Las partes de la misa: El acto penitencial (Segunda parte)

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Que no te me lleven

El Acto penitencial es el momento en el que Dios nos manifiesta cuál es nuestra dignidad (Primera parte). Nos reconocemos necesitados de Dios y por lo tanto nos damos cuenta de que somos sus hijos y Él nuestro Padre.

Somos limitados y pequeños

Deseamos ser hijos pero “¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»” Jn 3, 4. Nosotros ya no somos niños. Hemos crecido y hemos adoptado actitudes de hombres independientes, autónomos, capaces de llevar adelante la vida sin necesidad de los demás, incluso sin necesidad de nuestros padres. Sin embargo, a pesar de que nos sentimos seguros así, es común que en el día a día advertimos nuestros propios límites.

Todos los días experimentamos nuestra limitación de una forma o de otra. Deseamos ser buenos padres de familia y nos impacientamos, anhelamos ser mejores esposos y nos buscamos a nosotros mismos, queremos ser grandes profesionistas y nos equivocamos, pretendemos ayudar a nuestros amigos en necesidad y no tenemos el tiempo, ansiamos ser buenos pastores, sacerdotes de Dios y nos encontramos pecadores, deseamos ser religiosos ejemplares y constatamos que nuestra limitación es grande.

Además de experimentar nuestra limitación, Dios Nuestro Señor permite acontecimientos en nuestra vida que nos hacen tocar nuestra miseria y pequeñez: una enfermedad, la muerte de un ser querido, un accidente, una dificultad psicológica, la ancianidad. Todo esto nos lleva a tocar la verdad del ser humano que es criatura limitada y pecadora.

Postrarse ante el Señor

Estos acontecimientos son el punto de encuentro con la misericordia de Dios. Sin embargo, pueden llegar a ser también el punto que nos separe de Él si no sabemos presentarnos con humildad ante el Padre celestial pidiéndole ayuda y misericordia.

El acto penitencial es el momento perfecto para que el Espíritu Santo pueda ir realizando su obra en nosotros. Es recomendable que durante el acto penitencial postres tu alma ante el Señor. No quieras tener otra fuerza más que la suya. “La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres.” 1Cor. 1, 25.

Es tu oportunidad de abandonarte totalmente en su misericordia. Descansa en Él. Déjale todo en el altar: pecados, caídas, preocupaciones, disgustos, tentaciones, debilidades, etc. Abre el corazón y extiende tus manos. Dios ve lo que hay ahí, no se lo tienes ni que decir. No necesita explicaciones o justificaciones. Te quiere a ti, su hijo, y eso le basta, quiere llenarte de su amor misericordioso que funde todas tus miserias en el fuego de su amor, quiere ser el protagonista de tu vida, quiere ser tu Dios, tu Salvador, tu Padre.

Puedes decirle esta oración:

Señor tú conoces mi pequeñez y mi miseria. Tú sabes cuánto busco ser el dueño y señor de mi vida. Mira que lo he intentado una y otra vez y no puedo. No soy capaz de abrirme a tu gracia. Sé quien abra mi corazón. No puedo darte nada, no poseo nada. Lo único que te puedo dar, es darme a mí mismo. Recíbeme pequeño, pobre, débil, pecador en el seno de tu misericordia. Déjame descansar en ti y ser una sola cosa contigo. En ti me siento seguro. Manda tu Espíritu y hazme capaz de vivir en mi verdad de hijo, de criatura, de pecador. Sal a mi encuentro y acepta mi humilde súplica.

Ahora sí, después de haber adoptado la actitud de postrarte ante Dios abandonado en su misericordia y abierto a su gracia eres “digno” de continuar con la celebración Eucarística. Nuestra dignidad se encuentra en habernos reconocido pecadores, sin embargo el reconocer nuestra miseria no nos ha hundido, sino que nos ha elevado a la condición de hijos en el Hijo Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, también heredero por voluntad de Dios.” Gal. 4, 4.5.7.


Autor: Taís Gea

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