Salmo 112: Alabad, siervos del Señor

2183

SALMO 112

1 [¡Aleluya!]
Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
2 Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
3 de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

4 El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
5 ¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
6 y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

7 Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
8 para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
9 a la estéril le da un puesto en la casa, como madre feliz de hijos.
[¡Aleluya!]

Catequesis de Benedicto XVI

18 de mayo de 2005

Memoria de Juan Pablo II

Antes de introducirnos en una breve interpretación del salmo que se ha cantado [decía Benedicto XVI], quisiera recordar que hoy [18-V-2005] es el cumpleaños de nuestro amado Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde allá arriba nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos expresar nuestra profunda gratitud al Señor por el don de este Papa y queremos también dar gracias al Papa por todo lo que hizo y sufrió.

Sencillez del salmo 112

1. Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada «el Hallel egipcio». Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113).

No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones.

El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.

Adoración del Señor

2. La primera estrofa (cf. Sal 112,1-3) exalta «el nombre del Señor», que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

Tres veces, con insistencia apasionada, resuena «el nombre del Señor» en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo -«desde la salida del sol hasta su ocaso», dice el salmista (v. 3)- está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

El Señor se abaja para mirar

3. Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: «el Señor se eleva sobre todos los pueblos», «se eleva en su trono», y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo, el Señor debe «abajarse», porque «su gloria está sobre el cielo» (v. 4).

La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor -dice el salmista- «se abaja para mirar» (v. 6).

Dios asiste al desvalido

4. Así, se pasa al último movimiento del salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo: «Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre» (v. 7).

Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo. Al pobre le otorga el mayor honor, el de «sentarlo con los príncipes», sí, «con los príncipes de su pueblo» (v. 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (cf. v. 9). El salmista, por tanto, alaba a un Dios muy diferente de nosotros por su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.

Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que «mira la humillación de su esclava». María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (cf. Lc 1,48. 52; Sal 112,6-8).

El salmo 112 en la liturgia antigua

5. Un «himno vespertino» muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura «cristiana» que la comunidad primitiva hacía de los salmos: «Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén» (S. Pricolo-M. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).

 

Comentario del Salmo 112

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

Este salmo inicia el «gran Hallel» (Sal 112-117) que se cantaba en las grandes solemnidades judías. Al comenzar la cena pascual se rezaban o cantaban los dos primeros salmos. La cena concluía con los cuatro últimos salmos del Hallel. Son los himnos cantados por Jesús antes de encaminarse hacia el monte de los Olivos (Mt 26,30; Mc 14,26). Ese hecho sitúa el salmo 112 en una perspectiva cristiana. Los «siervos del Señor» -los pobres, humildes y justos- alaban el dominio del Dios universal y su «condescendencia». Su alabanza es similar a la de Jesús en el momento supremo de la vida. El salmo 112 consta de dos partes: una invitación a la alabanza (vv. 1-3) y una exposición de los motivos de tal alabanza (vv. 4-9).

En la celebración comunitaria, este himno a la grandeza y misericordia de Dios puede desdoblarse en las dos partes que lo integran: invitación y cuerpo, del siguiente modo:

Presidente, Invitación a la alabanza: «Alabad… alabado sea el nombre del Señor» (vv. 1-3).

Asamblea, Motivos de alabanza: «El Señor se eleva… como madre feliz de hijos» (vv. 4-9).

Servidores de un nombre renombrado

El nombre es la definición de una persona, hasta el punto que estar sin nombre es ser un hombre sin valor. Hablar del nombre de Dios es designarle a El mismo como el amado, alabado o santificado. Dios Padre ha manifestado la gloria y el poder de su nombre glorificando a su Hijo, a quien sentó a su derecha «por encima de todo cuanto tiene nombre». Jesús es el «Señor». Su nombre adquiere tal renombre, que aquellos que invocan el nombre del Señor dan gracias a Dios en nombre de nuestro Señor Jesucristo y procuran con su conducta que el nombre de Jesucristo sea glorificado. Son los servidores del Señor; se hallan bajo su poder, porque el nombre del Señor ha sido pronunciado sobre ellos. Alabemos este nombre santo y glorioso.

El Excelso se abaja

Lo extraordinario del Dios de Israel no consiste en que sea excelso, en que su nombre esté en los cielos. Lo inaudito es que se incline hacia la tierra. Aquel que no puede ser abarcado por los cielos y los cielos de los cielos, Dios, desciende para contemplar al detalle lo que pasa en la tierra. Más aún, dirige su mirada cariñosa al desvalido, sentado a las afueras de la ciudad, en un montón de inmundicias. No es una bella metáfora. Así se comporta Dios cuando derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. María experimentó ese proceder: ya no es la sierva, sino la Madre del Señor. Consecuencia de ello es el señorío de Jesús sobre todo lo creado. Todos los hombres, leprosos expulsados fuera de la ciudad, pueden experimentar la maravillosa «condescendencia» divina por la que alabamos a nuestro Dios.

La fecunda esterilidad

Las mujeres de los tres antepasados del patriarca Jacob o Israel -Sara, Rebeca y Raquel- fueron estériles. Raquel grita a su marido: «¡Dame hijos o me muero!» (Gn 30,1). La fecundidad de estas mujeres dependerá de la «visita» de Dios, el único Señor. La visita a aquellas mujeres es anticipo de la visita que hará a Isabel, la madre del Bautista. Ésta es preludio a su vez de la fecunda maternidad virginal de María. Hemos llegado a la nueva era. El eunuco ya no dirá que es un árbol seco, sino que, permaneciendo eunuco por el reino de los cielos (Mt 19,12), tendrá un nombre eterno que no se suprimirá jamás. «Es bueno que el hombre esté así» (1 Cor 7,26) célibe, solo, sin hijos. Su amor virginal es fecundo con la fuerza del Evangelio; generará hijos desde la salida del sol hasta el ocaso, de oriente y occidente. La esterilidad voluntaria puede ser una fecunda maternidad.

