SALMO 121
1 ¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
2 Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.
3 Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
4 Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
5 en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
6 Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
7 haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios».
8 Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
9 Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.
Catequesis de Benedicto XVI
12 de octubre de 2005
El significado espiritual del salmo 121
1. La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos.
En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en que aceptó la invitación a «ir a la casa del Señor» (v. 1) y el de la gozosa llegada a los «umbrales» de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual.
Jerusalén, santuario del Señor
2. Jerusalén, «ciudad bien compacta» (v. 3), símbolo de seguridad y estabilidad, es el corazón de la unidad de las doce tribus de Israel, que convergen hacia ella como centro de su fe y de su culto. En efecto, a ella suben «a celebrar el nombre del Señor» (v. 4) en el lugar que la «ley de Israel» (Dt 12,13-14; 16,16) estableció como único santuario legítimo y perfecto.
En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel: son «los tribunales de justicia en el palacio de David» (Sal 121,5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf. 2 S 7,8-16).
Función religiosa y social de Jerusalén
3. Se habla de «los tribunales de justicia en el palacio de David» (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias: de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados.
El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
La paz mesiánica
4. Llegamos ahora a la invocación final (cf. vv. 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, «paz», tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa: Jerushalajim, interpretada como «ciudad de la paz».
Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la «casa del Señor, nuestro Dios», además de la paz se añade el «bien»: «te deseo todo bien» (v. 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano: «¡Paz y bien!». Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.
Comentario de S. Gregorio Magno
5. Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también «fundada como ciudad bien compacta». Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel- «ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo» (Ga 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: «La caridad es la ley en su plenitud» (Rm 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente». Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que «hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol: «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1 Co 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar» (2,1,5: Opere di Gregorio Magno, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).
Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, «soportándonos los unos a los otros» tal como somos; «soportándonos mutuamente» con la gozosa certeza de que el Señor nos «soporta» a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz.
Comentario del Salmo 121
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
Alegría íntima y amor entrañable a la Casa de Dios se entremezclan en este salmo de peregrinación. Lo de menos es que se haya compuesto como una meditación dictada por el recuerdo del peregrino o como una explosión de alegría a la vista de la ciudad santa. Lo principal es que Jerusalén, con su simbolismo político-religioso, ocupa el centro del salmo y despierta el lirismo del salmista. La canción sálmica tiene tres momentos: alegría al anunciarse la peregrinación y emoción al pisar la ciudad de Dios (vv. 1-2), el elogio de la ciudad y de sus instituciones (vv. 3-5), y augurio por la ciudad y el pueblo (vv. 6-9). Puede datarse tanto en los días davídicos como después de la centralización del culto, bajo el rey Josías (s. VII a.C.) y aun después del destierro de Babilonia.
En la celebración comunitaria, quizá sea lo más conveniente cantarlo como expresión de la alegría íntima que embarga al salmista y a la asamblea. Ahora bien, este canto de peregrinación, convertido en definitiva en un himno a Sión, presenta las distintas etapas de la marcha y la emoción lírica que cada una de ellas suscita en el salmista. Puede por tanto salmodiarse del siguiente modo:
Salmista 1º, Inicio y meta de la peregrinación: «Qué alegría… tus umbrales, Jerusalén» (vv. 1-2).
Salmista 2º, La gloria de la ciudad: «Jerusalén está fundada… en el palacio de David» (vv. 3-5).
Salmista 3.º, Bendiciones sobre la ciudad: «Desead la paz… te deseo todo bien» (vv. 6-9).
Considerando que este poema es un himno a Sión, puede recitarse a tres coros, con la distribución anteriormente señalada.
