado en sus misericordias por medio de nuestro Señor Jesucristo. A él sea la gloria y la grandeza por eternidad de eternidades. Amén» (ib., p. 198).
Comentario del Salmo 134, 1-12
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
En una época reciente se compone el presente salmo, un mosaico de textos del Antiguo Testamento, sobre todo de otros salmos. Una vez más canta Israel el soberano poder de Dios manifestado en la naturaleza y en la historia. Canta litúrgicamente, tal vez en la fiesta de Pascua, como se aprecia en las distintas voces que se perciben en los versículos finales. Esta primera parte (vv. 1-12) recoge una invitación a la alabanza motivada por la elección de Israel (vv. 1-4); continúa festejando a Dios que actúa en la naturaleza (vv 5-7), y finaliza recopilando los grandes dogmas de Israel: salida de Egipto, travesía del desierto y entrada en la tierra prometida (vv 8-12). La lírica se mezcla con la épica.
En este salmo pueden distinguirse una pieza lírica de alabanza y dos piezas épicas; la primera de éstas rememora la acción de Dios en la naturaleza; la segunda, en la historia. Puede salmodiarse del modo siguiente:
Asamblea, Alabanza al Señor: «Alabad al Señor… en posesión suya» (vv. 1-4).
Salmista 1.º, Acción de Dios en la naturaleza: «Yo sé que el Señor… los vientos de sus silos» (vv. 5-7).
Salmista 2.º, .Acción de Dios en la historia: «Él hirió… a Israel, su pueblo» (vv. 8-12).
«Yo os he elegido»
La alabanza brota en Israel porque se sabe elegido de entre todos los pueblos de la tierra. Antes de que pudiera aducir un buen comportamiento, la bondad, la amabilidad de Dios se ha fijado en Israel. Ahora sabemos cuál fue la finalidad de esa elección: que un día pudiera pronunciar Dios con plena satisfacción: «Este es mi hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17), sobre un hijo de este pueblo. Y Dios continúa pronunciando esas palabras sobre nosotros, llamados a entrar en la maravillosa luz divina. No hemos elegido nosotros a Cristo; Cristo nos ha elegido a nosotros (Jn 15,16). Hay un amable amor benevolente en nuestra historia cristiana: el amor que Cristo nos profesa. De nuestro agradecimiento brota una canción de alabanza al nombre del Señor, porque es bueno, porque es amable, porque nos escogió en posesión suya, para que un día seamos plena alabanza de su gloria.
La plenitud del poder
«Dios de dioses y Señor de señores» sólo hay uno: Yahvé. No condivide su poder con nadie, como sucede en otras religiones. Esta soberanía, lejos de ahuyentar al hombre, lo atrae: el soberano de todo es un dador benévolo. En su generosidad abrió los cielos, y llovieron al Justo sobre la tierra. La debilidad de su carne incitó al Tentador a ofrecerle los reinos de la tierra y su magnificencia. Pero el Justo debía ser fiel al único Absoluto. Dios no le dejó en la humillante debilidad de la muerte. Al contrarío, le dio todo poder en el cielo y en la tierra. Aunque haya sido constituido rey de reyes y señor de señores, atrae fascinantemente a todos hacia sí. Los atraídos por Cristo son enviados al mundo entero para que todas las gentes sepan que sólo Dios es grande, que hace cuanto quiere en el cielo y en la tierra.
El título de propiedad de la Tierra
¿Cómo creer a Dios que promete una tierra en la que se mostrará, pero que ya tiene dueño? Los poderosos de este mundo se obstinaron en no dejar pasar libre y procesionalmente al Pueblo de Dios. Serán aniquilados, y la tierra repartida entre el pueblo. La palabra y la acción de Dios es el título de propiedad que exhibe este pueblo. Una palabra dirigida a «la» descendencia se hace irreversible cuando aparece el Descendiente. Éste no sólo posee la Tierra; es la Tierra en la que Dios se ha mostrado. Camino de esa Tierra avanza procesionalmente el nuevo pueblo, con el nombre de Cristo como título de propiedad. Los poderes tiránicos serán destruidos y la Tierra repartida entre los siervos de Dios, que lleven el título marcado en la frente (Ap 7,3).
