Salmo 126: Si el Señor no construye la casa

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SALMO 126

1 Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.

2 Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!

3 La herencia que da el Señor son los hijos;
su salario, el fruto del vientre:
4 son saetas en mano de un guerrero
los hijos de la juventud.

5 Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado cuando litigue
con su adversario en la plaza.

Catequesis de Benedicto XVI

31 de agosto de 2005

Primado de la acción divina

1. El salmo 126, que se acaba de proclamar, nos presenta un espectáculo en movimiento: una casa en construcción, la ciudad con sus centinelas, la vida de las familias, las vigilias nocturnas, el trabajo diario, los pequeños y grandes secretos de la existencia. Pero sobre todo ello se eleva una presencia decisiva, la del Señor que se cierne sobre las obras del hombre, como sugiere el inicio incisivo del Salmo: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (v. 1).

Ciertamente, una sociedad sólida nace del compromiso de todos sus miembros, pero necesita la bendición y la ayuda de Dios, que por desgracia a menudo se ve excluido o ignorado. El libro de los Proverbios subraya el primado de la acción divina para el bienestar de una comunidad y lo hace de modo radical, afirmando que «la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade el trabajo a que obliga» (Pr 10,22).

La presencia del Señor

2. Este salmo sapiencial, fruto de la meditación sobre la realidad de la vida de todo hombre, está construido fundamentalmente sobre un contraste: sin el Señor, en vano se intenta construir una casa estable, edificar una ciudad segura, hacer que el propio esfuerzo dé fruto (cf. Sal 126,1-2). En cambio, con el Señor se tiene prosperidad y fecundidad, una familia con muchos hijos y serena, una ciudad bien fortificada y defendida, libre de peligros e inseguridades (cf. vv. 3-5).

El texto comienza aludiendo al Señor representado como constructor de la casa y centinela que vela por la ciudad (cf. Sal 120,1-8). El hombre sale por la mañana a trabajar para sustentar a su familia y contribuir al desarrollo de la sociedad. Es un trabajo que ocupa sus energías, provocando el sudor de su frente (cf. Gn 3,19) a lo largo de toda la jornada (cf. Sal 126,2).

El Señor da solidez al trabajo humano

3. Pues bien, el salmista, aun reconociendo la importancia del trabajo, no duda en afirmar que todo ese trabajo es inútil si Dios no está al lado del que lo realiza. Y, por el contrario, afirma que Dios premia incluso el sueño de sus amigos. Así el salmista quiere exaltar el primado de la gracia divina, que da consistencia y valor a la actividad humana, aunque esté marcada por el límite y la caducidad. En el abandono sereno y fiel de nuestra libertad al Señor, también nuestras obras se vuelven sólidas, capaces de un fruto permanente. Así nuestro «sueño» se transforma en un descanso bendecido por Dios, destinado a sellar una actividad que tiene sentido y consistencia.

La descendencia como fuente de vida y esperanza

4. En este punto, el salmo nos presenta otra escena. El Señor ofrece el don de los hijos, considerados como una bendición y una gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación orientada hacia nuevas etapas (cf. v. 3). El salmista destaca, en particular, a «los hijos de la juventud»: el padre que ha tenido hijos en su juventud no sólo los verá en todo su vigor, sino que además ellos serán su apoyo en la vejez. Así podrá afrontar con seguridad el futuro, como un guerrero armado con las «saetas» afiladas y victoriosas que son los hijos (cf. vv. 4-5).

Esta imagen, tomada de la cultura del tiempo, tiene como finalidad celebrar la seguridad, la estabilidad, la fuerza de una familia numerosa, como se repetirá en el salmo sucesivo -el 127-, en el que se presenta el retrato de una familia feliz.

El cuadro final describe a un padre rodeado por sus hijos, que es recibido con respeto a las puertas de la ciudad, sede de la vida pública. Así pues, la generación es un don que aporta vida y bienestar a la sociedad. Somos conscientes de ello en nuestros días al ver naciones a las que el descenso demográfico priva de lozanía, de energías, del futuro encarnado por los hijos. Sin embargo, sobre todo ello se eleva la presencia de Dios que bendice, fuente de vida y de esperanza.