«Mirad que subimos a Jerusalén»
Las subidas anuales a Jerusalén se inscriben en el alma del israelita agradecido. Allá sube para alabar el nombre del Señor, para darle gracias. Jesús, por su parte, heredó la costumbre de su pueblo, con la diferencia de que su subida se trueca en estancia sin que lo supieran sus padres. Es una premonición de su última subida y definitiva estancia. El momento adecuado para decir a los suyos: «Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron del hijo del hombre» (Lc 18,31). Es normal que sus seguidores sientan miedo, porque en Jerusalén verán el «paso» del Señor. Consumado el paso en Jerusalén, esta ciudad es lugar de cita para los que huían desanimados hacia Emaús; es la ciudad de la reunión íntima y de la espera orante; la ciudad donde se inicia la difusión evangélica (Hch 8-12). Subamos a Jerusalén, esta tarde dominical, animados a vivir el paso del Señor con gozo y acción de gracias.
Nos hemos acercado a Dios, juez de todos
Cada israelita podía conocer su derecho mediante un juicio sin apelación en la capital del Reino. La jurisdicción suprema, en efecto, era un atributo regio. Ahora bien, desaparecerá la dinastía davídica, pero la defensa del derecho quedará en manos del misterioso Siervo de Yahvé. A este Siervo, hijo de Dios, le ha sido entregado el supremo poder judicial. Aconteció en el momento solemne en que comenzaba la celebración de la Pascua, cuando Pilato lo sentó sobre el tribunal y proclamó: «Aquí tenéis a vuestro rey». Desde el trono de la cruz el mundo es juzgado como reo y el Crucificado exaltado como juez poderoso. Nosotros, creyentes en Cristo, nos hemos acercado a Jerusalén, donde Dios ha colocado el tribunal de su justicia. Aquí somos justificados mediante la fe en Jesucristo. Purificados ahora por la sangre de Cristo, por Cristo seremos salvos de la ira venidera, cuando Dios sustancie la causa y dé a cada uno según sus obras.
Haré que reposen en paz
Si el flagelo de la historia alcanzó a Jerusalén en más de una ocasión, los tiempos del Mesías abrirán una era de paz. Jesús, al llegar a las puertas de Jerusalén, le desea y propone la verdadera paz, la salud integral. La auténtica felicidad consiste en reunir y dar cobijo a todos los ciudadanos. Para eso murió Jesús, para reunir en uno a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Nace así la nueva Jerusalén, ciudad de reposo, donde Jesús nos saluda con su paz. Deseemos la paz a la Iglesia: que sus hijos tengan abundancia de paz, alegría, felicidad. Nuestra ciudad será así el anticipo de aquella Jerusalén en la que no habrá muerte, ni lágrimas, ni llanto, ni penas; ya no habrá maldiciones. «Que el Señor de la paz nos dé la paz en todo tiempo y lugar» (2 Tim 2,16).
Resonancias en la vida religiosa
Nuestra comunidad es la casa del Señor: En tiempos pasados se decía que nuestras casas religiosas eran «casa de Dios»; en ellas la estructura, el estilo, los símbolos hablaban de su dimensión religiosa. Incluso actualmente, en muchas comunidades, la capilla sigue ocupando el lugar central.
Los primeros pasos de nuestra vocación fueron probablemente una subida alegre a la «casa del Señor». Fue necesario salir de nuestra tierra, de la casa paterna y emprender un camino de despojo, pero alegre y esperanzado, porque el Señor imantaba nuestra vida.
También hoy podemos y debemos entender nuestra fraternidad, que acontece en torno a la Palabra de Dios y en torno a la Cena del Señor, como morada de Dios. Somos símbolo de la nueva Jerusalén. Estamos todos edificados en el amor, con la fuerza unificante y compacta del Espíritu. Aquí celebramos el nombre del Señor. Aquí el Señor derrama sobre nosotros el don de su paz, para que exista seguridad y todo bien. Nuestra comunidad es la casa del Señor; tal vez, mejor, su tienda durante este caminar hacia la Casa, el hogar definitivo.
