La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de Nazaret y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista. Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías, tal programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo «ha resucitado al tercer día» constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia «un cielo nuevo y una tierra nueva», cuando Dios «enjugará las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado». En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, —programa de misericordia— se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras «las cosas de antes no hayan pasado», la cruz permanecerá como ese «lugar», al que aún podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo». De manera particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la «misericordia» hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
Dives in Misericordia