Sólo el Señor nos puede custodiar

5. Los autores espirituales han usado a menudo el salmo 126 precisamente con el fin de exaltar esa presencia divina, decisiva para avanzar por el camino del bien y del reino de Dios. Así, el monje Isaías, que murió en Gaza en el año 491, en su Asceticon (Logos 4, 118), recordando el ejemplo de los antiguos patriarcas y profetas, enseña: «Se situaron bajo la protección de Dios, implorando su ayuda, sin poner su confianza en los esfuerzos que realizaban. Y la protección de Dios fue para ellos una ciudad fortificada, porque sabían que nada podían sin la ayuda de Dios, y su humildad les impulsaba a decir, con el salmista: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas»» (Recueil ascétique, Abbaye de Bellefontaine 1976, pp. 74-75).

Eso vale también para hoy: sólo la comunión con el Señor puede custodiar nuestras casas y nuestras ciudades.

 

Comentario del Salmo 126

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

H. Schmidt ve en este salmo un cántico que los amigos y vecinos entonaban a la puerta de la casa de quien había sido agraciado con un nuevo hijo. Sería una felicitación por el neonato. Es uno de los salmos graduales -entonados por los peregrinos en sus subidas al templo-, no sólo porque el templo es la casa construida por Dios, sino también porque la casa que cuenta con un recién nacido es «casa de Dios»: Él da la fecundidad y construye la casa. Formalmente, consta de dos sentencias sapienciales (vv. 1-2 y 3-5): la segunda es un ejemplo que confirma la primera.

Una salmodia solista puede ser la apropiada para este salmo sapiencial. Con todo, puesto que el salmo es una exhortación a la confianza, puede combinarse la salmodia solista con la responsorial del siguiente modo:

Salmista 1.º, El Señor da la prosperidad: «Si el Señor no construye… a sus amigos mientras duermen» (vv. 1-2).

Asamblea, Antífona del tiempo.

Salmista 2.º, Los hijos son un regalo: «La herencia que da el Señor… con su adversario en la plaza» (vv. 3-5).

Asamblea, Antífona del tiempo.

«En él vivimos, nos movemos y existimos»

El hombre es propenso a enaltecer sobremanera la obra de sus manos; a olvidarse de que Dios es quien da la fuerza para procurarse las riquezas. En estas circunstancias el mandamiento principal suena así: «Guárdate de olvidar a Yahvé tu Dios» (Dt 8,11). Reconocer a Dios en todos los caminos, saber que la bendición que enriquece viene de Dios, es afirmar la solidez de nuestra obra. Efectivamente, en Dios vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). Fuera de este ámbito nada podemos hacer, si no es poner de manifiesto la vacuidad de nuestro ser y actuar. Es puro don de Dios que estemos en Cristo. Creados en Cristo Jesús, somos hechura suya, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos.

El constructor de la ciudad

El afán humano por construirse una casa -mansión y dinastía- es válido si se cuenta con el Señor de la bendición. Ahora bien, el Señor ha puesto a Jesús al frente de su propia casa, que somos nosotros, como en otro tiempo hiciera con Moisés (Num 12,7). Es la casa definitiva, fundamentada sobre la roca apostólica. En la nueva construcción -casa y campo de Dios- todos los cristianos tenemos una mansión que sobrepasa nuestras propias fuerzas. Se puede y se debe trabajar con todo el entusiasmo; conscientes, sin embargo, de que es Dios quien da el crecimiento. La semilla crece sin cesar, día y noche, sin que el sembrador sepa cómo. Al final, la obra de cada uno quedará al descubierto: aquel que construyó sobre el cimiento ya puesto, recibirá la recompensa. Depositemos nuestra confianza en Dios, eficaz constructor de la casa y vigía de la ciudad.

Los hijos de la juventud

Los hijos son la fuerza del padre. Nacidos cuando el padre es joven, serán su mejor defensa en los tribunales, levantados en la puerta de la ciudad. El hombre que muere sin hijos, por el contrario, no tiene futuro ni defensores. Así pensaba el salmista y podrían seguir pensando nuestros contemporáneos si Jesús no hubiera sido juzgado y sentenciado, en plena juventud, fuera de las puertas de la ciudad. ¿Quién se atreve a juzgar su muerte como estéril? Cuando la traición se ha consumado y la entrega es inminente, Jesús se dirige a los suyos con un término de afecto: «Hijitos míos» (Jn 13,33). Han nacido del Espíritu, del agua y de la sangre. La vida virginal de Jesús no fue estéril. Con Cristo, el apóstol cristiano da el propio ser, junto con el Evangelio de Dios. Continuamente nacen nuevos hijos, fruto de la eterna juventud de Cristo, que serán la esperanza, el gozo, el orgullo y la corona del apóstol cuando el Señor venga.