Resonancias en la vida religiosa

Servicio de alabanza al Dios grande que se humilla: El servicio principal que nos constituye en comunidad de servidores es la alabanza del nombre de Dios. «Alabad, siervos del Señor; alabad el nombre del Señor». Esta liturgia, este servicio, debe ocuparnos constantemente, «desde la salida del sol hasta su ocaso». Como Jesús, queremos hacer de nuestra vida una constante proclamación y manifestación de la gloria de Dios.

Alabamos a Dios porque nos sentimos sobrecogidos por su grandeza, que excede todos nuestros cálculos, y porque en su forma histórica de actuar se ha abajado hasta lo más profundo de nuestro barro, haciéndose en Jesús «uno de tantos», en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Con su humillación Dios ha posibilitado el ensalzamiento de los humillados, a quienes Él con su humildad ha enaltecido. Con su pobreza virginal ha llenado asimismo de fecundidad la despreciada esterilidad humana.

Proclamemos como servidores de Dios su alabanza ante los humildes y los pobres de nuestro mundo. Que nuestra alabanza no decline.

Oraciones sálmicas

Oración I: En la mañana pascual, Dios todopoderoso, glorificaste a tu Hijo sentándolo a tu derecha por encima de todo cuanto tiene nombre; escucha la oración de tu Iglesia, sobre la que ha sido pronunciado tu nombre; concédele ser servidora de tu nombre y admítela un día en tu presencia, donde tu nombre será alabado desde la salida del sol hasta el ocaso. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Señor Dios nuestro, que tienes a bien abajarte para mirar al cielo y a la tierra; Tú has levantado del polvo a tu humilde Siervo Jesús y lo has sentado entre los príncipes del pueblo; concede a tu Iglesia, que comienza a celebrar la resurrección de tu Hijo, ser la abnegada servidora de los hombres para que también ella sea elevada, junto con Cristo, sobre todos los pueblos y tenga parte en tu gloria celestial. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Oh Dios, fuente de vida incesante, que en otro tiempo te acordaste de la esterilidad de las madres del pueblo y las agraciaste con el don de tu visita fecunda, y en los tiempos finales visitantes a María, bendiciéndola con el fruto de tu seno; visita hoy a la Iglesia para que sea madre feliz de hijos y concede a cuantos se han consagrado virginalmente a Ti conocer el gozo secreto de la fecunda esterilidad, mediante la cual quieres engendrar nuevos hijos por el Evangelio. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 112

Por Maximiliano García Cordero

En este himno de alabanza, el salmo 112, se declara la especial providencia que tiene Yahvé sobre los humildes a pesar de su excelsa majestad. Este salmo es el primero de la serie (112-117) que constituye el «gran Hallel», por empezar con la exclamación litúrgica «aleluya» («Alabad a Yahvé»). Estos seis salmos se cantaban en las grandes fiestas del año -Pascua, Pentecostés, Tabernáculos y Dedicación del templo- y en los novilunios, o principios de mes, excepto el primero de año.

Este salmo constituye como «el punto de unión entre el cántico de Ana (1 Sam 2,1-10) y el Magníficat de la Virgen (Lc 1,46-55)» (Perowne). Se divide en tres estrofas: vv. 1-3, 4-6 y 7-9. El estilo es sencillo, pero muy fluido y elegante.

VV. 1-3. El salmista invita a los piadosos -siervos de Yahvé en cuanto que viven conscientes la vocación de entrega a Dios como miembros de un pueblo elegido entre todos los de la tierra para servirle de un modo especial- a entonar himnos de alabanza al Dios providente y excelso. El nombre de Yahvé simboliza su esencia y sus atributos, y bajo este aspecto es digno de admiración y loa. Pero este reconocimiento laudatorio del nombre del Dios de Israel no debe limitarse a las funciones litúrgicas del templo, sino a todas las manifestaciones de la vida: ahora y por siempre. Todos los pueblos -de oriente a occidente- deben asociarse a estas alabanzas que ahora resuenan en el tabernáculo de Sión, porque, aunque Yahvé sea el Dios del pueblo israelita, es también el Señor de todos los pueblos. La fraseología está tomada de otras composiciones del salterio.

VV. 4-6. La morada de Yahvé está en lo más alto de los cielos, y desde allí contempla la marcha de la historia. Con bello antropomorfismo, el poeta presenta a Yahvé tan elevado en la cúspide de los cielos, que tiene que abajarse para contemplar al detalle lo que pasa por la tierra.

VV. 7-9. Su solicitud se extiende principalmente a los necesitados y humildes. Plásticamente presenta el salmista al pobre, expulsado de la sociedad, sentado en el mazbale, o montón de inmundicias -ceniza, estiércol, residuos de todo-, que se encuentra a las afueras de las aldeas orientales, donde pululan los míseros y enfermos leprosos, que no tienen derecho a frecuentar las vías públicas. La expresión está tomada del cántico de Ana (1 Sam 2,8), como la siguiente sobre la elevación del pobre a la más alta dignidad de los príncipes de la ciudad. También la alusión a la mujer estéril, bendecida milagrosamente con numerosa prole, está tomada del cántico de Ana. El salmista, pues, trabaja con la tradición literaria para expresar su gratitud hacia Yahvé, que se preocupa de redimir a los desvalidos y despreciados de la sociedad.