Resonancias en la vida religiosa
El poder de Aquel que nos eligió: Nuestra forma de vida se torna misteriosa y enigmática para no pocos hombres. Reunidos aquí, en la casa del Señor, en su presencia llena de ausencia, testificamos su alabanza, glorificamos su nombre. En medio de un mundo acosado por el mal, proclamamos la bondad del Creador de este mundo. Ante el sinsentido de muchos aconteceres humanos y naturales, confesamos que «el Señor todo lo que quiere lo hace en el cielo y en la tierra».
En la raíz de esta forma nuestra de ser hay una experiencia inobjetivable, pero real: el Dios poderoso nos ha elegido, nos ha escogido como posesión suya. Y en esta elección nos ha hecho comprender de alguna forma quién es Él: su señorío, su grandeza, su dominio sobre la historia humana. Él es poderoso para llevar a cumplimiento la obra iniciada en nosotros, nuestra elección. Pero a través de ella Dios restaurará este mundo derruido y minado por el pecado, y le dará la herencia que Él prometió en su alianza con el hombre.
Oraciones sálmicas
Oración I: Tu nos has elegido, Señor, para hacernos posesión tuya; así has demostrado tu amabilidad y benevolencia con nosotros; concédenos la gracia de ser siempre fieles a nuestra vocación, entregando nuestra vida por amor. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Dios de los dioses y Señor de los señores, que en tu benevolencia hiciste que los cielos llovieran al Justo sobre la tierra, y después de su humillación lo constituiste rey de reyes; fíjate en nuestra situación pecadora y transfórmala en gloriosa por medio del Espíritu de tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Oración III: Alabado seas, Señor, nuestro dueño, y dominador de la naturaleza y de la historia; que nuestra vida sea un himno de alabanza a tu glorioso poder. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Comentario del Salmo 134, 1-12
Por Maximiliano García Cordero
Canto de acción de gracias por los beneficios otorgados a Israel. Esta composición es heterogénea, hecha a base de reminiscencias principalmente del Salterio. Desde el punto de vista literario podemos considerar este salmo como un himno litúrgico en el que se cantan las grandezas de Yahvé, manifestadas en la creación, en los fenómenos de la naturaleza y en los portentos obrados en favor de su pueblo: en Egipto, en las estepas del Sinaí y, finalmente, en la conquista de Canaán. La actividad protectora de Yahvé se contrapone a la inanidad de los ídolos de los otros pueblos, que ni siquiera tienen vida.
La grandeza de Yahvé, manifestada en la creación (vv. 1-7). Se invita especialmente a los levitas y sacerdotes a celebrar el nombre glorioso de Yahvé, porque se manifiesta bueno y amable en sus obras, entre las cuales está la elección de Israel como «heredad» o posesión suya entre todas las naciones. Su grandeza sobrepasa a la de los supuestos dioses de otros pueblos, de los que dirá después que no tienen vida. En primer lugar, es el Hacedor de cielos y tierra, y su poder creador se extiende hasta los abismos misteriosos sobre los que flota la tierra, asentada en cuatro columnas. También los fenómenos atmosféricos son promovidos por su mano todopoderosa: las nubes, los relámpagos y el viento, al que se concibe encerrado en grandes depósitos o escondrijos, de los que le hace salir para enviar la tempestad huracanada.
Los beneficios otorgados a Israel (vv. 8-14). El poder omnímodo de Yahvé se muestra no sólo en las manifestaciones grandiosas atmosféricas, sino en la historia de Israel, particularmente durante sus primeros años de vida nacional. Las plagas de Egipto -particularmente la muerte de los primogénitos- mostraban su protección al pueblo elegido. Y, al entrar en la tierra prometida, la mano poderosa de Yahvé se mostró en la victoria sobre los reyes de Transjordania y de Canaán. Sólo así los israelitas pudieron entrar en posesión de la tierra de Canaán, que les estaba destinada como «heredad» en los planes divinos. Así se cumplían las antiguas promesas hechas a los patriarcas y se iniciaba la historia de Israel con vida propia nacional. El nombre de Yahvé queda, pues, indefectiblemente unido a la historia de su pueblo, al que protege en los momentos críticos de su existencia como colectividad teocrática.