Resonancias en la vida religiosa

¡Todo es gracia!: Nuestra vida es el resultado de la bendición de Dios. Nuestra vida religiosa, posible porque hemos abandonado «padre y madre», «casas», «posesiones», y porque hemos renunciado a la «herencia del Señor que son los hijos», es también bendición. ¡Paradójica bendición!

El Señor nos ha construido otra casa, no fundada en la carne y en la sangre: es nuestra comunidad. Él es su constructor. El Señor nos ha concedido otra paternidad-maternidad, que actúa en la línea de la generación espiritual. El Señor nos impulsa a trabajar sudorosamente para ofrecer el pan a los hambrientos y ser para ellos providencia de Dios, que da el pan a sus amigos mientras duermen.

Todo es gracia. También nuestra vida tan peculiar y tan incomprendida. El salmo 126 no celebra únicamente la bendición de las familias de esta tierra; también para nosotros es expresión de otra casa y otra familia, no menos real, en la que estamos implicados.

Oraciones sálmicas

Oración I: En ti, Señor, vivimos, nos movemos y existimos; fuera de ti nada podemos hacer; Tú eres la fuerza de nuestra libertad; haz que practiquemos las obras que Tú has predispuesto de antemano. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Señor de la bendición, crea en nosotros una nueva humanidad, constituida según el modelo de tu Hijo primogénito; sé Tú quien nos dé el crecimiento y la plenitud; que nunca desconfiemos de ti. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Padre, que quisiste prolongar en tu Iglesia la fecundidad manifestada en la juventud de tu Hijo y actuada por la creatividad constante de tu Espíritu, concédenos que nuestra vida sea una manifestación de tu prodigiosa vitalidad. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 126

Por Maximiliano García Cordero

El salmo 126 tiene un aire marcadamente «sapiencial». El salmista quiere inculcar ante todo que los esfuerzos del hombre son inútiles si no llevan la bendición divina. Sólo Dios puede asegurar prosperidad y posteridad numerosa. Para los hebreos, una familia con muchos hijos era el mejor reflejo de la benevolencia divina. En el salmo se pueden distinguir bien dos partes: a) sólo Dios da el éxito en las empresas de la vida, vv. 1-2; b) los hijos son un don de Dios, vv. 3-5. Algunos comentaristas creen que son dos fragmentos procedentes de dos composiciones originariamente independientes. Pero puede ser la segunda parte una concreción de la idea expuesta en la primera, en cuanto que la familia numerosa proviene únicamente de la bendición divina.

A pesar del estilo didáctico sapiencial, no faltan las expresiones vigorosas y los ejemplos concretos con frases entrecortadas y concisas.

VV. 1-2. En estilo proverbial, el salmista declara la inutilidad de los esfuerzos humanos al margen de la Providencia divina. Los albañiles pueden construir una casa, pero sin que puedan después habitarla (cf. Dt 28,30; Sof 1,13); los centinelas de la ciudad pueden dar la voz de alarma ante el enemigo, pero no pueden estar seguros contra el incendio o el ataque de los enemigos. Con un nuevo símil declara que es inútil madrugar mucho y acostarse tarde, recogiendo el fruto del trabajo (pan de vuestros sudores), si Dios no le bendice. En realidad, el que se confía a Él, aunque esté dormido, sentirá que su vida prospera, pues Dios le colma de beneficios. El salmista no quiere con estas palabras predicar la ociosidad, sino que invita a dejar la excesiva ansiedad por el trabajo prescindiendo de la bendición divina. Es la doctrina de los libros sapienciales y del sermón de la montaña.

VV. 3-5. Todo viene de Dios, principalmente los hijos, los cuales no son un salario, sino un regalo de la Providencia, sobre todo los tenidos en plena juventud, porque son especialmente vigorosos y fuertes (cf. Gn 49,3; 37,3) y porque pueden prestar ayuda a su padre cuando en plena ancianidad se halle comprometido ante sus adversarios en litigio judicial. Los hijos fuertes serán su mejor escolta para defenderle contra las arbitrariedades de un mal juez cuando decida en la puerta o plaza de la ciudad, el lugar de reunión de los tribunales. Serán su defensa, como las saetas en la mano del guerrero. Por ello, el salmista llama dichoso al que tenga la suerte de llenar su aljaba -su hogar- de hijos.