Oraciones sálmicas
Oración I: Padre providente, que en las subidas de tu Pueblo hacia Jerusalén quisiste simbolizar la subida de tu Hijo hacia ti, a través del doloroso «paso» de la muerte y la resurrección; que salgamos de nuestra tierra y nos traslademos llenos de alegre esperanza a tu casa, a tu hogar. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Oración II: Juez misericordioso, que has constituido a tu Hijo en trono de la gracia, del perdón; que nos acerquemos confiadamente a tu casa para obtener la paz que el pecado destruyó en nosotros. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Señor de la Paz, que tu Iglesia tenga paz, alegría y felicidad en abundancia, construida como está con la fuerza unificante y compacta del Espíritu; no permitas que las fuerzas disolventes del mal puedan desunir lo que Tú mismo quieres unido. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Comentario del Salmo 121
Por Maximiliano García Cordero
El salmista entona en nombre de los peregrinos un himno de alabanza a la ciudad santa, adonde convergen todas las tribus de Israel. Es la ciudad de la paz y del juicio equitativo, porque es la sede de David. En ella reina la tranquilidad y la seguridad; pero su mayor timbre de gloria es la presencia de la casa de Yahvé. El autor parece ser un forastero que pisa por primera vez el sagrado suelo de Sión, y por eso su alma se esponja y prorrumpe en lirismos religiosos, idealizando la capital de la teocracia. Se siente dichoso por haber aceptado el participar en la caravana de los peregrinos hacia la ciudad de Yahvé. La vista de la capital del pueblo elegido le impresiona poderosamente, y así pondera la excelente construcción de la ciudad, sus muros y sus puertas. «El salmo puede entenderse mejor como si fuera una meditación de un peregrino que, después de volver a su hogar, repasa sus dichosas memorias de la peregrinación» (A. F. Kirkpatrick).
Por su estructura literaria puede compararse este salmo a los salmos 47 y 83. «No tiene el acento triunfal del primero ni la ternura exquisita del segundo. Pero, aunque más corto y popular, resume bien los sentimientos de alegría, de admiración y de buenos deseos que el fiel israelita sentía en sus peregrinaciones a la ciudad santa y al templo» (J. Caès). Abundan las aliteraciones, jugando con la etimología popular de Jerusalén como ciudad de paz. Todo ello hace pensar que el salmo es de los tiempos posteriores al destierro babilónico.
El salmista peregrino, vuelto a su hogar, recapacita sobre su visita a la ciudad santa, y siente una profunda alegría por haber visitado la casa de Yahvé, el templo de Jerusalén, la capital de la teocracia, símbolo de las promesas de Dios a su pueblo. El momento de poner los pies en las puertas de la ciudad, santificada con la presencia de Yahvé y llena de recuerdos del gran rey David, fue de particular emoción para su sensibilidad religiosa. Al entrar en la ciudad, el salmista se extasió ante la magnificencia de Jerusalén, perfectamente edificada y grandiosa con sus monumentos: los muros, los palacios, los torreones y el templo impresionaban particularmente a las gentes sencillas provincianas que por primera vez entraban en la ciudad de David. Era el punto de convergencia de todas las tribus, donde Israel como colectividad siente su conciencia de pertenencia a Yahvé, que los ha elegido como «heredad» particular entre todos los pueblos. El poeta idealiza la situación y pasa por alto la división del reino de David para considerar sólo la capital de la teocracia hebrea. Existía una ley normativa que pedía que todos los componentes del pueblo elegido que se reunieran periódicamente en el lugar donde Yahvé estableciera su morada (Ex 23,17; 34,23; Dt 16,16). El poeta recuerda este mandato y se siente gozoso al ver a los representantes de todas las tribus tomando parte en el culto del santuario nacional.
Pero, además, en Jerusalén está el tribunal de justicia y el gobierno de la nación según la antigua tradición de la gloriosa monarquía davídica. Justamente, el fruto de una administración equitativa de la vida pública trae la paz entre los ciudadanos; y el salmista pide para la ciudad santa una tranquilidad y seguridad permanentes dentro de los muros de la misma. El poeta juega con la palabra hebrea que significa paz (shalôm) y el nombre de Jerusalén (Yerûshalâyim). La prosperidad de la ciudad de David será el símbolo de la prosperidad de toda la nación; por eso, los israelitas deben desear la paz para la capital de la teocracia, donde está la casa del Señor.